La comida que se tira

 

Texto: Alberto Iop; Ilustraciones: Santiago de Anda

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Me topé con un post en Instagram de Massimo Bottura que decía: un 30% de la comida producida se tira. ¿Tanto así? Otros dicen que un 17% acaba en desperdicio. Esto encendió una lamparita en mente, donde tiro lo que me sobra. ¿Cuánta comida tiramos? ¿Cuánta se desperdicia? ¿Qué cifra es la real?

 Sabemos que no es lo mismo food waste que loss. Después de releer documentos como estos, llenos de números y estadísticas no aptas para mortales, por fin entendí la diferencia. La primera lección aprendida es que, o buscamos la manera de hacerlos digeribles, o el mensaje seguirá siendo incomprensible para ciudadanos y gobiernos, quienes -juntos- debemos buscar una solución.

 
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Dos conceptos que son dos medidas:

Seré breve: Food Waste es la “pérdida de alimentos que tiene lugar durante las fases de venta al por menor y de consumo final, debido al comportamiento de los minoristas y los consumidores. Es arrojar los alimentos como desperdicio, incluyendo partes comestibles y no comestibles.

Food Loss es la “disminución de la biomasa comestible en toda la parte de la cadena de suministro específicamente dedicada a los alimentos comestibles para el consumo humano, es decir, las pérdidas en la producción, después de la cosecha y las etapas de transformación.”

Es una gran diferencia: una es la pérdida de alimento entre los minoristas que venden comida y los consumidores, y la otra es la pérdida que acontece antes de llegar a este punto, e incluye la biomasa inicialmente destinada al consumo humano, pero utilizada para otros fines, como combustible o alimentación animal. Una tiene en cuenta los ingredientes cocinados, la otra no; una considera partes comestibles, la otra no. Les dije que no era sencillo.

Esto sirve para ponerle cara y dimensión al problema, para que sepamos de lo que hablamos cuando de tirar o desechar y para ayudar a que los gobiernos lo cuantifiquen y desarrollen políticas para mitigarlo. Sirve para que nosotros lo tengamos en cuenta en nuestro día a día, y que todos aportemos lo que nos toca para hacer realidad las metas de sustentabilidad que son, en parte, responsabilidad de todos.

 Para abordar el tema como se merece, por el momento dejaré de lado food loss y me centraré en food waste, porque a fin de cuentas el desperdicio está en nuestros hogares, en nuestras manos, en nuestro refri, en el restaurante que nos gusta, en las escuelas de nuestros hijos, en el puesto de tacos de la esquina. También por que si se va a producir un cambio por parte de los gobiernos y productores, tiene que ser a petición de nosotros, los consumidores y ciudadanos que tenemos la llave de elegir a los que gobiernan. 

 El problema es enorme y siempre ha estado ahí, pero mientras somos más personas, más crece. Además, los índices de medición son vergonzosamente recientes. La dificultad de medir y comparar cifras en países de cinco continentes con realidades y medios tan distintos es una tarea titánica. Poder hacer una medición comparable de los residuos generados por una familia marroquí con la de mi tía en el norte de Italia me parece ciencia ficción.

 Ya yendo a las cifras brutas, desde que se producen hasta que llegan a nuestra mesa se pierde el 33% de nuestros alimentos. 17% se va en puro food waste. Esto representa una pérdida anual de 74 kg. per cápita, lo cual equivale a 931 millones de toneladas de comida tirada. Sí así como lo leen.

Además, estas pérdidas producen 3.6 gigantones de CO2, que resultan de la digestión anaeróbica de microorganismos. Un gigatón es suficiente para llenar 400,000 albercas olímpicas, así que anualmente sumamos 1,440,000 albercas enormes de micro-pedos contaminantes a la atmósfera.

 El Programa para el Medio Ambiente de la ONU (UNEP, de cariño) hace una analogía extraña pero muy representativa. Si todas esas toneladas de desperdicio fueran un país, serían el quinto emisor de gases mundial, después de China, Estados Unidos, la República de los Edificios y el Sultanato de los Animales.

 El reporte de UNEP estima que del total anual, 570 millones de kg. son de hogares, lo equivale al 61% del desperdicio global. Todos somos responsables con nuestras lechugas abandonadas a medio podrir, con nuestros huesos de pollo tirados con desdén a la basura. Todo aportamos nuestros kilos. En China, en México y en Kenia. Y además, en cantidades muy similares.

 
 

¿Y entonces qué se le hace? 

Lo primero y más importante es que nos hagamos preguntas. No dar por sentadas cosas que no sabemos. Dejar a un lado los prejuicios. Lograr que, como dice Massimo Bottura, la información genere conciencia y así nos acerquemos más a la responsabilidad social.

Queramos o no, nuestra propia existencia como humanos, genera desperdicio. En un planeta en el que vivimos más de 7,595,000,000 personas, esto es un tema en el que debemos pensar y debatir. Hagámoslo en la sobremesa. Propongámoslo con gusto. Es tan entretenido como la última tontería del gobernante en turno. Lo siguiente es que no hay que buscar culpables. No sirve de nada hacerlo. Aceptemos que el tema existe y pidamos que nuestros gobiernos lo visualicen, visibilicen y trabajen políticas de tratamiento de residuos que nos beneficien a todos y que todos podamos poner en práctica.

 Reflexionemos sobre nuestros hábitos de compra, de consumo y preguntémonos también cuánta comida tiró el restaurante que tanto nos gusta. Quizá podamos hacer algo para que disminuya. En Londres, hace tiempo, unos amigos me comentaron que no se podían regalar los excedentes de las panaderías directamente, está o estaba prohibido. Hay revisar estas leyes. En Saint Georges  -Buen lugar en Madrid para tomarse un café y pedir comida para llevar- regalan, prácticamente todos los días, las pocas unidades que les sobran a cualquiera que se las pida. En la CDMX La Ideal y Pastelería Madrid, venden bolsas de “pan de ayer” (que se convierte en pan de hoy) en triciclos que circulan por la ciudad vendiendo café de termo naranja y un poco de pan de dulce barato. Tirar no debería ser una opción. Los casos particulares sí son importantes. Nuestra participación sí es importante. Son kilos menos en el per capita de cada uno.

Aprovechemos todo lo que podamos, cada parte, de la comida que llega a los refris de nuestras casas: hagamos caldo con las sobras de las verduras que no nos comemos directamente, saquémosle todo el partido a la grasa del tocino, organicemos nuestras compras y probemos si realmente está mala esa mermelada caducada desde hace 3 meses. Valoremos cada kilo de comida como el bien preciado que es, con todo el esfuerzo y el gasto que hay detrás para producirlo. 

Hagamos posible el cambio nosotros, porque podemos, porque lo necesitamos y porque nos lo merecemos. George Bernard Shaw decía “No hay amor más sincero que el que sentimos hacia la comida”. Amar sinceramente el desperdicio es también amarnos a nosotros y a los otros. ¡Amén! Extraigan el último jugo de vida de su desperdicio y compártanlo con otros. Así el amor. Puede fluir a través de la comida, y quizá incluso nos salve.

 

 
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