Cocine a fuego lento

por Isabel Alanis; fotos: Emilio Valdés

sobremesa-Emilio-Valdés
 

De niña, más allá de respetar las reglas de etiqueta del comedor, mi papá nos pedía, con la suavidad que tienen los padres al ordenar, seguir una sola norma: nadie se levanta hasta que el último acabe de comer.

¿Tienes tarea o alguien espera que le llames? ¿Estás cansada? ¡Tonterías! Si los cubiertos seguían en uso había que quedarse sentado de buena gana –aunque no fuese por iniciativa propia–, escuchar a quien tuviera la palabra o compartir algo de tu día. Mi papá era uno de los mayores beneficiarios de la regla: siempre el último en terminar de comer, con la boca más ocupada en contar anécdotas o chistes que en masticar. Pero mis hermanas y yo también ganamos: con los años nos hicimos férreas defensoras de nuestro derecho a ser escuchadas; nuestra opinión valía. No importaba si todos habían acabado de comer, el diálogo continuaba y nosotras permanecíamos quietas en nuestros lugares. El comedor pasó de ser el lugar de encuentro para comer al lugar del encuentro a secas.

 
sobremesa
 

La sobremesa puede contener diversos significados. Para las culturas que la consideran ineludible, como la española o la mexicana, es la exaltación del tiempo muerto; un rato para tirar la noción de lo útil o productivo por la ventana. Es un momento en el que las personas tienen autonomía para decidir que el trabajo, la pareja, los hijos y otras preocupaciones pueden esperar. Comer frente a la computadora o la televisión es un atentado en su contra. Al igual que la ominosa presencia del smartphonea meros centímetros de la mano de su dueño, arrebatándolo del aquí y ahora físico para depositarlo en caída libre al mundo virtual.

Y aún así es fácil procurar la sobremesa. Además de disposición –léase: apagar los aparatos o ponerlos en silencio–, se necesita de bastante poco para disfrutar el momento posterior a comer. Suceda en un restaurante o en la casa, la sobremesa solicita dos condiciones: una mesa y tiempo.

La primera es importante en tanto que es un espacio común en el que, después de la comida, quedarán los participantes cara a cara, enfrentándose. Por eso la barra del bar o de la taquería no califican; la barra es para comer e irse, y suprime desde el principio el potencial bélico del diálogo. El enfrentamiento es clave porque la sobremesa es, ante todo, un acto de presencia. No en el sentido diplomático –un empleo perverso del «comes y te vas»–, sino literal: hay que estar ahí, entero, el tiempo que dure. La mesa, al igual que la relativa renuncia a los aparatos mencionados, sujeta a los participantes a su realidad inmediata. Recuerdo que en el caso de mi familia, antes de tener un comedor largo que sentara cómodas a seis personas, compartíamos una pequeña mesa redonda, idealmente para cuatro, y metíamos los codos para que no acabaran en el plato del otro. La convivencia, sobra decirlo, era inmediata. Parece curioso pero la mesa en la que se reúne la gente es el primer punto en común y, en algunas ocasiones, el único de la conversación; acota los márgenes de lo que será dicho por cada uno de los participantes. Los temas abordados podrán variar, claro, desde política hasta series de televisión, libros, películas o alguien ausente, pero sólo los que están ahí participan; sólo lo que sale de su boca es enhebrado en el entramado de la conversación: «¿Te acuerdas de lo que dijo Pilar? Ah, ¡es que no estabas!». Literal y figuradamente cada quien tiene su lugar. Incluso cuando se come a solas hay un diálogo entre el comensal y el entorno que desfila a su alrededor; con todo y que se dé a veces en espacios públicos, la sobremesa es un momento íntimo.

De igual forma se adivina que la segunda condición, el tiempo, es imprescindible. Así como no se puede disfrutar de una buena comida con prisa, no se puede apresurar el intercambio que le sigue. Existe una cadencia en ambas que se traduce en un mayor deleite: es el ritmo de la espera que va gustosamente a ninguna parte. Imaginemos: ya cada quien ha degustado su comida y un café negro humeante descansa junto al plato con migajas de un postre menos que dietético. Los manteles, al principio impecables, tienen ahora rastros de comida; manchas y arrugas son testigos de la celebración gastronómica recién concluida. Habrá quien juegue con su servilleta, o la rompa si es de papel, o el que prenda el oportuno cigarro para una mejor digestión. A menos que el tema que dicta la conversación exalte la presión sanguínea, el cuerpo de los escuchas tiende a relajarse: la respiración es lenta y los ojos descansan a medio camino, mientras la digestión sumerge al sujeto en ese hipnótico estado conocido comúnmente –de tan poético– como el mal del puerco. Mientras tanto, quien esté en turno de hablante relata los pormenores de una historia o una opinión. Hará uso, seguramente, de los restos devenidos de utilería para mayor efecto retórico. Tal vez den por terminada la reunión en el primer instante de silencio. Aunque cabe también la posibilidad de que pidan la temida ronda –que suelen ser dos– de algún licor dulce, para proferir el último salud de la tarde o noche.

La espera no es propiamente el lapso que pasa entre el último bocado y la cuenta. Más bien es el tiempo necesario para conocerse a uno mismo, ya sea una cara nueva o una desempolvada. La individualidad de cada quien es subrayada en la convivencia con los demás. Las palabras fluyen y a través de éstas los pronunciamientos sobre platillos, actividades del día, apreciaciones de la zona, recuerdos de infancia, chistes rojos y blancos, reflexiones serias, relatos de ultratumba, sinsentidos, regaños, consejos, recomendaciones, menciones del clima, del cansancio, del trabajo del día siguiente, silencios, suspiros… El presente nunca se vive tanto como cuando se está a la mesa, satisfecho, disfrutando sólo de estar.

El paladar guarda todavía el sabor de los alimentos y la barriga descansa cálida debajo de la ropa mientras el cuerpo separa minucioso los nutrientes que recién se le han otorgado. Una vez que todo lo que tenía que decirse en ese momento se ha dicho, los comensales separan sus sillas de la mesa para continuar con el día abastecidos en cuerpo y espíritu, tanto por los alimentos como por la conversación que prosiguió.