Contramar: Revolución con manos

 

fotos por Ana Lorenzana

 
 

Es sabido que a Contramar no se puede ir sólo una vez. Todavía no se ha terminado la primera comida ahí, todavía estamos en los postres y el último tequila de la tarde –digamos, un Revolución Blanco Orgánico, con sus notitas de agave azul y un punto de miel–, y ya corre la pregunta por la mesa: ¿cuándo regresamos a Contramar?

Hay algo secreto, inasible en Contramar. Algo que uno no puede señalar definitivamente. ¿Cuál es el secreto de Contramar? ¿En qué radica ese ápice que nos hace volver una y otra vez a este espacio, a sus altos techos, sus mesas apretaditas y enmanteladas, su larga barra azul, su mural azul también, sus equipales en la banqueta? Algunos podrían decir que es simplemente ángel; otros lo llamarían: alma.

Otros querrán ser menos sobrenaturales y dirán: el secreto a voces de Contramar es su servicio. En él hay una combinación de clasicismo sin aspavientos o presunciones, telepatía (o maña u oficio) para intuir los intereses de un comensal, excelente conocimiento de los rincones de las diversas cartas de un restaurante y cierta juventud espiritual. Así son todos sus meseros, y esa combinación da como resultado un servicio decididamente moderno. De veras uno no quisiera irse nunca de aquí. (En Contramar las propinas han de ser descomunales.) Cuando esas intuiciones, esa disposición a la amabilidad, esa humilde ansia de perfección, esa lucha por la dicha ajena durante la fugaz duración de una comida, se han unido en un equipo de meseros como éstos, ya no cabe duda: estamos en buenas manos.

Unos más dirán que no hay secreto, porque sencillamente la comida de Contramar es una comida sin par. Y, por todos los cielos, lo es. En HojaSanta hemos hablado mucho del pescado a la talla con chile rojo y perejil, jugosísimo, entre fresco y picoso y ligeramente perfumado de humo, delgado pero carnoso, brillante. (Hemos hablado tanto de él que mejor una vez les trajimos la receta para que se lo hagan en casa si no pueden venir a Contramar. Y si pueden también.) Nota al margen: el platito de frijoles negros cremosos, ni líquidos ni sólidos, con una como nevada de queso ¿cotija? rallado, que sirven junto a este pescado es literalmente perfecto: no se puede mejorar.

Pero ningún plato en Contramar llama a indiferencia. Las tostadas de atún marinado con poro frito y mayonesa de chipotle se han vuelto tan populares que uno no podría creer que fueron inventadas aquí. (¿Lo fueron? ¡Imposible si están en todas partes!) El ceviche verde de callo tiene una bengala de acideces, no, mejor: una torre de fuegos artificiales de acideces, acentuada todavía por las cebollitas moradas encurtidas y contrastada en textura por la suavidad del callo y la resistencia a la mordida del pepino; los tacos campechanos de camarón versus pulpo salteado son una batalla maizal que se libra en la nariz, en la boca y en la mente. Vencedor: el adobo replicón, descarado. Vaya, ni siquiera tienen que decidir comer marino en Contramar para irse pa’trás: intenten los huevos rotos con jabugo, que son pura grasa de la buena, pura untuosidad, puro lujo. Uy, y los postres: la tarta de higo, la de limón, el flan y el más alto de los altos pasteles de fresa. (Búsquenlo en instagram. Es impresionante.)

Y que no se nos olviden los cocteles, que pueden venir al principio o al final de la comida. O en medio, en una pausa que permita alargar la comida todavía más.