Un tipo solitario

 

por Josh Ozersky; pintura: David Ozersky

David Ozersky, mi padre, pensaba en comida a cada rato. No frenética o salvajemente como yo, pero compartíamos algo profundo sobre el asunto, y era uno de nuestros pocos lazos así. A mi padre, un tipo brillante pero melancólico, le encantaba comer pero (creo) le gustaba todavía más hablar sobre comer. Hablaba de la comida de ayer mientras comía hoy y no tardaba en empezar a hablar sobre dónde comeríamos mañana.

En Atlantic City, donde vivimos en mi adolescencia, las opciones eran pocas pero sabrosas: costillitas del restaurante chino en el centro comercial, vastas pizzas endebles en el malecón, conejo congelado del ShopRite que mi papá rostizaba en el horno con miel y sal. Nunca se cansaba de considerar cada una de esas opciones, tan banal una como las demás; deliberaba una u otra sin quedar jamás completamente convencido de ninguna.

Nada de esto me parecía raro. De hecho, los contornos de mi mente aún amorfos fueron moldeándose según esta extraña monomanía, y siguen siendo así. No me daba cuenta entonces de que la preocupación de mi padre por la comida era un tipo de negación, algo de lo que hablaba para evitar hablar o pensar en otras cosas. Lo que sí es que ya de niño notaba yo que siempre estaba o se veía triste. Eso me hacía quererlo más, y me daba culpa, y quería hacerlo feliz. A veces, ya con la edad, pude. Casi siempre eso implicó llevarle sorpresitas: salami del Katz’s, un itacate de pato rostizado cantonés.

Una de las razones de su tristeza –lo sabía yo– es que era un pintor talentosísimo y a nadie le importaba. Mi padre era un fracaso. Él lo sabía y lo sabía mi madre también. No lo culpábamos. Lo entendíamos como una de esas desgracias cósmicas que requieren estoicismo y sándwiches enormes para consolarlas. Eso no le quitaba lo trágico. Sus pinturas de chefs, uno de sus temas favoritos, estaban colgadas en la casa. Eran mucho más felices que sus otros cuadros: retratos de gángsters muertos, junkies, e imágenes del holocausto. 

 
02032019_nota-un tipo solitario 04 triptico.jpg
 

Sus piezas están cargadas de sentimiento, como quieren los ideales del expresionismo abstracto. Ponía tanto de sí mismo en ellas que, más allá de sus cualidades formales, parecen estar en ebullición, hervir de frustración y tristeza con su propio espíritu. Mi padre era inclemente en su pintura. Creo ahora que ése fue el único lugar en que podía abrirse. Nunca lo dijo, porque nunca hablaba sobre sí mismo, pero pienso que él veía su vida como los desechos de su arte: sus escombros personales. Y esto hacía mucho peor el que ese arte no le importara a nadie. Las esperanzas de reconocimiento de mi padre –la parte activa de ellas, al menos– ya estaban muertas el día que yo nací. 

David Ozersky no era pintor. Era tramoyista del Resorts International Hotel Casino en Atlantic City, trabajo que mantuvo los últimos veinte años de su vida. Despreciaba ese trabajo, que le parecía completamente mecánico, pero era cómodo, trabajaba sólo tres de las ocho horas del turno, y eso lo dejaba pasar las cinco horas al día en el lounge del hotel de enfrente, el Burgundy Motor Inn. Diría yo que su trabajo lo inspiró lo suficiente para crear una serie de carboncillos sobre cartón de showgirls. “Voy a echarme unos Degas”, decía, mordaz, subiendo las escaleras al cuarto de huéspedes que usaba de estudio.

Pero la comida era el tema al que siempre volvía en su pintura. Era una constante de nuestros días pre-Atlantic City, en los setenta, cuando vivíamos en la decadencia ondera del sol de Miami. Eso fue antes de que las cosas se pusieran de veras mal. Tendría yo cinco o seis años, y mi padre pasaba mucho de su tiempo de voluntario en la cocina de un restaurante italiano muy popular: Raimondo’s. Su trabajo real era en la ferretería de su papá, cosa que odiaba pero tenía que hacer porque no podía trabajar en ningún otro lado –por razones que yo no me intentaba preguntar–. En Raimondo’s creaba menús muy elaborados y era cocinero de línea. Entonces empezó a pintar retratos de chefs.

Íbamos a muchos restaurantes, pero también cocinaba mucho en casa. Recuerdo que mi padre tuvo su época de soufflés, y cada noche nos los hacía de postre. Batía los huevos furiosamente. Sacaba los soufflés del horno, altísimos, con cara de triunfo, una expresión que ni mi mamá ni yo le veíamos casi nunca. 

Los retratos de chefs dejaron de existir en 1978, cuando nos mudamos a Nueva Jersey y mi padre entró a trabajar al Resorts. Eran tiempos funestos. Mi madre –aislada, deprimida– estaba todavía peor que mi papá. Su tristeza y cerrazón se volvieron todavía más herméticas en 1982, una noche que regresó de trabajar y encontró a mi madre en una sobredosis de Dilaudid, un narcótico potentísimo. Me desperté. Me dijo que me regresara a la cama y eso hice, pero cuando volví a despertar en la mañana mi mamá ya se había muerto. No hablamos de eso.

Pero hablamos de comida. 

Los días siguientes hablamos de cómo algunas pieles de papa no crujían bien (porque tenían todavía mucha papa) y por qué el pastrami del Katz’s era tan bueno (algo que ver con el rebanado a mano). Empezamos a comer más también. Recuerdo que alguna vez asé unos filetes al carbón en el patio en un hibachi pequeño, y los servimos con bollos con cebolla y mantequilla. Después, nos quedamos sentados en ese ningún lugar y dijo, todo tímido, “Deberíamos pedir costillitas del restaurante chino”. ¿Y por qué no? 

Su ánimo se estabilizó en algún punto, pero siempre quedó una cosa entre irónica y taciturna en su manera de comer. En el verano de mi dieciséis años trabajé de parrillero en el Pizza Haven del malecón. Un día pasó mi padre después de un show en el Resorts, vestido todo de negro, que era su ropa de tramoyista, para matar el tiempo antes de irse al lounge del Burgundy. Le hice un cheesesteak sandwich doble con mozzarella de pizza fundido entre los pimientos en vinagre. Se lo comió distraído, y se quedó ahí nomás, como pensando qué hacer. “Tal vez me debería comer un sándwich de salchicha”, dijo, medio preguntándoselo en voz alta. A mí me dieron ganas de llorar, pero sí le hice el sándwich y sí le gustó.

La historia de mi padre no es del todo deprimente. Al principio de los noventa dejó de beber y se unió a alguien que lo entendía y lo quería en serio, alguien que lo conocía de casi toda la vida. Pasaban mucho tiempo en Nueva York. Allá había descubierto a Jean-Georges Vongerichten cuando el chef estaba aún en el restaurante Lafayette del Drake Hotel. Cuando abrió JoJo en 1991 en el Upper East Side, mi papá se volvió tan asiduo que el chef lo usaba para probar nuevos platos. Una navidad Vongerichten le invitó una terrina de foie gras, señal de un afecto muy especial. A mi padre lo maravillaba la convicción de artista de Jean-Georges, y yo creo que eso despertó algo en él. (“¿A quién más podría habérsele ocurrido un helado de pimienta blanca?”, me preguntaba, retóricamente, todo el tiempo.) Se dio cuenta de su propio letargo, y se llenó de culpa por ello, y entonces comenzó una nueva serie de retratos de chefs, varios de los cuales se parecían sospechosamente a Jean-Georges.   

Cuando el restaurante de superlujo de Vongerichten en la Trump Tower recibió cuatro estrellas del New York Times, en 1997, mi padre mandó a imprimir la reseña de Ruth Reichel en una cortina de baño y pintó sobre ella a la manera de Warhol. Esa fue la única vez que lo vi desviarse de su estilo emocional, figurativo. Estaba agradecido, pienso ahora, con aquel chef que lo había hecho tan feliz de la única manera en que sabía ser feliz, y que le había ayudado, así fuera de un modo pequeñito, a volver a pintar. 

Entonces igual que antes, nadie veía sus piezas y a nadie le importaban. Pero se abrió un poco en la madurez, y de vez en cuando decía cosas reveladoras muy a su modo, sardónicamente, como esta: “Vencí tres adicciones en mi vida, pero nunca pude dejar de comprar zapatos chafas.” Se burlaba de su propia disposición a la oscuridad. Decía que su lema era Déjate vencer. Pero cuando lo decía yo sabía ya que no era completamente cierto, y me sentía bien. 

David Ozersky murió en 1998, a los 58 años, de un cáncer que le habían diagnosticado cuatro días antes. No lo vio venir. Creyó que tenía dolor de espalda. Iba al quiropráctico y todo. Cuando regresé del hospital (era día del padre, nada menos) aún quedaban unas chuletas del restaurante malayo Penang en el refri. Habían sido su última cena. Me las terminé, por supuesto. Iba a hacerlo sí o sí.~ 


Este ensayo apareció originalmente en la revista Saveur número 160, noviembre 2013. Josh Ozersky es uno de los grandes escritores y comentaristas de comida que hubo. Él murió a su vez en 2015, dejando un huecote tremendo. Léanlo. Busquen sus columnas en Time o sus dos libros indispensables: Colonel Sanders and the American Dream y The Hamburger: A History

traducción: AR