Herencias y ausencias

 

por Luis Reséndiz

He de confesar que desde temprana edad soy adicto. Pocas cosas me heredaron mis abuelos además de una fe quebradiza, pero entre esas pocas cosas podemos contar una desenfrenada afición a la cafeína. Mis abuelos, acaso ignorantes de los inconvenientes del insomnio, tomaban sendas tazas de café a las pinches ocho, nueve de la noche, viendo la televisión mientras cenaban panecito. A mí me encantaba sentarme con ellos y mordisquear un pan dulce mientras les estaba jode y jode con que me sirvieran cafecito porfa awelita una tacita nomás abue ándale! En teoría, mi madre prohibía que me sirvieran café –“el café no es para niños”, decía, con esa argumentación férrea e inasible que solía blandir para imponer su voluntad–, pero mis abuelitos –con esa casi que incontenible tendencia que tienen los abuelos al alcahuetismo– pronto comenzaron a hacerlo. Café negro con dos cucharadotas de azúcar, tal y como se sirve en Veracruz, o con un chorro generoso de leche condensada, como también se toma en Veracruz y, felizmente, en las calles de la Ciudad de México. (Una vez una doctora me ordenó no tomar café. “Nadie puede prohibirte tomar café, es tu derecho como veracruzano, está en la constitución”, me dijo Alaíde en un tuit alguna vez.) 

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Hace unos días hubo una de esas fake news que saben a realidad: la pandemia habría orillado a cerrar, de una vez y para siempre, el café de La Parroquia, la cafetería activa más antigua del país o al menos una de las más antiguas, con la probable salvedad de algún café rinconero oculto en una oscura esquina del centro de la Ciudad de México donde todavía se dan cita mercenarios, meretrices y mercaderes. Fundado en 1808 –antes incluso de que Hidalgo soltara aquella famosa interjección doliente–, el antiguo café de La Parroquia ha soportado lo mismo a Iturbide que a Díaz, a Salinas que a Calderón, a López Portillo que a otros cuantos presidentes. La Parroquia ha aguantado lo mismo crisis que invasiones extranjeras que huracanes; su permanencia en el puerto de Veracruz tiene ya menos que ver con la calidad del café que con su función social, como ya apuntó el periodista Juan Eduardo Mateos (citado en este cartoncito jarocho). 

Me voy a ir más lejos: aunque La Parroquia tiene como lema “El café como debe ser”, lo cierto es que ese prescriptivismo nunca ha sido tomado en serio. El café en La Parroquia se sirve con harta leche casi ebullescente, parámetro que alcanza desde ya para decir que el café ahí no se tomaba como debía ser, al menos no de acuerdo a los parámetros del deber ser del café más o menos asumidos entre bebedores y catadores de café y baristas, pero lo más importante es que eso no importaba. El café de La Parroquia se tomaba como debía ser tomado en La Parroquia y nada más: cada cafetería puede crear su propia personalidad, su propio deber ser subjetivísimo, y La Parroquia tenía bien creada esa personalidad. La calidad de su café estaba intrínsecamente ligada a la tradición veracruzana del café lechero –que ni tan veracruzana, pero eso es tema para otro newsletter–, y su importancia estaba vinculada de forma también indisoluble al factor social del lugar, donde la gente, famosamente, se iba a sentar “a arreglar el mundo”. Que el sabor de las cosas que se beben y se comen provenga exclusivamente de las cosas que se beben y se comen es una falacia de no pequeñas dimensiones. Recuerdo la primera vez que fui a La Parroquia, de niño, en uno de los muy escasos viajes de vacaciones que realicé con mi familia, montados en el Palomo –un Volare de la Chrysler que mi padre atesoró por años hasta que la vida lo obligó a dejarlo, medio inservible ya, botado en la calle, expuesto a las inclemencias del sol y los inviernos–, sentadito yo a la mesa parroquiana y contemplando embobado como se contempla un ritual o una epifanía la costumbre de llamar al mesero tocando el vaso con la cuchara, rintintín, para que el mesero, enfundado en su traje de pingüino, llegara a verter una leche incandescente en un vaso con uno o dos shots de espresso, levantando una columna de vapor que se enroscaba hacia el cielo veracruzano mientras la leche se teñía de un dulce color marrón.

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Pero me estoy yendo de nuevo por las proverbiales ramas. Es la pandemia, que me tiene nostalgicón. Le decía que mis abuelos me heredaron la tolerancia a la cafeína y el ritual de tomar café de noche. Estas cosas las pienso mientras estoy sentado a la mesa, a las once de la noche, seguro de que me puedo empinar esta taza de café que me estoy empinando y aun así caer dormido como un bendito en una hora. Ya no le pongo azúcar al café, por miedo a también heredar la diabetes de mi abuelito. Tampoco le pongo leche, o no muchas veces, salvo cuando me gana el antojo y compro una latita de Carnation para imitar, en la medida de lo posible, aquella textura cremosa del café que mis abuelitos me servían para ver las noticias o la telenovela mientras comíamos piezas de pan de la Lerdo. Pienso un poco también, no les voy a mentir, en la textura del mantel de la mesa de mis abuelos, irritantemente forrada de plástico, y pienso que no me importaría mucho morirme mañana si pudiera pasar otra noche con los brazos adheridos a ese pinche plástico mientras le doy de mordidas a un pan y veo a mi abuelito cenar y ver la tele, chopeando su café con una pieza de pan recubierto de azúcar. Habrán ustedes de perdonarme: es que yo extraño mucho a mi abuelito. Y también a los cafés lecheros de La Parroquia. Ya volveré a encontrarme con al menos uno de ellos. ~