La comida amurallada

 

por Luis Reséndiz

Polina Tankilevitch

Polina Tankilevitch

Al pensar en recipientes para comida lo primero que sube a la superficie de mi mente son los materiales contemporáneos: el plástico del tóper, el papel aluminio de los envoltorios, el unicel de los contenedores. Pero todo esto, que parece exasperantemente contemporáneo, comenzó en realidad milenios atrás. Podría decirse que la historia de la civilización humana es la historia de los empaques de la comida.

(Estaríamos exagerando pero, hey, dije: podría decirse.)

¿Cuáles fueron los primeros contenedores de comida? El estómago y las manos. En ellos transportábamos tantos alimentos como podíamos tan lejos como podíamos. Pero las manos y el estómago sólo pueden cargar lo que pueden cargar y el sapiens es aficionado a alimentarse diario, así que la necesidad –conocida progenitora de invenciones– empujó al homínido previsor a diseñar un estómago externo donde transportar la comida de los días siguientes. Nacieron entonces los tazones, los cuencos, los jarros y las tinajas, que brotaron como pequeños milagros de las manos de los alfareros.

(El hombre de Altamira hace 35,000 años comía hasta hartarse de forma no tan distinta a la del glotón que hoy se deja caer pesadamente tras servirse una quinta ración de puré de papa, gravy y pollo kentucky en el buffet, nomás que el primero no sabía cuándo su manada volvería a cazar un jabalí y el segundo sabe que Tyson Foods, Inc. tiene en fila para él un millar de pájaros listos para el matadero.)

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Pienso a menudo en las hojas que envuelven los tamales. Pienso en los folios del plátano y del maíz. Pienso en su cualidad de papel primigenio: papiroflexia orgánica que nos recuerda que antes de soportar versos el papel transportó bocadillos. Desde sus orígenes, estos origamis han sido refugio y horno de alimentos, y en su interior se han acurrucado lo mismo piezas de conejo que hojas de té. El paso de la humanidad puede leerse lo mismo en el papel que cubre nuestra comida como en el que se imprimen nuestros relatos.

Cuarenta hojas de plátano asadas se requieren para un zacahuil de buenas dimensiones: es decir, de unos 60 kilos de peso y unos 150 centímetros de largo. Quise emitir este dato antes de pasar a lo siguiente. 

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Todo lo grotesco y terrible tiene algo de milagroso. Napoleón Bonaparte o alguno de sus generales ofrecieron en las campañas de 1795 doce mil francos a quien postulara un invento que preservara la comida por largo tiempo para hacerla llegar al frente de batalla. Nicolas Appert alzó la mano y propuso una botella de boca ancha a la que después de llenar de comida sellaba con un corcho y cera y hervía. El alimento así enfrascado llegaba no fresco pero al menos comestible a la trinchera y se conservaba largo rato. (Hasta que al pobre soldado lo atravesaba la bayoneta enemiga, se entiende.)

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Nicolas Appert era un chef francés acaso poco versado en las vicisitudes de la microbiología y la adivinación. Ignoraba que su invento precedería los descubrimientos de Louis Pasteur, que con un método similar creó la pasteurización, proceso responsable de eliminar bacterias y contribuir a que los alimentos se preserven todavía más tiempo. (Claro que Pasteur no la llamó pasteurización. Eso pasó después.) Y luego otro método similar, pero con latas selladas en lugar de botellas, fue creado por el también francés Philippe de Girard, quien transmitió la idea al inglés Peter Durand, quien a su vez se la vendió por mil libras a Bryan Donkin y John Hall, un par de empresarios que con poca demora y todavía menos pereza montaron una fábrica y para 1810 ya estaban vendiéndole comida enlatada al ejército británico. En las huestes de Napoleón nadie sabe para quién trabaja.

(De Napoleón para atrás y para adelante, la guerra es y será atroz. Pero forma parte de nosotrxs. La guerra ha establecido el suelo que pisamos y en la guerra nació la lata de atún que todxs hemos abierto y disfrutado.)

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Todo lo milagroso tiene algo de grotesco y terrible. Pensemos en los contenedores de comida. Miles y miles de toneladas de plástico, papel, papel aluminio, metales y cartones, entre otros materiales utilizados para envolver un chicle o un refresco o una maldita pizza, flotan a la deriva en el mar formando islas e islotes repugnantes donde nada puede florecer porque están hechas de carcasas. La diversificación de los empaques de comida, su conversión vía el diseño industrial en casi una forma de arte y nuestra afición a la asepsia ha propiciado ridiculeces como la bolsa de plástico para popotes o el celofán que envuelve a una fruta, y ese plástico a su vez habita ahora dentro de prácticamente todos y cada uno de nosotros. La misma tecnología que democratizó los alimentos y nos permitió acceder a manjares otrora destinados a los reyes y sus culeras cortes amenaza ahora con desecar los mares, llenarlos de náuseas y de agruras y vomitar nuestras costas. (La verdad es que no son nuestras. No son de nadie.) El problema es de magnitudes globales y de reversión casi imposible, pero quizá sea tiempo de volver a los envoltorios naturales y comestibles y, para los alimentos que no fueron bendecidos con contenedores biológicos, aprovechar aquel máximo invento preservador: el refrigerador. Quizá sea tiempo de despojar a nuestros alimentos de sus ajuares y encontrar en su desnudez la solución a toda esta envoltura innecesaria.~