El nacimiento de una leyenda

 

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fotos: Ana Lorenzana

Existe una leyenda que inicia en una isla o una península en el extremo norte del mundo, en la última de las fronteras hacia arriba del planeta. Sus temperaturas son las más bajas antes de tocar el polo norte. (Después, más arriba, el frío ya hace imposible la vida humana.) Los hechos suceden en un pequeño pueblo gris de esa isla o esa península, un pueblo pescador de mares helados, también grises o casi negros. Sus habitantes, divididos en dos grandes clanes, han vivido en la discordia desde siempre. Su enemistad heredada es tan antigua que ya nadie sabe qué la desencadenó, qué enorme traición o qué pequeño malentendido está en su principio. Pero la rencilla es muy real y el odio debe mantenerse a toda costa y todos los días. Excepto un día.

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Verán. En la punta norte de la isla o la península hay una casa de madera –madera de fresno perenne o algún otro árbol resistente a estos fríos imposibles, aunque en climas más fáciles hablamos de pinos, así sucede con las leyendas–, alrededor de la cual pacen renos. Esta casa la construyó un hombre de gran tamaño, rubicundo, y ahí planeó una vida lejos de las rencillas y los odios diarios de los clanes del pueblo aquel. La planeó con una mujer, y juntos ella y él y los hijos que les diera el mundo serían prósperos (tan prósperos como lo permiten el frío y la carencia) y llegarían a la vejez y al final de sus días. El hombre era un maestro juguetero, que entonces equivalía a ser un maestro de la talla en madera y de la relojería, pues sus juguetes se animaban con cuerda. Cada madera de árbol que el maestro no usaba para alimentar la chimenea y el calor del hogar era usada para construir un juguete, pensado para cada hijo que llegaría en el futuro.

Entonces, en los peores fríos de un invierno inolvidable, la mujer enfermó. Todavía no había procreado hijo alguno. Luego, el día más frío del año, que algunos dicen (sin saber exactamente) era 24 de diciembre, la mujer murió. El hombre se recluyó aún más, guardó un silencio imperturbable, sus barbas encanecieron, todo él se tornó más rubicundo. Su nombre era Clos –que en algunos idiomas quiere decir ‘encerrado’ y en otros no sabemos, porque no es posible conocer todas las lenguas que se hablan sobre la tierra–, y se dice que desde entonces, en las noches del 24 de diciembre…

…se acerca a su Nespresso Barista, le coloca cien mililitros de leche semidescremada, le agrega cinco mililitros de jarabe de avellana (es navidad, amigos!) y presiona el botón Flat White. Luego, extrae 110 mililitros de Nespresso Nordic Black en una taza, la topea con la mitad de la leche, le agrega un poco de polvos de nuez moscada y repite la receta para quien sea que lo acompañe esa noche. No se puede estar de luto siempre, tampoco sean así. Menos con este maldito frío.~