Imaginen que esto es un ensayo sobre tomar café

 

por Mariana Ortiz

Aunque en realidad sea un ensayo sobre la futura muerte de mi abuelo.

La mañana de mi abuelo es rutinaria, predecible. En algún momento de la séptima década de vida a los adultos mayores les es imposible permanecer dormidos más allá de las seis de la mañana. El abuelo despierta como si dentro de su cabeza se encendiera una alarma. Baja las escaleras de su casa en Coapa, entra a la cocina y vacía el café molido marca Gila en una cafetera Oster, negra y brillante, sobre uno de esos filtros de papel (cuya forma de círculo con holanes me parece muy curiosa y linda, como una nube o una falda), coloca cuatro tazas de agua, la enciende y la deja trabajar. Regresa al cuarto, no sé si a la cama o al sillón donde luego pasa las tardes viendo la televisión, a bañarse o a despertar a la abuela. 

El olor del café permanece, se estanca en el aire, en el tiempo: espiral aritmética, fluir sin cesar, como una fuente que cae interminablemente sobre sí misma, de modo que ascenso y caída se funden en un solo movimiento: hacer café.

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El autor de este particular café no sonríe mucho; está como adormecido, serio. No cede ante el asombro. Es silencioso, su cara brilla con el resplandor de la pantalla con algún programa de cocina o de detectives. Habla como regañando a quien se dirige, firme. Su tos rasposa a veces lo interrumpe. Por las mañanas usa una pijama de cuadros de franela. Para él todos los días son lunes de puente, fin de semana largo, 16 de septiembre, primero de mayo. Por las tardes, si es día de quedarse en casa, se pone una camisa y un chaleco para el frío; si es día de salir a comer (cuando se podía salir a comer), también. No habla cuando maneja; no habla en la sobremesa. Solo suelta una carcajada si algo es exageradamente chistoso. Él es el que propone poner el café cuando comemos pan dulce, recién llegado de la panadería.

Vivo y no vivo en casa de mis abuelos desde que mi madre, embarazada a los 19, no supo qué hacer con su carrera a medias y una recién nacida en sus brazos. Cuando comenzaba a perfilarme para entrar a la universidad mis abuelos me adoptaron de tiempo completo en su casa. La rutina de todo ese tiempo siempre incluyó cafés por la tarde con pan dulce o pasteles de El Bollo. La casa de mis abuelos fue construida sobre cimientos de cafeína y azúcar. 

Cuando me mudé a mi primer departamento –un cuarto al que apenas le cabía una cama individual, un escritorio y un baño propio perfectamente descriptible– no tenía dónde preparar café. Alguien me había regalado una prensa francesa que conservo hasta hoy, estatua guardiana de la alacena, e intenté replicar en esa prensa el café de mi abuelo con algunos gramos de Buna. Fracasé. No supe en qué momento poner el agua hirviendo en la prensa ni la proporción de agua por café, y me salió un brebaje más amargo que aguado y bastante más aguado que potable. Ni la leche ni el azúcar lograron arreglarlo. Ese fue el insípido debut y la ya polvosa despedida de mi prensa francesa.

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Luego, descubrí que mi abuela guardaba una cafetera nueva, pequeña y blanca, encima de su refrigerador. Se negó a regalármela pero me dijo que me la prestaba por un tiempo (el adverbio de modo se lo agrego yo). La he colocado junto al tostador en el nuevo departamento –sin baño propio, compartido con otras tres personas pero con un espacio para escribir–, y todavía me olvido de que está ahí.

En realidad no descubrí la cafetera: la encontré chismeando en la cocina. El chisme es naturaleza humana y naturaleza de tomar café. ¿A qué llamamos chisme? Al invento hiriente y a la mentirilla sin consecuencias; a la falsa noticia y a la noticia adelantada pero verificable; al cotilleo, a la habladuría; a la conspiración revolucionaria entre señoras en Café O o señores barbados en el Café La Habana. A toda plática entre confidentes. A hombres y mujeres reproduciendo la radio rumor: radio parcial, exagerada, tonta, divertida, amarilla, rosa, roja, democrática, traidora, tremendista, tremendamente real. El chisme: amistoso, mojigato o hipócrita. El puñal en la espalda; el pedazo de vidrio oculto en un pastel de Contramar. Vamos a tomarnos un café que te tengo que contar un chisme.

Pienso de repente en el café que serviremos en el funeral de mi abuelo. Son las seis de la mañana, llega el momento de bajar a la cocina y prender la cafetera. El ritual es el ritual hasta que un día el reloj se detiene porque no hay nadie que prepare el café siguiendo la fórmula correcta. Pienso en todos los cafés servidos en todos los funerales del año de la gran plaga,  lleno de muerte y cafeína administrada desde casa en cinco, siete, once paredes sin opción a rehabilitación. Cada día que mi abuela prepara café es un día más cercano al que no sabré qué hacer sino llorar frente a la tumba de mi abuelo.

También pienso en el café del 7-Eleven y del Oxxo. Son, o eran especialmente en la dieta del oficinista pre-cuarentena, una alegría de 18, 19 pesos. Una alegría que se duplica si estamos crudos y ese café, demasiado caliente, nos revive. Cuando hay tantito más dinero, el café americano asciende a café con leche o con vainilla o con canela o a café moka o, ya en la cresta del aguinaldo, a café con Reese’s o con Bailey’s. ¿Hay algo más esperanzador que un café de menos de treinta pesos? (Sí lo hay: que vacunen a mis abuelos contra el covid.)

Con cada sorbo de café me trago palabras sobre la muerte de mi abuelo. Tiene 69 años e hipertensión. Su ácido úrico se descontrola a veces y no puede caminar bien. Su cuerpo cada vez acumula más dolores, más ganas de quedarse horizontal, en cama, de dormir. De olvidar. Otro sorbo y ambulan en mi mente fragmentos de una escena futura en la que me avisan que mi abuelo Ramiro se ha ido al hospital, que ya no hay pulso. Un sorbo más y prefiero mirar hacia otro lado, buscar otra taza de café, chismear en otra cocina, en otra familia, en la oficina burocrática en la que no trabajo. En mi mente se derrumba la casa de Coapa. Las mañanas de café son bolsas vacías. Tereftalato de polietileno. Vuelan hacia nada los filtros de café en forma de falda invertida. La muerte huele a café amontonado de hace tres días, quemado, olvidado en la cafetera. 

Estoy encontrando la fórmula para replicar en mi casa el café del abuelo. Debería ser fácil: uso la cafetera blanca que mi abuela me heredó en vida y ya compré café marca Gila. Intento repetir la rutina cada mañana. La ecuación no es perfecta; cambia todo el tiempo. Mi abuelo se va a morir. Pero preparar café es un salto de fe en su inmortalidad. Un brinquito de fe. Una forma de decirle no quiero que te vayas sin realmente decirlo.~