De qué hablamos cuando hablamos de Los Milanesos

por Ricardo López Cordero

 
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El anuncio ideal para esta taquería es la fila de coches que comienza 40 metros antes de llegar al puesto y termina 15 o 20 adelante. Sobre los cofres de los que están más cerca del letrero que pone “Favor de pagar al ordenar / Gracias por su preferencia /Los Milanesos” están recargados platos coloridos y comensales hambrientos. La mayoría tiene que hacer malabares para comer. Botellas de Coca Cola salen de las bolsas laterales de una chamarra, mientras su dueño reboza un milaneso en la salsa que sale disparada de un pequeño bote verde. Alguien más tiene que pedir ayuda a su colega. “Detén –dice extendiendo un plato– en lo que abro esto.” Esto, claro, es una botella de Del Valle de uva.

 
 

El puesto tiene una historia de más de una década, en la que se ha convertido en uno de los referentes de esta zona, reinada por los coches que suben, bajan y esperan en Desierto de los Leones o Avenida Toluca. A las 11 de la mañana Los Milanesos son ya un refugio para oficinistas aburridos, estudiantes de la Anáhuac, albañiles y uno que otro vecino crudo. Ordenan, pagan, escogen una salsa, se sientan en la banqueta o recargan el plato en un coche mientras comen.

Aunque hay más opciones quienes están ahí lo están para comer tacos de milanesa de res o de jamón y queso. Puesto con copia, éste es un taco, digamos, generoso. Es tan grueso que la tortilla exterior ni siquiera aspira a cerrar. Que sean dos es apenas oportuno para la porción de milanesa que pretenden envolver. La segunda tortilla, vaya metáfora para la vida, termina siendo el vehículo perfecto para todo lo que cae del interior del taco.  

 
 

En un colegio al que fui, muy cerca de esta taquería, un sujeto fue nombrado El Milas porque se comió seis de estos tacos en una sentada. La última vez que estuve en Los Milanesos pregunté por el récord. Me dijeron que ya no existe, pero que se quedó en trece. Eso de los récords y los retos en los changarros de Ciudad de México es un espejo perfecto de la sociedad que hemos construido. ¿Existe un dato más relevante para un país que puede presumir de crisis simultáneas de obesidad y desnutrición? Seguramente sí, pero ninguno tan poético como el de comerse seis súper tortas en un tinglado de Patriotismo para no pagar la cuenta. 

El embarrón de frijoles refritos –descritos antes en esta revista como “casi sólidos casi líquidos”, que van “directo al corazón”– que funciona como la base de todos los tacos sale de una gran cubeta blanca, en pleno centro de la línea de producción de Los Milanesos. La operación es funcional, constante, casi precisa. Cinco –a veces ocho– taqueros se reparten las labores. Freír, cortar, embarrar, emplatar, entregar. El viejo que cobra da algo de color a esta experiencia utilitaria, porque siempre parece enojado y ávido de recibir el pago lo más rápido que se pueda. 

No digo que Los Milanesos sean malos, pero tampoco es que sean sueños empanizados, excelentes, o los mejores tacos de milanesa de la ciudad. Son consistentes y predecibles, pero sobre todo llenadores. Son comida de supervivencia típica de una ciudad que en sus puestos callejeros suele preferir la eficiencia y las calorías. Suficientes para resistir días largos, planes fallidos, horarios extenuantes, empleos mal pagados y trayectos de horas entre punto y punto. Son, si me apuran, todos los males de la ciudad condensados en un taco.~

 

 

Si quieren colas y tacos llenadores, vayan a Los Milanesos en Olivar de los Padres. Están en la calle Glaciar, a la altura del número 121. Y acá está el mapa: