Viendo comer a mi hija

 

por Daniel Krauze; foto: Felipe Luna y Andrea Tejeda

 
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Como padre, el mayor lujo es ver cómo emerge la personalidad de un bebé. Para un papá primerizo, especialmente, los días después del parto son un misterio. Cuando nació mi hija ni siquiera sabíamos de qué color tenía los ojos, ya no digamos cómo era su carácter. Con el paso de los meses nos dimos cuenta de que es más inquieta que el resto, más sonriente, pero también más berrinchuda e imperiosa. Mientras los bebés de mis amigos y familiares se quedan quietos o dormiditos en su carriola, mi hija intenta desabrochar el cinturón y escapar de ahí. Se exaspera con una rapidez de fósforo: entre la queja y el llanto no pasa ni un segundo. Para quien no tolera a los bebés, imagino que esto suena tortuoso. Para mí, sus incipientes rasgos son la prueba de que es una persona, con una manera de ser enteramente suya.

No solo su carácter empieza a perfilarse. Poco a poco decide qué disfruta y qué no; tiene juguetes, rincones y personas preferidas, pero también rutinas que la sacan de quicio (odia que la meta en su asiento del coche). Sus gustos y disgustos son más claros a la hora de comer, donde cada catálogo personal de filias y fobias es tan único como una huella dactilar. Dicho de otra forma: no hay dos personas que compartan los mismos hábitos alimenticios. Yo, por ejemplo, tengo las siguientes peculiaridades: tomo cereal en vaso, no me atrevo a comer mariscos si no estoy en la costa, no le pongo limón a prácticamente nada, jamás tomo refresco, apenas desayuno y, al día, bebo un promedio de diez tazas de té. He conocido a otros que comparten una o tal vez dos de estas preferencias, pero a nadie con quien comparta todas. Con la comida, cada inclinación tiene hasta grados. Nuestra forma de comer revela a qué calibre somos distintos de los otros. Eso empiezo a notar con mi hija.

Me parece sabio que los bebés estrenen paladar con alimentos insulsos como vegetales y carne hecha puré. Si una niña tan quisquillosa como la mía empezara cenando alfajores, carne de Peter Luger y tostadas de camarón de Contramar, probablemente pensaría que toda la comida sabe así de espectacular. Menuda sorpresa se llevaría al probar el All-Bran, el queso panela y el betabel, quizás los tres alimentos más aburridos del planeta. Empezar con la comida más neutra posible permite que su gusto se vaya abriendo paso, como un río que empieza a hallar su cauce. A mi hija le gusta más el plátano que la manzana y la ciruela que las uvas. Sus verduras favoritas son el chayote, la flor de calabaza y el huauzontle (no miento: todas las semanas se echa no sé cuántas papillas de esa cosa). Hasta ahora disfruta más el pollo que la carne de res y distingue bien cuando una papilla está sazonada o no: una pizca de condimento es suficiente para que acepte lo que hace un instante rechazaba. Lo que más disfrutaba era el mango, pero resultó alérgica. Nunca, ni cuando se enfermó por primera vez, sentí más tristeza por ella que esa noche cuando, después de comer mango, le encontramos ronchitas en la espalda. Los placeres que se perderá por culpa de un desperfecto inmunológico.

De entrada está abierta a todo. Nunca le hemos ofrecido una fruta o una verdura que no se lleve a la boca (aunque, la verdad, lo mismo hace con cualquier objeto). Le gusta mucho hincarle el diente –o los dos dientes que ahora tiene– a un durazno pelado. Hasta ahora mi mayor orgullo ha sido verla comer guacamole. El otro día le dimos una probadita y no quiso soltar la cuchara.

Mi hija en ningún momento es más una persona que cuando la veo desayunar, comer o cenar. Es ahí cuando me doy cuenta de que es única. Quizás se lea cursi, pero hay algo aterrador en esta epifanía: como ella no hay, ni habrá, dos.~


Este texto es parte de nuestro especial Maneras de despedirse. Pueden leerlo aquí, y de paso decirle adiós a la versión impresa de HojaSanta.