De pan y circo

por Antonio Calera Grobet; fotos: Ana Lorenzana

 

Este ensayo proviene de nuestro volumen 13: pan y circo, comida y política. Si no lo tienen, consíganlo acá. Y suscríbanse a HojaSanta, sin acarreos.

 
torta-acarreados
 

Los acarreados son un mal endémico de cualquier clase política corrupta. Se trata de una masa de individuos –organizados en sindicatos o no– que, dada su pobreza, están «a la venta» al mejor postor, para hacerse pasar como sus simpatizantes (casi siempre en contiendas electorales para un cargo público). Tal representatividad, aunque sea anónima y amorfa y mentirosa, sigue siendo extrañamente eficaz. Esquiroles de la civilidad, podríamos decir que, al verse entre la espada y la pared, hasta el cuello dentro de la precariedad, pasan lista en donde sea para hacerse de unos pesos y comer algo.

Pero ¿qué comen los acarreados y a cambio de qué precisamente? Pues, aunque sea una obviedad, hay que decir que comen poco: acaso una torta con una rebanada traslúcida de jamón Virginia y un unto casi imperceptible de frijoles; un jugo y, ya de plácemes, un plátano o una manzana (por su facilidad para comerlos). Tal vez les repartan algunos tacos, a cambio de una jornada de trabajo que consiste en levantarse muy temprano –o de madrugada–, abarrotar los camiones designados previamente para llevarlos a tal o cual ciudad, pueblo, plaza (mínimamente un auditorio o un templete), y permanecer en el lugar hasta que los jefes autoricen a la caravana regresar a casa. ¿Y qué hacen ahí? Echan porras al prócer; mueven banderines, sostienen pancartas con mensajes pegajosos de apoyo, aplauden a tal o cual insigne de la política local y poco más. Quizá lo más terrible les suceda por dentro; en los músculos de las piernas, en las plantas y dedos de los pies casi derretidos bajo un sol radiante, sofocados por un calor abrasador, quemados por el frío extremo o bajo la dura lluvia. Porque los acarreados, como dice el refrán: «llueve, truene o relampagueé…» Si pretenden ser pagados y tomados en cuenta para futuras manifestaciones populares (no sólo les dicen mítines, también asambleas, movimientos, encuentros, frentes o resistencias), deberán mantenerse estoicos en tales condiciones: para eso se les paga y por ello se les alimenta.

Así las cosas, si bien desde el punto de vista de la ética social, los acarreados acumulan numerosas faltas, varios errores imperdonables. ¿Cómo reflexionar sobre esos alimentos desde el punto de vista de la gastronomía? Si atendemos primero a la circunstancia misma en que se consumen, habría que decir que es absolutamente irregular. No sólo porque se hace de pie, ya que tal hecho no es indigno por sí mismo (numerosas comidas en diferentes culturas se hacen de pie y no en una mesa), sino porque se comen dentro del mismo trabajo, es decir, haciendo otra cosa, distrayéndose de ambas tareas. En otras palabras: se hace de pie, sí, pero también de manera estropeada y en medio de tareas ajenas al propio acto de comer.

En el orden simbólico de las cosas –más importante aún–, dichos alimentos, ya de por sí frugales, discordes a la ingente tarea por la cual se proveen, podrían concebirse cargados de signo contrario, porque son el resultado de una ecuación perniciosa: que las autoridades, las cuáles deberían garantizar el alimento se hallen o no en el poder, lo administran arbitrariamente para sus propios fines. De manera que el acto humanitario de dar comida se torna en una especie de trueque desigual con pobladores en carencia extrema, constituyendo una suerte de anti-limosna o de cohecho a la inversa (el cohecho, en el ámbito del Derecho, es un delito que consiste en sobornar a un funcionario público mediante la oferta de una recompensa –monetaria o no–, a cambio de realizar o dejar de realizar un acto inherente a su cargo). En fin, es un acto tergiversador de la vida política misma. Entre otras cosas, el erario público no puede ni debe destinarse al «pago» de estas corruptelas que fingen una ampulosidad de públicos donde no los hay, mintiendo por lo tanto en el nivel de popularidad y aceptación de determinada campaña política.

Este tipo de artimañas, ¿no guardan una relación directa con el consabido desvío de despensas de alimentos en caso de desgracias naturales? Como cuando se trata de víveres donados por la misma sociedad abierta para uso exclusivo de los damnificados por alguna catástrofe. Claro que sí: la pobreza y la comida como siniestra ecuación para la denigración del hombre. Porque quizá eso es lo que comen los acarreados: su propio orgullo, su vergüenza, su dignidad. ¿A qué, si no a humillación, puede saber ese lunch frío en bolsa de plástico, aplastado y calentado por el rayo de sol, luego de una jornada de vítores por algo/alguien que ni se conoce? Pues a porquería; a almuerzo que se paga como manzana de la discordia, como prueba irrefutable del contubernio, la complicidad, la prueba in fraganti que delata a los acarreados como parte de los que, si bien no matan a la vaca, bien que le agarran la pata. De ahí que muchas veces un acarreado sea confundido o tildado despectivamente de «ganapán», de «comecuandohay» y, más que de oportunista, de «vendido», que es muy distinto al que pide limosna, al que se gana la vida vendiendo dulces, dando bola a los zapatos, de los que se dejan el lomo en la calle para ganarse el alimento. A diferencia de ellos, el acarreado sólo va, hace presencia, estira la mano y come.

Un tema quizá, este de los acarreados, profundo y complejo, en donde la calificación o el juicio no embroca con facilidad. Para muchos ojos críticos, el fin justifica los medios, y son los políticos los que primero roban el erario para comprar los alimentos, pagar la gasolina y los camiones, y luego, aprovechándose de la miseria de su pueblo, vuelven a obrar mal sobornándolos. Para otros, más estrictos, se trata en realidad de un atavismo cultural que habría qué erradicar.

Como sea, el acarreado persiste y se reproduce (como los herederos de cargos, de plazas, de negocios turbios), mientras come las migajas que se le dan por su «no trabajo»: un alimento contaminado de la historia de un país vapuleado; un pedazo de pan agusanado por la realidad de una nación que no termina de sanar sus heridas, ya sea auto-propinadas, o bien, hendidas por las más altas traiciones de sus dirigentes.

Qué hermoso sería saber que los gobiernos como éste, en ciernes, apoyaran con víveres a los necesitados en estados de abandono, aplastados, por ejemplo, por el narcotráfico o la violencia feminicida. Así, sin más, sin importar su filiación política. Pero aquí no es así. Aquí en México el ciudadano importa en tiempos electorales y luego ya no sirve a los gobiernos para mucho más. Ahí, fijado en su fase larvaria de votante, como convencido «a fuerza» de ser parte de la corruptela, el ciudadano es de cuidar, y mimarlo con una torta de bolillo duro o un jugo embotellado bien vale la pena. Si tiene sed, si se ha insolado, si tiene ganas de ir al baño, haya él y su familia, se les dijo bien claro que no se querían niños ni viejitos. Ya será de ellos. Por lo pronto que sigan aplaudiendo hasta nuevo aviso, tal vez hasta mañana, tal vez por décadas de populismo, de pan y circo acumulado.

 

 

Hablando de comida y política, dejen de darnos atole con el dedo.