Un elogio de la soledad navideña

 

por Luis Reséndiz; foto: Felipe Luna

El fin de año es apocalíptico. Lejos de la paz y la tranquilidad asociadas a esas fiestas, la realidad es una acumulación de compras apresuradas, carreteras ahogadas y jugueterías llenas de padres hiperventilantes al borde del colapso nervioso mientras sus hijos chillan por juguetes que no les serán concedidos. La diferencia entre el fin de año y el estado de emergencia está en el pavo y los romeritos y poco más, pero solo aparece ante los ojos de quien no se sumerge en el torrente. Para otros, el fin de año es una feliz turbulencia. Llegan el aguinaldo, el tiempo libre, las comilonas. La vida, como un regalo envenenado, se vuelve por unos días lo que debería ser a diario, y de ahí, de vuelta a la jornada infrahumana, a la galera con wi-fi, al cubículo anaeróbico.

A mí se me privó de dicha experiencia. Hace once años, mi madre me corrió de casa en nochebuena. Mi padre se fue de casa hace aún más tiempo, y su rastro se perdió como se pierden los regalos de los padres ausentes. Las cenas navideñas familiares desaparecieron de mi vida.

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No es mala experiencia. Tras la escisión, solo pude acometer la soledad, tarea difícil en un mundo que parece alejarnos, con su ruido y su rabia, de nosotros mismos. Empecé un viaje hacia dentro. Cada cena solitaria devino espeleología de mí mismo. Al principio solo me quedaba en casa —en alguna de las habitaciones maltrechas por las que transité desde el final de mi adolescencia hasta mediados de mi adultez— y veía una película. Inmerso en mi cuarto, comencé a alejarme de la estructura familiar de las cenas, de las ataduras que nos rodean en esas convivencias. Lleno de ese epifánico espíritu, me atreví a romper una de las grandes cadenas humanas: decidí ordenar comida chatarra en pleno 24 de diciembre.

Se debe hacer temprano: no hay que darle lata a los repartidores, esas malencaradas almas bondadosas que a menudo nos salvan del esfuerzo de buscar nuestros propios alimentos. Hay que marcar al Domino’s más cercano a hora decente, por ahí de la una o dos de la tarde, antes del ajetreo de nochebuena. Con el correr del tiempo di con la combinación ideal. Pizza de sartén, cuatro quesos, carnes frías arriba. Vegetariana o hawaiana también funcionan. Hecho esto, hay que seguir en el trajín del día como si no fuera una fecha particular: trabajando, perdiendo el tiempo en internet, limpiando. Hay que hacer todo hacia dentro, porque en la soledad aparece la noción de que todo lo que hacemos repercute en nosotros mismos, así que es mejor hacerlo con esmero.

Más o menos en media hora —no sé si aún exista esa nefasta garantía, pero sugiero no aplicarla a menos que se padezca de una incurable mezquindad—, el repartidor aparecía, como un santa clos que reparte carbohidratos en vez de juguetes. La propina debe ser generosa. Pudo ser uno quien tuviera que estar trabajando repartiéndole pizza a pendejos meditabundos demasiado pagados de sí mismos unas horas antes de nochebuena.

Una vez llegada la hora de la cena, se procede al cuidadoso recalentado de la pizza: en una sartén de teflón, sin untarle nada más encima, se tuestan unos minutos las rebanadas, por ambos lados. (Tostar la pizza del lado de los toppings es la máxima mejora posible a las pizzas industriales.) Listo: ahora solo hay que comer, de preferencia acompañado de un par de perros que se asomen bajo la mesa o recarguen sus cabecitas sobre las piernas o se suban a las sillas y ladren, molestos, exigiendo pizza. Es una mejora sustancial comparada con cenar con parientes hostigosos.

Las postrimerías de una cena solitaria presentan una oportunidad única para la introspección pública, para el callejoneo reflexivo y digestivo: el paseo deberá hacerse, después de cenar, después de haber visto, por enésima vez, Gremlins o Krampus, por ai de las diez de la noche. Una vez en la calle, el mundo parece contraerse, replegarse sobre sí mismo. El flujo del tiempo se limita a los interiores de las casas. Quedan ciudades y pueblos de calles vacías, donde las familias cenan en sus hogares —uno se asoma por las ventanas como vagabundo o fantasma, y a veces alcanza a tener atisbos de esas existencias—, cobijados por luces cálidas y peleas tan intensas que se sienten incandescentes. Afuera están el frío y la soledad, pero hagamos un esfuerzo y dejemos de entenderlos menos como una forma inferior de vivir las cenas navideñas y más como un paseo invernal, una experiencia silenciosa en medio del mundanal apocalipsis navideño.~