Bebedores de aguas frescas: una tipología

 

texto: Alaíde Ventura Medina; fotografías: Felipe Luna

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Nadie se baña dos veces en el mismo río ni bebe una segunda ocasión la misma agua fresca. 

En el siglo IV antes de Cristo, Teofrasto, filósofo peripatético, botánico curioso y gemólogo antojadizo, destinaba las horas diurnas a la catalogación de plantas, piedras y caracteres humanos. En su breve y compendioso tratado de tipologías morales se encuentran delineadas treinta naturalezas viciosas. Es una lástima que en la Grecia antigua no existieran las fonditas ni su ambrosía deleitosa, el agua fresca, porque la manera en la que el comensal despacha el contenido de la jarra sería idónea para explicar ciertos tipos.

Dice Teofrasto que la rusticidad puede ser la ignorancia de llevar a cabo una actuación indecorosa, que en la mesa y en el ju(e)go se conoce al caballero. Que el rústico es la persona que, al llegar la jarra de agua a la mesa, en lugar de preguntar: “¿te sirvo?” y comenzar una coreografía de vasos hasta que todos los comensales tengan frente a sí un vaso lleno, llenará únicamente el suyo y beberá hasta terminarlo. 

El tratado de Teofrasto, Los caracteres, no es un reglamento sino un diagnóstico. Es el resultado de una observación cuidadosa que su mente obsesiva no pudo sino acomodar en gavetas. Dice, por ejemplo, que la asquerosidad es el descuido que resulta molesto a los demás. Que es notable en la persona que, tras haber probado el agua recién servida, y una vez notado que el azúcar ha quedado asentada al fondo, devolverá el contenido del vaso a la jarra y removerá el líquido hasta dejarlo homogéneo.

Teofrasto despliega las distintas personalidades mediante ejemplos de modales cuestionables en la mesa y en las fiestas. Aparecen, a manera de un tarot de las malas costumbres, la lisonja, la desvergüenza, la miseria, la oligarquía —no esa oligarquía; digo, sí, sí esa oligarquía, ansiosa de mandar— y más yerros del espíritu humano. Dice Teofrasto que la predilección por los malos consiste en un deseo de maldad y que a este tipo de gente le gusta defender a extranjeros de mala reputación. En la fonda éste es el tipo de persona que rechaza el agua fresca y en su lugar pide una coca cola. Si el mesero tarda en atenderlo, él mismo caminará hasta el refri y destapará la botella en el marco de la puerta.

Dice mi mamá que, durante una fugaz temporada de vacas gordas en los años sesenta, mi abuela abjuró de la tradicional agua fresca veracruzana –guanábana, mango, sandía– y la sustituyó con una jarra de vistoso Kool Aid –“¿puedes creer?”–. Lo que mi mamá no dice, y que yo sí recuerdo, es que durante una abundancia todavía más fugaz, en los años noventa, en nuestra casa también el agua de frutas naturales –limón, lima, naranja– fue rapazmente espoliada ante la llegada de un sobrecito más adictivo que la cocaína: el Clight. 

Dice Teofrasto que la falsedad es una simulación que va de mal en peor, y dice que el novelero inventa por capricho un tejido de palabras falsas. En mi casa también se tomaba Pepsicola porque mi tía era secretaria del consorcio y porque en Veracruz “el agua sabe más rica”, incluso en los refrescos. Esto es algo que no entienden los foráneos, que desconfían. Pero cuidado: la desconfianza también es vicio reprobable: la sospecha de injusticia por parte de los otros.

Es el tipo de persona que, una vez el camarero le ha jurado que el agua del día es de tuna, insistirá en que él detecta un ligero sabor a limón. Que limón y que limón, y que si acaso pepino, o tal vez clorofila, pero ¿tuna? Tuna no.

Para catalogar no encuentro límites, y ya encarrerada me atrevo a ampliar la tipología hasta alcanzar las ruindades de dueños y ofrendadores, que también tienen lo suyo y merecen ser mencionados. Por ejemplo, dice Teofrasto que la jactancia puede definirse como la ostentación de bienes que no se tienen. Es el tipo de camarero –continúa el viejo sabio– que ante la pregunta “¿es natural?” se remontará a la ontología misma de la industria –“¿qué es natural?”–, y tras concluir que todos los frutos, por muy destilados, endulzados y envasados tuvieron siempre un nacimiento orgánico, responderá afirmativamente: “Sí, es natural.” Más tarde impostará sorpresa cuando el cliente lo acuse de falsos dichos.

En Estados Unidos, donde las bebidas se sirven siempre de manera individual, no es infrecuente el juego de alteración sensitiva, una especie de agnosia voluntaria provocada por la pura y llana diversión. Strawberry Lemonade –¿qué?–, Raspberry Blood Orange  –¿que qué?–. Por fortuna yo no vivo propiamente en Estados Unidos, sino en El Paso, en este perímetro liminar que no es aquí ni allá, ni Mexa ni el Gabacho, sino algo a medio camino, Chuco Town, se habla español, loco. Acá, los restaurantes mexicanos anuncian con cartulinas fluorescentes que el agua fresca está endulzada con Pure Cane (Mexican) Sugar. (Pero aceptémoslo: en México también padecemos o gozamos de ese mismo ánimo mezclador. De la clásica de limón con chía a esta alucinada ‘agua de cuaresma’, que trae lechuga, naranja, betabel, melón, plátano y manzana.)  

Dice Teofrasto que el entrometido es el que promete lo que no puede cumplir. “En la fonda –abunda– es el tipo de persona que engolosina al forastero con experiencias no solicitadas. No escatimará en quimeras irrealizables, dibujadas en la fachada de su negocio: “Aguas frescas como las que hacía tu Abuela, cash only”. Ante la decepción de la agraviada, mostrará insolencia.

Pero mi abuela no hacía agua de pistacho, como los pasoanos, y mucho menos de mazapán. Ella hacía agua de carambolo, porque tenía un arbolito, y a veces de maracuyá y de limón porque era de paladar travieso. Era generosa con las medidas. El limón siempre exprimido a mano, dos cucharones de azúcar bien copeteados, hartos hielos golpeteando entre sí y contra la jarra de plástico. 

Dice Teofrasto que la miseria es el hábito de ahorrar en exceso. El miserable cuenta los vasos que se bebe cada uno. En el DF aprendí a preparar agua fresca en licuadora. Un mundo se abrió ante mis ojos: el de la espuma dulce y el ahorro. Un limón comenzó a durarme tres y hasta cuatro días. Es una tragedia que no exista separación clara entre las palabras jugo y zumo y yo no pueda explicarle a los extranjeros que el zumo de la cáscara de cítrico tiene un sabor distintivo, ni mejor ni peor que el jugo de su pulpa. Una más a la larga lista de limitaciones del lenguaje.

La mezquindad, también, es un ahorro en los gastos necesarios, dejando a un lado la propia estimación. Teofrasto siempre estaba pensando en aguas frescas; entonces no es nada raro que del mezquino haya escrito lo siguiente:

Es el tipo de persona que, ante la inminente pudrición de la materia orgánica disponible en la alacena, mezclará familias enteras de frutas enteramente incompatibles —papaya, kiwi, plátano, tomate— y bautizará el brebaje con algún título atractivo: Conga, Tutti Fruti, Agua de Todo. Al servir, dirá que la bebida fue planeada de ese modo y que incluso se utilizó una receta tradicional.

No hay que confundir, sin embargo, la mezquindad con la avaricia, que es la capacidad de dar un banquete, no servir suficiente pan y pedir prestado al invitado que se alberga en casa. Dice Teofrasto que el avaro, cuando reparte la comida, expresa en voz alta que es justo que le toque doble ración a quien reparte, e inmediatamente se la asigna a sí mismo. Y que, si vende vino, lo vende aguado.

Es el tipo de restaurantero que, una vez la mesa se ha vaciado y el camarero ha terminado la recogida de platos, tomará el restante que ha quedado en cada vaso y lo reintegrará a la vitrolera de agua fresca, esa de la que se servirán posteriormente nuevos vasos para comensales incautos. 

(Agrego aquí un saludo al gerente del restaurante bar donde trabajé varios años, hace muchas vidas, en tiempos de Teofrasto o poquito después.)

Dice Teofrasto que la arrogancia es el desprecio de todos, excepto de sí mismo. Arrogancia es poner en cursivas mi aportación tipológica y limitar al peripatético a una paráfrasis bastante holgada. O no decir dónde termina aquel pensador y dónde empiezo yo, como si no fuera él el sabio y yo una fresca advenediza. Arrogante también es la certeza que cargo en mi veracruzano pecho: que las aguas frescas de mi tierra son simple y llanamente las mejores del mundo –pitaya, nanche, jobo, zapote negro con naranja, zarzaparilla.

Teofrasto advierte contra las charlatanas como yo, que hablan sin medida y con poco sentido, que enumeran los platos que han cenado y al final añaden que los hombres de hoy son mucho peores que los de antes. Presento, pues, mis disculpas. Y en mi descargo diré que tengo mucha sed.~

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