Cochinita siempre

por Alonso Ruvalcaba

 
 
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I. Dicen que éramos pobres

Es imposible desenterrar nuestro primer recuerdo de comida. El ectoplasma mezcla lo que recordamos con lo que recordamos que recordamos con lo que creemos que recordamos y con lo que nos dicen que recordamos. Pero para mí, muy al principio, tan al principio que me parece antes de los recuerdos, está la cochinita pibil. (También los mangos, pero eso es para otro día.) Sé que fue mi primer plato favorito del mundo. Cochinita de casa chilanga, no de casa yucateca: de falda de puerco cocida en olla exprés, deshebrada, roja roja, superácida, con un montón de vinagre blanco para sustituir la naranja agria que entonces supongo no había en el DF. Desde el principio odié las fiestas infantiles, sobre todo las mías, y sus horribles pasteles (aparte: el de la Pantera Rosa que me tocaba en mi cumpleaños número dos se le rompió a mi papá en la esquina de Monterrey y Tepic, colonia Roma Sur, mejor hubiera nacido muerto), así que a los tres años declaré que no quería fiesta nunca más y que a partir de entonces mi cumpleaños sería mi mamá, mi papá, mi hermana y cochinita pibil. Al carajo con todo y con todos los demás. (Salvo, tal vez, mi abuelita.)

Dicen que éramos pobres. Pero de vez en cuando, a vecesitas nomás, nos llevaban a un restaurante que no fuera el mercado (o, como le decía mi mamá, Le Marché). Además del Vips de Madero, mi favorito era el Filete Maya. No recuerdo nada de él, salvo que era oscuro y que servían un pedazo de carne de res empibilado. Me parecía una idea genial, ya que hubo un tiempo –debía tener como seis años– en que medí todo a razón de su ser-filete de res. Los restaurantes que alguna vez conocí (pagados por mi otra abuela, supongo) se convertían inmediatamente en Filete Algo. Había un Filete de Tarzán en Altavista, un Filete Pimienta (La Pérgola de la Zona Rosa), un Filete Chemita (el Prendes, que sí era de ultralujo y completamente impagable para nosotros). El Filete Maya estaba en Patriotismo. No sé si sobrevive. (Es posible que sea uno llamado Le Lah Tho, que está en esa avenida y dice haber abierto en 1961. No he querido ir. No quiero que su realidad de piedra y lodo transforme mi vaguísimo recuerdo: recuerdo que apenas trato de tocar y se me escapa: recuerdo en fuga siempre.)

Luego fuimos a Mérida. Soy yo de nueve años vestido constantemente de Indiana Jones. Llevaba siempre sombrero, una chamarra y un látigo. (Siempre. En el maldito calor de Mérida.) De ese viaje me quedan cuatro recuerdos: el repulsivo sabor del Pino Negra, sin duda el peor refresco de la historia; el ardor de la salsa de habanero de botellita –el mesero me advirtió: “Cuidado, Indiana, porque pica”, pero yo no hice caso; ahora mismo, si estiro la punta de la lengua, me vuelve a picar–; el atávico miedo color negro que me produjo el grito cántico: “¡Chaac, Chaac, Chaac!” en el espectáculo de luz y sonido de Uxmal; y el gusto de la cochinita pibil –todo el día pero distinta, nueva: no tan ácida, no tan roja, no deshebrada sino en trocitos.

Dicen que éramos pobres. Pues yo nunca lo noté.

II. Central cochinita

Si le preguntan a un yucateco, es posible que diga que en el DF no hay buena cochinita pibil. Falso, claro. Para no ir muy lejos, piensen en el centro de la ciudad. Está la cochinita de El Consentido en 5 de Febrero 47 (cada vez venden más cosas, la cochinita se va quedando como un gusto lateral); la de Coox Hanal en Isabel la Católica 83, con sus curiosas tardes acantinadas; la de La Especial en Uruguay casi con Bolívar; la de la Lonchería La Cochinita en Bolívar casi con Mesones, cuyo maestro taquero, a pesar de su maestría o tal vez por ella, es acaso la persona peor encarada del centro histórico:

 
 
Mi mejor amigo del mundo

Mi mejor amigo del mundo

 
 

El barrio de San Juan, del otro lado del eje central, es el corazón de cochinita en la ciudad. Hay cinco o seis locales especializados. El otro día, en la oficina, probamos tres: la de Mi Taco Yucateco (Aranda 36), la de Taco de Oro de la XEW (López 107) y la de Ayuntamiento 102. La de Ayuntamiento era casi blanca; remitía –dijeron– más a unas carnitas, “muy sabrosas”, que a una cochinita. La del Taco de Oro –dijeron– pecaba de su ser surtida y del tamaño gordito de su troceado. (Pedí grasa extra esa vez. Sólo en el Taco de Oro tienen esa opción.) Es redonda pero –dijeron– tal vez le faltan picos. La de Mi Taco Yucateco daba esos picos, con pilón: era la más ácida de las tres y –dijeron– la mejor. Conforme avanzaba esa cata se depuraba la decisión. Al final –dijeron– era “sin duda la mejor”. ¡Si tan sólo el maestro salsero de Ayuntamiento, con su feroz y saborsísima y microscópica cebollita con habanero, pudiera aliarse con la maestra taquera de Mi Taco! Se vale bailar por un sueño.

 
Cata en HojaSanta

Cata en HojaSanta

 

III. La mejor cochinita del mundo

Obviamente no es ésta. La mejor cochinita del mundo tendría que haber sido horneada en un pib u horno subterráneo pero eso es imposible de hacer en mi departamento. También, muy probablemente, la carne debería de haber pertenecido a una lechona (cochinita pues) y no a un cerdo sin nombre; podría ayudar a darle perfección ser devorada cerca de las cuatro de la tarde, bajo un cielo sin nubes yucateco, acompañada de tortillas blancas blancas, más que ligeras: aéreas, cebolla morada picada al infinito y rajas flaquísimas de habanero, y que ese cielo estuviera cubriéndome hace no sé cuántos años, las gotas de un sudor imparable corriendo por mi cara, antes de que el mundo se quitara la antifaz, cuando ser feliz no requería casi nada y yo ni cuenta me daba de que éramos pobres. Ésta no es la cochinita perfecta o arquetípica: es una repetición terrenal, doméstica, pero cuidadosa y valiente: empieza de cero absoluto.

 

INGREDIENTES

2 tazas semilla de achiote

2 cucharadas de vinagre blanco

8 dientes de ajo

2 cucharadas sal

1 cucharada orégano seco

1/2 cucharada pimienta gorda

1 cucharada semilla de cilantro

1/2 cucharada comino molido

3 kilos falda de cerdo

3/4 taza jugo de naranja agria

3 hojas grandes de plátano

 

Marinen dos tazas de semillas de achiote en dos cucharadas de vinagre blanco en un bolecito al menos 2 hrs. Pásenlas por el molcajete, con el vinagre, hasta que estén finitas.

Aplasten 6 dientes de ajo. Agréguenlo, junto con 2 cucharaditas de sal, 1 de orégano seco (yucateco, obvio), media de pimienta gorda, 1 de semillas de cilantro molidas y media de comino molido, a la mezcla de achiote y muelan hasta que esté suave. Pásenlo a otro bol y agreguen agua de a poquito (2 cucharadas máximo), hasta que la pasta tenga la textura del barro húmedo.

Hagan incisiones con un cuchillo filoso (de cm y medio están bien) en un trozo de falda (de cerdo de 3 kilos, sin hueso. Agreguen al recado rojo (la pasta que hicieron hace ratito) suficiente jugo de naranja agria (máx: 3 cuartos de taza) para hacer una pasta suave. Restrieguen el puerco con el recado, colóquenlo en una charola para horno, tápenlo con aluminio y refrigérenlo toda la noche.

Calienten el horno a 165º. Rebanen finamente 2 dientes de ajo, y mechen el cerdo con ellos. Envuélvanlo firmemente: primero en tres grandes hojas de plátano, luego en papel para hornear. Átenlo con hilo de cocina y colóquenlo en un rack dentro de una charola para hornear grande y alta. Métanla al horno y agreguen a la charola 5 cm de agua hirviendo; luego, con aluminio, háganle una carpa sueltita al cerdo para que se cueza al vapor. Déjenlo hasta que esté tierno, agregando agua si fuera necesario, entre 4 y 5 hrs.

Desenvuelvan el puerco, que va a alcanzar como para diez o doce personas. Reúnanse todos alrededor a aspirar el primer jalón de vapor, que es el más nostálgico. Sirvan vino blanco. Y vayan pensando cómo les van a cobrar a sus invitados haberse desmenuzado brazos, manos y cartera para volver a un recuerdo que no saben ya si es suyo o mío o ustedes lo leyeron o alguien me lo contó a mí en alguna parte.

 
 
Un taco arquetípico

Un taco arquetípico