Los platos de los demás y el plato nuestro

 

texto: Alonso Ruvalcaba; imágenes y video: Federico Jordan

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Vean lo que sigue como un caso. No hay toma de partido (al menos por ahora): es simplemente una cosa que pasó. El año pasado, el chef Enrique Olvera de Pujol publicó una breve serie de columnas en Reforma. Una de ellas se titulaba ‘No sabes quien soy’ y proponía algunas ideas como éstas: que, de alguna forma, un restaurante –digamos, Pujol– y sus trabajadorxs no deben dejar que los clientes “minen la experiencia” de estar en ese restaurante “con arrebatos que están simplemente fuera de lugar” –por ejemplo, pedir chiles toreados para acompañar un plato de fettuccine con cremoso de langosta o limón en un omakase de sushi–; que los clientes tienen la responsabilidad de “respetar los espacios, protocolos y conceptos” y no han de “anteponer” su “(mal) gusto al trabajo de otros”. Hacer estas “inconcebibles peticiones” delata un “síndrome de superioridad”. En otras palabras: tus deseos no son órdenes y el restaurante debe cuidar al cliente o a la clienta de sí misma.

Le llovió el odio a esa columna. Previsiblemente, tuiter y facebook se hincharon con varias maneras de su moneda corriente: la indignación. Había una indignación más o menos woke; otra, más bien altanera; una más que alzaba el dedo de fuego resentido. En el extremo del espectro estuvo un bato que, en nombre de los lols y los likes, fue a Pujol, le puso limón a todo el menú y se grabó haciéndolo. Le atinó: a él le llovieron los RTs y las carcajadas. Miren:

Pero repito: eso de los dos párrafos anteriores es simplemente un caso, o aun una anécdota, una cosa que pasó.

Ahora consideren el caso de Adrián Herrera, un cocinero que las machincuepas de TVAzteca y MasterChef han terminado por hacer famoso. Este personaje tiene o tuvo un restaurante. Está o estuvo en Monterrey, una ciudad preciosa como una ventana que da a una montaña. Yo fui una vez a ese restaurante, aunque la vida es demasiado breve y los pesos demasiado escasos para gastarlos en lugares como el de Adrián Herrera. Todo ahí era hostil o estúpido. Había cocteles con nombres como ‘Menstruación de virgen’. (No anoté el nombre exacto de los cocteles porque gastar una gota de tinta de mi pluma bic en esa tontería sensatamente me pareció insensato.) Había un maniquí linchado y colgado del cuello en alguna viga de aquel espacio petulante. Arriba, un letrero lo señalaba y decía: “UN VEGANO.”

Pues bien. Hace algún tiempo, antes de la gran plaga, Adrián Herrera recibió a un comensal en su restaurante. El comensal era vegano. “Soy tolerante –dijo o pensó el chef–. Los veganos son personas y yo no estoy loco. Ellos sí.” (Todo esto es cierto, eh. El cocinero lo posteó en instagram.) Considerando su no locura, Herrera decidió prepararle al comensal “un falso taco vegano” porque el “chiflado me habló feo”. (Il chiflidi mi hiblí fii.) El taco, en tortilla de harina, llevaba “col blanca, ajo y cebolla salteados, con su salsa de chile morita y rabo de cebolla”; también “un ingrediente mágico: ¡tocino!” El razonamiento –por ahora aceptemos ese sustantivo– del cocinero para meterle tocino a ese taco iba así: “Si no le gusta, que se vaya con su chingada madre a masticar yerbas.” Éste es el juicio de Herrera sobre su propio taco: “Me quedó putamadre bueno” y “está de súper huevos”.

De nuevo: eso es una anécdota de un ser humano que está aprendiendo a ser humano, como todos los demás. (Aunque Adrián Herrera va más lento que casi todos los demás.)

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Son cosas que pasan: casos, anécdotas. Pero las cosas que pasan pueden ser leídas, inteligidas e interpretadas. Por ejemplo: es fácil ver por qué le cayó a Olvera la tuiteriza con todo lo que tenía de indignación. “Si tanto les gusta el limón –decía en otro punto de la columna– hay muchas ostionerías que lo hacen muy bien.” Todo el texto tenía un cariz que es lo contrario de la hospitalidad, esa rama del quehacer humano a la que pertenecen todos los restaurantes, lo quieran sus dueños o no: váyanse a comer a otro lado si lo que quieren es imponer su “(mal) gusto al trabajo de otros”. Esa cosa que llamamos ‘mal gusto’ parece que siempre es de los demás, ¿no? El síndrome de superioridad es fluctuante, contagioso.

Pero tampoco es difícil ver que en esos párrafos había alguna verdad. “Respetar el protocolo”, en pandemia, parece lo mínimo sensible que pedirle a quien sea: clientes y personal por igual. “Respetar el espacio”, sea pandemia o no, también es una recomendación fácil de atender. (Si vienen a mi casa favor de no rayar las paredes del baño, no sean así.) 

Que tuiter se rasgara las vestiduras era perfectamente previsible y digno de cero atención. El video del dude que va a Pujol y moja todo con limón, en cambio, sí merece una pensadita. Primero: respetos por el compromiso con el chiste. Probó el punto de que todo el escándalo era bastante ridículo. También, acaso involuntariamente, probó que el plato es de cada quien. Una vez hecha la transacción de pedirlo, una vez que llega a la mesa, el alimento en cada plato cambia de propiedad privada: pasa del restaurante al cliente. Una vez que el plato es nuestro modifica su calidad de obra terminada y se convierte en un lienzo. Y ese lienzo es indeterminadamente modificable. Lo podemos editar, hackear, comentar, abandonar. Este plato es mío: de nadie más. (Por eso nadie le pone limón al sushi del wey de al lado.) Y de paso el video demostró lo que el texto de Olvera decía muy pero muy en el fondo: que los platos de Pujol pasan por un proceso de varias inteligencias, varias habilidades: las de cocinerxs, meserxs, sommeliers. El equipo desarrolla y afina el platillo, imagina y entrena su servicio, descubre y perfecciona su maridaje. La modificación puede y probablemente vaya a desestabilizar su delicado equilibrio.

Pero Adrián Herrera es el que sí le pone limón al sushi del wey de al lado. O en su caso, tocino al taco del wey de al lado. Para Adrián Herrera una persona vegana que “le habla feo” merece un taco que puede hacerla enfermar. Ese vegano pudo haber enfrentado consecuencias físicas –quién sabe si sucedió– o éticas –esto casi seguro sucedió– pero eso no importa en algunas mentes como la de este cocinero porque el taco es un estandarte de su propia intolerancia. Tu taco, dice Herrera, es como yo decido que sea. Y si no te gusta vete con tu chingada madre a masticar yerbas. (Sabrá Herrera que los platones de yerbas son uno de los grandes logros sencillos del mundo persa. “La combinación de lo fresco y lo cocido, de lo crujiente y lo suave en un platón de yerbas, resulta en una forma sensual de comer”, dice Naomi Duguid en A Taste of Persia.)

Las ideas, las recetas, los poemas, la música: todo eso es de todos. Pero los libros, los platos, los discos: esos objetos son de cada quien. El plato es un lienzo pero no el plato del otro: el nuestro. Y en la libertad de hacerle lo que queramos a nuestro plato está, danzante y sabrosa, toda la historia del arte.~