El mukbang en un mundo que se muere de hambre

 

por Luis Reséndiz

¿Es inmoral comer ostentosamente en un mundo donde tantos no pueden siquiera alimentarse? Me lo he estado preguntando y no estoy seguro de qué contestar.

Pero hay una institución que sí está segura de la respuesta: el gobierno chino.

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Xi Jinping lanzó la campaña Clean Plate hace unas semanas. Su objetivo es reducir el desperdicio de comida, un problema, asegura Xi, sobre el que la crisis de covid-19 “ha hecho sonar la alarma”. Xi instruyó entonces a los medios estatales, incluyendo las agencias noticiosas, a publicar artículos y reportajes críticos de tiktokers y youtubers donde se les viera haciendo mukbang. (No estoy seguro de que así se diga: una adolescente pasó volando en su fortnite hace unos momentos y me golpeó con un tiktok en la cabeza. Quedé tantito atarantado.)

Mukbang consiste básicamente en gente sentada frente a una cámara con un plato de comida, generalmente abundante, mientras habla de lo que sea o interactúa con sus fans. No un show de comida: un show de comer. Y no son pocas las personas que se conectan para ver precisamente estos shows: los videos y suscriptores de las figuras más populares del subgénero se cuentan en decenas de millones y las ganancias por grabarse comiendo pueden ser tan cuantiosas como los daños al cuerpo derivados de hacerlo. La práctica, que nació en Corea del Sur, tiene adeptos y practicantes en todos lados.

Noodles interminables, nuggets apilados unos sobre otros, pizzas gigantescas, incontables patas de cangrejo, gordos bisteds chorreantes, sándwiches de queso derretido que gotea sobre los platos: a menudo estos videos tienen menús innegablemente atascados. Como es costumbre con cualquier cosa que se pone de moda, la popularidad invita a la hipérbole. Cuando todxs compiten a ver quién come lo más grande, sorprendente y abundante que se pueda, es inevitable que las apuestas se eleven cada vez más. Quizá el ejemplo más claro sea Ssoyoung, una youtuber absolutamente repelente que se ha ocupado de maltratar a su comida mientras está viva en varias ocasiones. Sus videos han sido prohibidos en distintos lugares, pero muchos siguen colgados en YouTube. Encarecidamente les conmino a no verlos.

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Pero la popularidad del mukbang es irrefutable. Como quizá habrán notado, este año buena parte del mundo estuvo encerrada en su casa, y los tiktokers chinos tampoco fueron la excepción. Imagínense la cuarentena en la República Popular de China. Los tiktokers optaron por generar contenido entre las estrictas cuatro paredes de sus casas. El mukbang fue en aumento, naturalmente. (Una de las razones por las que se ha explicado su de por sí enorme popularidad ha sido la soledad de los espectadores. A las personas, es bien sabido, nos gusta compartir los alimentos: poner la mesa e invitar a otros a conversar y a estrechar lazos mientras comemos juntos. Cuando el ingrediente humano falta a la mesa ponemos un podcast, o música, o la televisión de fondo, algo que nos haga sentir acompañados, menos solos. Las personas aficionadas al mukbang no son muy diferentes, con la notable distinción de que ellas ya encontraron el nicho que satisface su necesidad. Los influencers que se transmiten comiendo suplen una antigua e ineludible necesidad humana: la de compartir el pan, sentados a la mesa, puestos a conversar.)

¿Es inmoral comer ostentosamente en un mundo donde tantos no pueden siquiera alimentarse? No lo sé. Lo que sí sé es que un reporte habla de más de trece mil cuentas borradas por romper las medidas gubernamentales en contra del desperdicio alimentario. En primera instancia, el razonamiento parece directo y sin muchos baches: en este planeta donde muchísima gente no puede comer, mostrarse comiendo es un acto de exhibicionismo lamentable y acaso inmoral. El problema parece solucionarse de inmediato: se castiga a quien comete la falta y el problema no se reproduce más. Tantán.

Por supuesto, la cosa no es tan sencilla. (Nunca lo es.) Si uno decide –como yo decido– que ese razonamiento es insuficiente, de inmediato comienzan a salir un montón de otros pequeños problemas que nos hacen pensar en que tal vez el centro del asunto está en otra parte. Por ejemplo: ¿es inmoral haber creado un mundo donde tantos no pueden siquiera alimentarse? Eso podría discutirse más, pero surge otro inconveniente: hablar de eso sería hablar directamente de las estructuras que impiden que los alimentos lleguen a todas las personas que los necesiten. (O sea: todas las personas. Y los alimentos que hay sobrepasan la cantidad necesaria para alimentar a todos los humanos de la tierra.) ¿Son obscenos los influencers del mukbang? Quizá algunos lo sean, pero no por comer demasiado: su trabajo –pues es un trabajo: a su manera, los mukbangeros son, como aquel hombre que describía Kafka, artistas del hambre– cumple una función social que en esta pandemia sólo ha adquirido mayor valor.

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Hay un problema con el que la mente humana tiende a tropezarse: la confusión perenne entre síntoma y enfermedad. Nos pasa con todo. Hace unos días, por ejemplo, me di un madrazo en el dedo gordo del pie tan fuerte que al día siguiente no podía ni caminar. Pero descubrí que lo que me preocupaba era el dolor, no lo que pudiera provocarlo; me di cuenta de que eliminar el dolor sin indagar más en sus causas me habría bastado para estar feliz. “Míralos en el arroyo –dice Homero Simpson al final de ‘Bart en la feria’, mientras observa por la ventana de su casa recién recuperada a los dos menesterosos que acaba de evacuar de su propia casa–, sin un lugar a dónde ir. ¿Por qué no los dejamos quedarse unos cuantos días?” “Mamá, quítalo de la ventana”, le dice Bart a Marge, quien distrae a Homero de los menesterosos para que los olvide para siempre. Problema resuelto.

Esto es exactamente lo que sucede cuando condenamos una expresión de un problema en vez de condenar o, mejor aún, de hacer algo para solucionar el problema. Nuestra pequeña moral se nos acomoda en el pecho, henchida y satisfecha, mientras que las estructuras y los mecanismos que permiten que la inmoralidad se institucionalice siguen ahí: instrumentos de políticos y propagandistas hipócritas que prefieren la queja cosmética al reclamo estructural.~