#EspeciasMenores: El panqué de la memoria

 

texto e ilustración: Pablo Duarte

Ya no conozco a la abuela que sabía hacer este panqué. Pasé mediodías en su cocina importunándola a ella y a su esposo, mi abuelo, mientras forcejeaban con algún platillo para la comida. Yo les pedía que me contaran anécdotas de infancia y ellos me ignoraban con esa calidez de los familiares cercanos. Discutían poco y daban por hecho mucho más. No era una cocina pedagógica; era la cocina de una casa de dos viejos muy amables y muy independientes que sabían de sazón sin grandes caireles. 

Lamento mucho que les aprendí muy poco y ahora, encima, los recuerdo mal. La muerte es implacable de muchos modos y, entre tantos, se confabula con la memoria para emborronarlo todo. El esposo de mi abuela hacía unas sardinas de sabor muy penetrante con algunas especias ignotas que seguro probé una vez y por remilgoso dije No más. También preparaba pulpos en su tinta que ahora no recuerdo a qué sabían. Mi abuela hacía huevo en salsa verde, salpicón y una infinidad de platillos que ahora están todos mezclados en una olla mental de sabor indescifrable. Al lado de ese puchero hay un plato más o menos imaginario, cubierto con una servilleta de tela. Aquí sí se afinan los detalles. 

Debajo de esa servilleta, sobre azulejos azules y encima de un plato folclórico, hay un budín de plátano. 

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He estado buscando ese budín desde hace años. Con el paso del tiempo, el budín fue creciendo. Se convirtió, como sucede, en un archivo de una infancia irrecuperable: la moneda con la que se paga la aduana a un tiempo mejor. Un tiempo inalcanzable. La ortodoxia sobre recuperar alguna memoria dice que el bocadillo tiene que ser madalena, pero en mi caso, Latinoamérica al fin y al cabo, el pan es de musa paradisiaca. Y aunque ya no sé bien cuándo fue la última vez que lo probé, el fulgor más vívido de la despreocupación infantil, del abandono al gozo de ser, estuvo acumulándose en el recuerdo preciso de la consistencia, el peso, la acidez, la saturación y el dulce de ese budín. ¿Cómo no querer volver a hallarlo? Mejor ahí, aprender a cocinarlo. Toma eso, Marcel Proust. 

La receta –estaba registrada dentro de una agenda de años pretéritos de tapas color koala– está perdida en el pasado de la familia. Impedido para cocer una masa de harina por una falla en el horno del antiguo departamento, las pesquisas se hicieron perezosas y solo me conformé con la nostalgia: qué bueno era el budín de plátano de la abuela. La búsqueda el panqué podría haber sido más dramática: una expedición documentada con cámaras de mano hacia el sótano de alguna casa en busca de esa agenda empastada color koala. Una serie de discusiones apasionadas con revelaciones inesperadas cuando todo parecía empantanado. Algo más. Lo único que hubo fueron preguntas adormiladas, respuestas imprecisas. Hace unos días, recién puesto a punto el horno del nuevo hogar –un armatoste de los años setenta, sin indicadores de temperatura en la perilla y con una gran capacidad sonora para simular una catástrofe– pregunté por teléfono por el destino de la receta de la abuela.

–¿Cuál abuela? Yo preparaba ese panqué, ¿ya no te acuerdas? –fue la respuesta indignada de mi madre. 

No la tenía tan fresca –dejó de prepararla desde que éramos chicos mi hermano y yo– y varias llamadas después más o menos teníamos reconstruido el fósil de aquella legendaria preparación. Ya debía haber advertido que algo estaba mal en el transcurso de las llamadas. Hablamos un poco de sus padres, mis abuelos, recordábamos cosas distintas y no logramos ponernos de acuerdo –ella dice que el color de los azulejos de la cocina era amarillo y yo que eran azules, por ejemplo– y solo me quedó esa sensación triste que acompaña a las pérdidas. Recuperé las instrucciones para acceder a la infancia, sí, pero comprobé que eso que dicen sobre que la memoria es puro invento. Mi abuela es cada vez más mía, menos ella, mi abuelo igual, y supongo que así irá pasando con todas las personas que quiero y ya no veo. 

Dos tazas de harina. Cuatro (aunque ya le estoy poniendo cinco) plátanos maduros. Una cucharadita de vainilla. Dos huevos. Dos cucharadas de mantequilla. Tres cuartos de taza de azúcar. Dos cucharaditas de Royal. Creo que ya. Todo revuelto en un orden específico, y vaciado en moldes con espacio para que la mezcla crezca dentro del horno a temperatura considerable. 

Los tendrán ustedes, sin duda, alojados también en el cerebro: esa vívida impresión de un sabor que casi pueden convocar en cualquier momento. Para mí, el budín de plátano que resulta que no hacía mi abuela sino mi madre era eso: un sabor indeleble. Llevo cuatro intentos de panqué desde que recuperé la receta y aún no atino a hacerlo idéntico. En el primero el horno estaba demasiado caliente y se quemó. El segundo, termómetro mediante, ya salió comestible pero la azúcar mascabado cambió el tono y el sabor; la tercera y la cuarta versión ya se asemejan pero a una le faltaba sabor a plátano y la otra estaba poco airosa, era casi una galleta. Supongo que todos tenemos esa madalena inversa, ese recuerdo concretísimo y en apariencia inalterado que nos lleva a un mundo de acceso difícil. En mi caso, vamos por el quinto intento a ver si por fin, en medio de ese panqué de plátano encuentro el recuerdo nítido de unos viejos muy amables que cocinaban juntos al medio día.~


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