Un reloj, un ritmo, un ritual y un café para la ciudad de México

 

por Alonso Ruvalcaba

El café es ambiguo. Es cierto que el significado de todo lo que decimos siempre está en movimiento, pero con el café sucede mucho más: es indeterminado como un verso oscuro y líquido. (The simple utterance “this coffee” –escribió por ahí un filósofo– can mean “this cup of coffee”, “this brand of coffee” or “this kind of bean”. Otro filósofo abundó: We cannot be certain because meanings are always indeterminate.) Y sin embargo, y con embargo también, sabemos qué es un café, qué son los cafés y qué es lo café. Este texto tal vez llegue a mostrarlo. El café es un grano y un cultivo y un espacio: un café. El café es una industria y un arma –del esnobismo, de la segregación, del prejuicio–; es una droga: nos hace más llevadera o más chispeante la realidad: menos férrea. Es un reloj, un almanaque, un ritmo. Y mucho más.

El café es o ha sido un ritual. Hay gente que designa treinta o más minutos de su mañana a prepararse el primer café. Ritual. “La rutina de mi abuelo es esperada y predecible –dice una escritora–. El abuelo despierta como si dentro de su cabeza se encendiera una alarma. Baja las escaleras de su casa en Coapa, entra a la cocina y vacía el café molido marca Gila en una cafetera Oster, negra y brillante, sobre uno de esos filtros de papel (cuya forma de círculo con holanes me parece muy curiosa y linda, como una nube o una falda), coloca cuatro tazas de agua, la enciende y la deja trabajar. Regresa al cuarto, no sé si a la cama o al sillón donde luego pasa las tardes viendo la televisión, a bañarse o a despertar a la abuela. El tiempo es una espiral aritmética, fluir sin cesar como una fuente que interminablemente cae sobre sí misma, de modo que ascenso y caída se funden en un solo movimiento: hacer café.”

© Claudio Castro

© Claudio Castro

Otro ritual: el de echarse un cafecito. Este rito es tan ritual que no es necesario pedir un café cuando dos personas deciden ir a echarse un cafecito. Pueden pedir un té o un agua mineral o una copa de vino. Un anuncio de febrero, 1869, declaraba que en el Hotel Nacional –calle de San Francisco, o sea: Plateros, o sea: Madero– había un “café surtido de los mejores vinos, licores y conservas y una mesa de billar”. El café se puede evitar en el ritual de tomarse un café pero no es posible evitar la conversación, que puede derivar en la conspiración o en la discusión filosófica o en el tóxico gobierno del chisme o en la confesión tremenda. (Ninguna de las cuatro excluye necesariamente a cualquier otra.) Según esto, Miguel Hidalgo fue al primer café de la ciudad de México, el café de Manrique, en la calle del Empedradillo esquina Tacuba, a cascar rabias contra el dominio de España. Todo el mundo sabe que en el Starbucks de Altavista cuando menos tres morras han perfeccionado sus lecturas de Bertrand Russell y que los poetas de dos “editoriales independientes” intercambian chismes misóginos en el Blend Station de avenida Tamaulipas. 

(Ya nada queda de Gutiérrez Nájera en el Café de la Concordia, que también estuvo en Plateros, “con su flux claro, levita cruzada, gardenia en el ojal, fumando su puro, bebiendo a sorbitos su coñac”; ni de Tomás Segovia en el café Chufas, que estuvo en la calle López, probablemente la calle más bonita de la ciudad de México. “Soy un señor que escribe en los cafés sin ningún pudor, sin ningún temor, sin ninguna aureola –dijo por ahí ese poeta máximo, el más fino de los exiliados–. Quienquiera me interrumpe, todo mundo, y me dejo interrumpir… ando por ahí, me suenan cosas, me siento en un café y escribo.”

Continúa este paréntesis: Tomás Segovia escribió una carta, una bisutería de versos pareados para Antonio Alatorre. Ese poema/carta sucede, si se puede usar ese verbo, en el café Chufas, calle López, hoy también Vía del Exilio Español. (La calle “que tan completamente fosforiza a su clientela”, según un cronista en 1946.) Cuenta Segovia que admiraba el “precioso señuelo” de una chica que solía sentarse a leer en la mesa de enfrente. Él no se atreve a hacerle conversación. Pasa el tiempo. “Mis versos y mis sueños sé que son poca cosa; / es la historia de ella la que es maravillosa.” Un buen día, un día extraordinario, la muchacha se pone a leer un libro nuevo: es Terceto, de Tomás Segovia: “Un poeta ve así su destino completo. / Se escribe año tras año sólo para ese instante, / y un buen día ahí está, desnudo y palpitante.” Sigue la historia, que ya se imaginarán y si no se la imaginan léanla. Está en la sección ‘Bisutería [1950-2001]’ de Cuaderno del nómada de Tomás Segovia. Cómprenlo acá. Ahora sí se cierra este paréntesis.)

Gutiérrez Nájera, Tomás Segovia, Amparo Dávila: los poetas han sido personajes unidos a los cafés en nuestra sencilla mente chilanga. Hidalgo en el café de Manrique, conspiradores anti santaannistas en el Café del Cazador y “escoceses” en el Café del Águila del Oro, polkos rebeldes en el café La Bella Época: el conspirador también es parte de la idea de la ciudad y el café. Hay muchos otros personajes de café. Los universitarios que discuten en equipo y no deciden quién expone primero mañana en clase de 7. Otro personaje: el que parece que está trabajando, día con día, en un Starbucks o en un Cielito Querido. (Antes los cafés para trabajar con una computadora en la ciudad se llamaban cyber cafés. Luego dejaron de servir café, y poco a poco fueron desapareciendo. Quedan unos cuantos, sobre todo en las cercanías del metro Insurgentes; ya no trabajamos ahí, pero los ocupamos para ver pornografía en “total discreción”. Al final de 2019, antes de que este tiempo cayera sobre nosotros como una mala noticia inagotable, compilamos en HojaSanta varias decenas de cafés para trabajar o fingir que se trabaja. Hoy da una risa algo inconveniente pero “Muerte a la oficina!!” era un grito probable en diciembre, 2019.)

~

Esos personajes existen hoy mismo y volverán a su auge cuando haya cafés y universidades nuevamente. Otros han desaparecido para siempre, como tantas cosas. El gorrón que entraba al café a leer periódicos de a gratis es uno de los desaparecidos. Hay una queja publicada en El Sol en 1832: “Concurren a los cafés algunos individuos tan poco cultos, necios o malcriados que luego que llegan se apoderan se apoderan de los periódicos como si los hubieran de leer todos a un tiempo.” Algunos, “los más groseros”, los leían en voz alta en busca de trifulca. Los cafés eran invernadero del zipizape, de la trapatiesta. Se extraña su amable descortesía. He aquí otro tipo que asediaba los cafés hacia 1855: el jugador de ajedrez. Era un clásico, si les creemos a relaciones de tercera o cuarta mano.

Los mexicanos pintados por sí mismos, 1855

Los mexicanos pintados por sí mismos, 1855

Hay un ajedrecista en un poema del siglo XIX, todo él rimado en -é. Es moroso este personaje; se está quedando calvo (si lo piensan, en realidad todos nos estamos quedando calvos):

Las doce eran de la noche,
Al menos en un café,
Donde solo un concurrente
Siempre á estas horas se ve.
Es un hombre en cuya calva
Se cruzan ocho más diez
Cabellos, como las líneas
En el juego de ajedrez.

El ajedrecista era un solitario. Jugaba y rumiaba tratando de vencer a su propio espíritu. Gritaba de pronto, cuando lograba trazar un mate de la coz contra sí mismo:

No está el sosiego en sus manos,
No está el sosiego en sus piés:
Derrepente jaque mate!
Le grita yo no sé a quién.

(Hoy igual que siempre existen treinta y seis personas que están salvando al mundo. Son los tzadikim nistarim: “los rectos secretos”. “Su misión es justificar el mundo ante Dios.” No se conocen entre sí y verosímilmente son pobres o muy pobres. Si uno de los treinta y seis llega a saber que es un recto “muere inmediatamente y hay otro, acaso en otra región del planeta, que toma su lugar”. Si no fuera por ellos, Dios aniquilaría al género humano. Muy al final de 2019 murieron dos al mismo tiempo: una mujer y un hombre, sin relación alguna, asesinados cada uno en su pequeña parcela de este mundo. Dios apartó la tierra del hueco de su santa mano. Ustedes lo habrán notado. Luego, pero no inmediatamente, otra mujer y otro hombre tomaron sus lugares y estos meses de los que todavía no nos consolamos fueron resultado de ese minúsculo desequilibrio. Estos treinta y seis son también llamados, sencillamente, los justos. Son nuestros salvadores pero no pueden saberlo. Un poeta localizó a un par de ellos en 1981 y los guardó en un verso: “Dos empleados que en un café del Sur juegan un silencioso ajedrez.”)

El más grande de los snobs es también un personaje de café: el barista. Del otro lado de la sencillez inmediata del viejo poeta y del otro lado de la barra insoportable está la insoportable mamonería del barista insoportable. (Y a su diestra: la intratable mamonería del catador de cafés.) Algo tuvo desde su llegada el café: algo de segregación, de exclusión. Tuvo su propio apartamento; su decir: ustedes no caben. Hay una como necesidad de distanciarse cuando se habla de café. “El café, que es ya el complemento necesario de una mesa, aun entre las gentes de menor esfera…” En el café hay una como inspiración hacia lo que nos separa, lo que nos hace menos parecidos a los otros. “Hay diversas clases de café, que el verdadero gastrónomo debe conocer, como el Martinica, el Borbon, el Cayena.” Una chef mejicana se jacta en un periódico de no usar café marca Nespresso, mientras que un usuario de Nespresso tendrá el honor de sentirse separado, hacia arriba, del pobre que consume Nescafé. (La chef esgrime razones ambientalistas. Cosa sabida: el calentamiento global es también asunto de clase.) Ya cerró pero Rococó Café se especializaba en la hostilidad del barista insoportable. “El buen café no necesita azúcar y el mal café no se la merece” decía uno de los mantelitos de ese lugar. Su especialidad era negar servicio. “El cliente no tiene la razón.” Rococó estaba en las orillas del parque España. Almanegra Café está en la Narvarte, y todo en Almanegra tiende a lo antipático. También a lo santurrón y, peor, a lo incomprensible. Uno de sus muchos letreros dice lo siguiente: “La construcción semiótica de Almanegra es resultado del sincretismo de los símbolos alquímicos y masones en remembranza al rito, la ceremonia, al culto, a la búsqueda de la sabiduría, pureza y verdad.” Acaso la pandemia los haya bajado a coscorrones de su torre de ébano. 

© Claudio Castro

© Claudio Castro

(El barista actual es heredero de una larga tradición de contrariedad. Ya en un número de abril de 1711 los editores de The Spectator en Londres escribieron: “De todos los estilos de Arrogancia, ninguno hay en que se tienda más al Error que en el del Servicio de las llamadas ‘Casas de Café’, y siempre por Ambición de Excelsitud.” El barista snob de la ciudad de México tuitea cosas como esta: “Usted toma vino, no vinagre. Pues bien, yo tomo café, no crema ni edulcorantes”; bloguea, aparece en podcasts cultivando su derecho a ser insufrible; y por supuesto trabaja en cafés. ‘Coffee snobbery is perilous’: el esnobismo cafetero lleva al camino de la intolerancia, a la aislante superioridad, primero, contra el café del pobre o del considerado ignorante; después, contra el pobre mismo y contra el considerado ignorante. Hay un peligro siempre atrás, latiendo insistente y necio como el corazón en cafeína.)

 
 

~

Los personajes del café necesitan su espacio: el café. Es bonita esta suma de un cronista: “La nueva idea de sociabilidad: el intercambio de críticas y opiniones habría hallado un recinto propio: el café –y un estímulo insuperable: el café.” El café “suaviza las fatigas de la digestión”. El café “ensancha” el corazón del hombre, dice un diccionario del siglo XIX, “inspira agudezas á su espíritu y enciende su imaginación. El hombre que tiene talento en ayunas es un genio después del café”. La multiplicación del lector y de la lectora de café terminó con lo inevitable: el nacimiento de la cafebrería. (El Péndulo de la Condesa no fue la primera pero ha sido la más persistente, como una mancha de café con leche en la camiseta blanca; también están, si la pandemia los ha perdonado, la Cafeleería en Taxqueña, Camino a Comala en la San Rafael, la Rosario Castellanos del Fondo, donde estuvo el viejo cine Bella Época…) En el siglo XIX había cafés-neverías, tívolis y cafés cantantes, que persistieron hasta mediados del siglo pasado. Ahora las neverías, como Roxy en la Condesa y en el Centro o las decenas de Santa Claras que hay por la ciudad, suelen tener café. Pocas cosas más sabrosas que un affogato: espresso doble + helado de vainilla. (Si puede ser vainilla con cardamomo, mejor aún.) Existen los cafés que fueron o se inspiraron en fuentes de sodas. El ejemplo clásico es el de Sanborns, muy en particular el de los Azulejos. Más de un poema ha sido escrito pensando en este lugar. ‘La balada de Sanborns’ comienza “A poco nunca te han plantado en Sanborns / plantado mas danzante / es lindo”, e incluye estos versos:

El SMS de tu Nokia añoso
es un epitafio sideral.
No tenemos nada de que hablar,
d q hablar d k avlar.
Y la soledad se instala en tu Talavera.
Te taladra el hipotálamo tehuano,
activa la trompeta apocalíptica
de los osos de peluche chinos
del departamento de regalos.

La verdad es que no es tan lindo que te planten en Sanborns. Ni en Vips ni en Toks ni en el viejo Pic-Nic, que de alguna forma comparten género. (También muchas cafeterías de universidades están como inspiradas en la fuente de sodas, aunque sus sodas no provengan ya de fuentes. La cafetería de Ciencias Políticas, ciudad universitaria, es famosa porque desde su techo Héctor Gama, “mejor conocido como El Chilito”, vio llegar los tanques del ejército a la universidad el 18 de septiembre de 1968. “Le cabe esa pequeña gloria.”)

Hay otros géneros de cafés, que no se excluyen entre sí. Hay cafés de molino, como El Villarías en el barrio de San Juan o El Jarocho en Coyoacán; cafés-panadería como Rosetta o Patisserie Dominique, ambos en la Roma; cafés de especialidad como Costra en la Narvarte o Buna. Hay cafés que se agrupan por su clientela buscada, como los cafés para ciclistas Mi Cafetería Ciclista en Tlalpan y Golden Ratio en la del Valle; o los cafés de olla que se acomodan afuera de los mercados en las semanas previas a la navidad; o los cafés que específicamente se dirigen a clientes LGBTQ+, como Las Virreinas, atrás de Plaza Universidad, que después se llamó Café Ellas/Nosotras y es una café hermana de Producciones y Milagros Agrupación Feminista. El café ambulante, en grandes termos Coleman, suele atraer al oficinista matutino, a la doña formada en los trámites de la SRE o al pobre cabrón olvidado por su gobierno –el gobierno que ha traicionado el único pacto que estableció con sus ciudadanos–, el pobre cabrón que tuvo que ir a formarse a alguna clínica covid a las seis de la mañana nomás para que le dijeran que no, que ya no hay espacio, que suerte para la próxima. Como ya sabemos, casi nunca hay próximas. 

(Hay cafés ambulantes nocturnos; suelen ir en carritos del súper. Por 20 de Noviembre se escucha su pregón. Dice cantadito:

Pantecafeeeeé
Pantecafeeeeé.)

Los cafés también pueden agruparse por sus orígenes percibidos o inventados. El Mozart, que increíblemente sobrevive en Plaza Satélite, es “vienés”. Hay cafés libaneses, como Jekemir o el pequeño café adjunto a Al-Andalus; hay cafés medio franceses como Nin, Milou y Café Regina; hay cafés brasileños como Do Brasil La Balsa en la Doctores, cafés medio japoneses como Himawari o Raku y coreanos como Baking Stories en la Juárez. El Café Toscano, que fue acaso el primero donde se vendió la marca Illy en la ciudad y en la preciosa esquina de Michoacán y avenida México, no necesita que le señalen su origen. No es extraño que el chilango llame “café de chinos” a cafés como La Pagoda o Chung King porque el racismo anti-chino está acendradísimo en la ciudad de los prejuicios. (Nadie llama “café de franceses” a Milou ni “de italianos” al Toscano, por la sencilla razón de que la nacionalidad de lxs dueñxs no tiene ninguna importancia.) Cafés como Pagoda, El Popular y otros chinos también suelen ser panaderías. 

También existen, evidentísimamente, cafés de cadena. Pueden ser respingados como el de City Market, de medio pelo como Cielito Querido, de bajo pedorraje como los de Super-K, Oxxo y 7-Eleven (la dona natural del 7 es invencible, ciertamente) y cafés inevitables como Starbucks, cuya aparición en cualquier lado puede ser señal de que ese lado ya pasó a una gentrificación de la medianía. Se dice, y quien lo dice tiene razón, que un Starbucks puede salvar cualquier esquina maldita. 

La inteligencia promedio ve la gentrificación con malos ojos. Ve una pérdida simbólica, por ejemplo, en la muerte del café Trevi, que estuvo varias décadas en el costado poniente de la Alameda para que terminara sustituyéndolo un edificio de coworking llamado Público. Los dueños del Trevi convocaron a un notorio llanto compartido conforme se acercaba su cierre. Mientras tanto, los abogados de Público sacaban a coces a los ancianos que aún habitaban los departamentos de mierda del edificio aquel. Pie pequeño en busca de algún valle encantado, la ciudad nunca deja de avanzar con su paso de saurio en extinción. La queja bien erguida del cronista; el tigre a dieta; el cura reciclado; la bolsa verde abierta de fauces para recibir la caja inmortal de poliestireno; el rol de guayaba; el nespresso, el nescafé; la ría de sangre que viene arrastrando caras muertas; esta concatenación de frases:

En el Café Trevi, las sillas de vinil rojo parecieran las mismas de hace cuatro décadas. Las enormes ventanas están ornadas por un laurel, la planta que nunca deja de reverdecer, del mismo modo en que el Café se enorgullece de estar siempre abierto, inclusive los días posteriores al terremoto del 85: rodeado por el desastre y la muerte, el Café Trevi se convirtió en emblema de la ciudad heroica.

El café es también un color de café. “El cuidado de tostarlo –decía un cocinero en la ciudad de México de 1888– nunca debe abandonarse á manos subalternas.” La bondad del café y su color dependen de su tueste, “su verdadero punto”. A esta color “no se ha dado un nombre fijo”. Es “enteramente diverso del que se llama pardo: los Franceses le dicen color de barba de capuchino, los Españoles leonado, otros achocolatado, y generalmente color de café, que es el más propio”. Pero es cierto: si se dice que el café tiene color de café “no sabrian los lectores de cuál color debe quedar el café en su verdadero punto”. Entonces, “el nombre que con mayor exactitud lo designa es el mejicano quappachtli, ó color de lama, que vulgarmente llaman cuapaxtle”. El color de café, el color café, también es ambiguo: circular, volteado hacia sí mismo, mordiéndose la cola color café. Es un color inasible como el líquido del café y a la vez reconocible como las cosas cafés.

El café es un color y un espacio, y curiosamente el espacio del café puede estar dedicado a la jornada laboral. Trabajar en un café es tal vez la forma menos desagradable de trabajar. (Ya lo habíamos dicho. ¿Cierto?) Pero el café es también una intervención del ocio en la jornada laboral. Es pausa. Es no hacer nada más que tomarse un café. Coffee break le llaman; en alemán, Kaffepause. No importa no beber café en ese break o en esa pause: el receso está implícito en el sonido ‘café’. “Qué fortuito es el café de la oficina”, dice un ensayista. “Bien puede uno ser empleado de una empresa tacaña. La oferta entonces consistirá únicamente en un frasquito de esos polvos solubles cuya invención se disputan varios… En esa oficina habrá cucharita plástica, sobres de crema y poco más.” O quizás sea uno empleado en “una empresa de manga ancha que pondrá a disposición del personal tazas rotuladas, una plétora de accesorios, edulcorantes, cremas y la babélica cafetera de veinte litros y una máquina de espresso cada mañana”. Naturalmente, hay lugares de trabajo que omiten del todo esta prestación. “A éstos, maldición eterna.” En la oficina, todo el proceso –de la selección de la taza al primer sorbo ya en el cubículo– dura menos de dos minutos. “El café de oficina, cuando lo hay, es puro chasquido de dedos.”

(En febrero 2020 se aprobó o pareció aprobarse un acta. Los patrones podrían descontar del sueldo de sus empleadas y empleados los minutos que pasaran durante el día en pausas de café y cigarros. Luego vino la gran plaga y aplastó con su bota indiferente a los patrones. Café y cigarro en mano, la vida se nos volvió este incesante sálvese quien pueda. Ahora los patrones tendrán que pagar la luz y el internet de sus empleadxs en home office. Ni pedo, chavos.) 

El café es una pausa en la sintaxis de la vigilia. En la prosa del día el café es el espacio entre el punto y el aparte; en el verso del día el café es la pausa que obedece a imperativos rítmicos: regularidad, medida, artificio. El café es cesura también: taza silente que une dos hemistiquios de la jornada. Más cerca de la noche el café es otra forma de pausa: la que interrumpe nuestro descenso al cívico sueño del conforme. (En Izazaga, junto al metro Isabel la Católica, existe o existió un restaurancito; se llamaba Pausa… Café. Su slogan era: “En la Pausa… un Café”, sin duda una de las grandes frases publicitarias de la historia, acaso sólo por debajo de “Recuérdame”, de Gansito, tristísimo ruego y despedida dichos al mismo tiempo.) Hay algo en el café que es suspensivo: es un durante que existe como un detenerse en el tiempo o como una marca en el tiempo: algo que cuelga, que se sostiene; hay algo en el café que implica esta detención: este péndulo que por unos minutos no pendula: sólo pende. Son los minutos que dura lo durante: el café.

El café es ambiguo; líquidamente es imposible de asir. Es una etiqueta, una marca del día (¿qué es una marca del día sino un reloj?), un calendario o un almanaque. El café indica las 9 de la mañana, las 11, las 4, las 7 y las 9 otra vez (¿qué es un reloj sino un ritmo, qué es un ritmo sino una sucesión de acentos y de pausas?). Hay quien considera que el café, mejor dicho su sustancia activa: la cafeína, propicia inquietud y temblores; dolores de cabeza; mareos; ritmo cardiaco rápido o anormal, si es que lo normal puede ser establecido entre la gente no-normal; deshidratación; ansiedad; dependencia. Y más que ninguna otra cosa: el café viene con insomnio. O eso nos dicen. Dicen que el café dibuja el lunes como un cuadrado perfecto, delinea el miércoles porosamente, a la mañana del viernes le pone un hastaquí y a la tarde del viernes le impone un desdeaquí para volverse noche y hacia el final del domingo produce un sendero color pardo venado que desemboca en la semana inglesa: la semana del ciudadano, roto otra vez por el martillo, partido a la mitad por la hoz del día con día: el ciudadano sin su siesta otra vez, sin la migaja federal de su descanso.~ 


Algunas notas sobre fuentes

El problema filosófico u ontológico del café está en Food Philosophy: An Introduction de David M. Kaplan (Columbia University Press, 2019). Mariana Ortiz sobre el café del abuelo: HojaSanta, enero, 2021. El anuncio del Hotel Nacional y la frasecita sobre Guitérrez Nájera están en Los cafés en México en el siglo XIX de Clementina Díaz y de Ovando (UNAM, 2017), libro utilísimo aunque escrito muy al ai se va. ‘Retrato de poeta en el café’ es un obituario de Enrique Krauze en recuerdo del grandísimo poeta Tomás Segovia. Sobre conspiradores en cafés hay que leer ‘Los antiguos cafés. Espacios de encuentro político y social en el siglo XIX’ de Guadalupe Lozada León (Relatos e historias en México núm 124, diciembre, 2018). Sobre el ajedrecista en el café: Los mexicanos pintados por sí mismos, 1855. Yo conocí a los tzadikim nistarim en El libro de los seres imaginarios de JL Borges en colaboración con Margarita Guerrero. Ahí los llaman ‘lamed wufniks’. El poema ‘Los justos’ también es de Borges; apareció en La cifra, 1981. Sobre café y “las gentes de menor esfera”, y después sobre el color del café: El cocinero mexicano, 1888. ‘Coffee snobbery is perilous’, de Josh Ozersky, apareció en Time en septiembre, 2012. La anotación de la UNAM está en 68 (1991) de Paco Ignacio Taibo II, que solía ser escritor decente. Lo del Café Ellas/Nosotras viene en Tortilleras Negotiating Intimacy. Love, Friendship, and Sex in Queer Mexico City de Anahi Russo Garrido (2020).El párrafo sobre el Trevi está en Elogio de la calle. Biografía literaria de la ciudad de México 1850-1992 de Vicente Quirarte (2001). Pueden leer acerca de las ojeteces de los abogados de Público en Pie de Página y muchos sitios más. Pablo Duarte escribe sobre el café de oficina en ‘El oficinista en el hogar I’, texto recopilado en Arbitraria. Muestrario de poesía y ensayo (2015).