Yo, cuando cumplí 208

 

Adaptamos este texto de The Elephant in the Room: One Fat Man’s Quest to Get Smaller in a Growing America (Simon & Schuster, 2019) de Tommy Tomlinson, vía The Atlantic. Las fotos son del archivo de Tomlinson; la ilustración, de Emily Haasch. Compren el libro, que ya pinta para ser uno de los mejores del año en asuntos de comida, y sigan a The Atlantic. Son banda. 

por Tommy Tomlinson

31 de diciembre, 2014. Peso doscientos ocho kilos.

Ésas son las palabras que más trabajo me ha costado escribir en la vida. Nadie más sabe la cifra. Ni mi esposa ni mi doctor ni mis mejores amigos. Es como si estuviera confesando un crimen. En Estados Unidos un hombre promedio pesa 88 kilos. Yo soy dos de ésos más un chavito de diez años. Soy el humano más grande que la mayoría de la gente que me conoce conoce o conocerá.

Para el gobierno obesidad es un índice de masa corporal de 30 o más. El mío es de 60.7. Mis camisas son talla XXXXXXL, que en las tiendas de tallas extras abrevian así: 6X. Mido uno ochenta y cinco, y mi cintura tiene 152 centímetros: soy casi una esfera.

Ésos son los números.

Y lo que sigue es lo que siento.

© Emily Haasch

© Emily Haasch

Voy en el metro en Nueva York, parado en el pasillo, aferrado al tubo. Vivo en Charlotte, en Carolina del Norte, y no vengo mucho a Nueva York. La verdad no le tengo muy agarrada la onda al movimiento de los carros del metro. Ruego que éste no se tambalee mucho dando una vuelta o se pare de golpe porque me da terror caerme. En parte es vergüenza: cuando un gordo se cae cuesta mucho trabajo levantarse. Pero lo que de veras me da miedo es que le caiga encima a alguien. Miro a la gente metida con calzador alrededor de mí. Nadie me aguantaría. Sería una avalancha. Algunos se me quedan viendo; supongo que piensan lo mismo que yo. Ahí a un metro hay una viejita sentada: la aplastaría si le caigo encima. 

Me aferro más al tubo. 

Las manos me empiezan a sudar y de pronto estoy en un flashback de la primaria, parado en el pasillo, pero del autobús de la escuela. El chofer me grita que ya me siente porque no puede arrancar hasta que todos estemos sentados y yo soy el único que sigue parado. Pero cada vez que me voy a sentar alguien se recorre y ocupa el asiento. Nadie quiere que el gordo se le siente al lado. Me engarroto y el chofer se me queda viendo en el retrovisor. Un niño mayor –pelirrojo, pecoso, nunca se me va a olvidar– tiene un brazo enyesado. De pronto se voltea y me empieza a golpear con el yeso, abajo de la cintura, por debajo de la vista del chofer. Me alcanza a dar en la ingle, y duele, pero no tanto como duele la vergüenza cuando los otros niños se ríen y entonces el chofer se levanta y se viene contra mí–

y el metro se detiene y me trae de vuelta a este momento.

Despego las manos del tubo y me bajo. Subo las escaleras a la calle y me pego a la pared para recuperar el aliento. Jadeo como si llevara treinta años fumando. Me tiemblan las piernas de la subida. Voy a ver a un amigo cerca de Central Park, en un lugar que se llama Brooklyn Diner. Llego 15 minutos temprano porque tengo que encontrar un lugar a salvo para sentarme.

Anoche googleé “brooklyn diner interior” para hacerme una idea. Ahora escaneo el local como un sicario buscando rincones de peligro. Los gabinetes están demasiado pequeños. Nomás no quepo. Los bancos del bar están atornillados al piso –demasiado pegados a la barra; el culo me colgaría de la parte de atrás–. Calibro las sillas de las mesas. Las mesas se ven robustas; las sillas, sin problemas. Me aguantan. Por primera vez en la última hora doy un respiro que es de veras un respiro.  

Mi amigo llega a tiempo. Para entonces yo ya revisé bien la carta. Huevos, tocino, pan tostado, café. Unas cuantas mordidas y la vergüenza se disipa. Un ratito.

Tomlinson con su mamá

Tomlinson con su mamá

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Siendo razonables, la verdad es que me saqué la lotería. Crecí en una casa llena de paz, y nuestros papás nos adoraban. Toda mi carrera he hecho lo que me emociona: escribir para periódicos y revistas. Me casé con la mejor mujer que he conocido: Alix Felsing, y hoy la amo más que la primera vez que el corazón se me revolcó por ella. Tenemos la bendición de una familia bien fuerte y una larga lista de amigos. Nuestra vida está llena de música y de risas. No se la cambiaría a nadie.

Salvo por las mañanas en que me despierto y me miro al espejo, encuerado.  

Mi cuerpo es un desastre. Unas verrugas de excoriación me cuelgan debajo de los brazos y los huevos. Tengo tetas donde va el pecho. Mi panza tiene más estrías que la de una señora que ha tenido cinco hijos. Debajo de la cintura se expande mi estómago; es lo que el Urban Dictionary llama “front butt”: unas como nalgas de enfrente, como si un perverso doctor Frankenstein me hubiera puesto un trasero extra del lado equivocado. Me sobresalen venas varicosas de los muslos. Las pantorrillas y las espinillas se me ven color óxido, brillantes, por la condición que llaman insuficiencia venosa crónica. Significa: mis venas de las piernas no tienen la fuerza de empujar la sangre al corazón, y ésta se estanca en los capilares. Hace unos puntitos de hierro bajo la piel. Las venas me fallan por la presión de 208 kilos de peso a cada paso. Mi cuerpo se hace pedazos bajo la fuerza de su gravedad. 

Hay días en que miro ese desastre y me enojo tanto que me doy de puñetazos en la panza como si pudiera sacarme la grasa a golpes. Otras veces verme me hunde en una niebla azul que puede arruinarme una hora o una mañana o un día completo. Pero la mayor parte del tiempo siento tristeza por la vida que he perdido. Cuando era niño nunca me trepé a un árbol ni aprendí a nadar. Cuando andaba en mis veintes nunca me ligué a una morra en un bar. Ahora tengo cincuenta años y nunca he subido un pedazo de montaña ni andado en patineta ni he dado una vuelta de carro. Me he perdido de muchísimas aventuras, de muchísimos buenos tiempos porque estaba demasiado gordo para intentarlo. A veces, cuando pude intentarlo, no me atreví. He hecho bastantes cosas que me enorgullecen. Pero siempre he creído que no soy capaz de algo de veras grande porque he fallado tantas veces en un reto crucial de mi vida.

¿Qué carajos me pasa?

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¿Qué carajos nos pasa? Ahora mismo, el Centro de Control y Prevención de Enfermedades calcula que 79 millones de adultos –40 por ciento de las mujeres, 35 por ciento de los hombres– califican como obesos. La tasa de obesidad entre los niños es de 17 por ciento y contando. Nuestra enorme cintura pasa por encima de todas las fronteras: edad, raza, género, política, cultura. En este país fracturado todos estamos de acuerdo en una cosa: más comida.

Como todo gordo sabe, el bufet barato no existe: de una forma u otra termina uno pagándolo. La cuenta de la gordura en Estados Unidos es devastadora. Según cálculos del gobierno, pagamos 147 mil millones de dólares al año en gastos médicos relacionados con la obesidad. Más o menos lo mismo que el presupuesto de las fuerzas armadas. Pero el dinero es sólo parte de los costos. Cada gordo, cada gorda, cada familia de un gordo paga también su cuota de ira y dolor y de tristeza. Por cada uno de quienes no podemos deshacernos del peso extra hay parejas y padres e hijos y amigos que están sufriendo. Nosotros les llenamos la cara de arrugas. Los sentenciamos a muchos años de soledad.

Lo sé por experiencia. Lo siento ahora mismo como un cuchillo que me atraviesa al rojo vivo porque mi hermana, Brenda Williams, murió hace siete años, en nochebuena.

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Uno de las grandes gozos de nuestra familia era hacer reír a Brenda. Cuando alguien contaba un buen chiste grosero los ojos se le botaban y las cejas le salían volando como de caricatura. A veces soltaba una risa, un cacareo, que me hacían todavía más gracia. Brenda y su esposo, Ed Williams, llevaban 43 años de casados. Nunca estaba tan contenta como cuando tenía casa llena –de amigos, de gente querida–. Pero los últimos años ya no se reía tanto. Su peso le daba miedo, la aislaba, y terminó por matarla.

Brenda tenía 63 años y pesaba casi cien kilos. Los pies se le hincharon tanto que ya casi no podía ponerse los zapatos. Los calambres de los muslos eran tan fuertes y tan imprevistos que le daba miedo manejar. Varios años tuvo heridas en las piernas causadas por la hinchazón. Soltaban un líquido; nomás no se le curaban. Al final de ese diciembre una de las heridas se le infectó. Brenda era muy dura; para cuando aceptó que estaba enferma el problema ya era grave. Ed la llevó a urgencias en Jesup, estado de Georgia, mientras Alix y yo íbamos a Tennessee a pasar la navidad con los papás de Alix. Mi hermano me llamó la madrugada del 24 para decirme que las cosas iban para peor. Tratamos de dormir un par de horas, nos levantamos, agarramos el coche. La infección resultó ser SARM. Se propagó rapidísimo. Íbamos llegando a Asheville cuando mi hermano mandó un mensajito: Ya se murió.

El funeral fue el día del cumpleaños de mi mamá: 82 años. Lloraba unas lágrimas como salidas del fondo de un océano. Casi veinte años vivió al lado de Brenda y Ed (la mudamos ahí recién se retiró). Pasó noches y noches contando historias a la mesa de Brenda y Ed. Ahora no quiere regresar a esa casa. Lo único que ve es el hueco que Brenda ocupaba. La infección es la causa oficial de la muerte de Brenda, pero el peso la mató. Eso sin duda.

¿Y qué pasa cuando alguien cercano muere? Aquí, la gente trae comida.

La comida empezó a llegar a casa de Brenda y Ed y a la de mi mamá a los pocos minutos. Y en cantidades enormes. Los vecinos hicieron ensalada de papa y pay de nuez. Gente que no cocinaba trajo carnes frías y pan blanco. Un amigo de Ed hizo que trajeran un carrito de carne y vegetales del Western Sizzlin de la esquina. Te pararas donde te pararas, estabas a tres metros de pollo frito. Yo amontonaba cuanto podía en mi platito de cartón. El azúcar y la grasa empujaban la tristeza, un minuto o dos, suficientes para respirar. 

He aquí nuestra terrible catch-22: aquello que alivia el dolor lo prolonga también. Aquello que me devuelve a la vida me acerca a la tumba.

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He estado pensando mucho estos días en un cuate llamado David Poole. David y yo trabajábamos juntos en el Charlotte Observer. Él escribía sobre NASCAR y yo era columnista. Yo pesaba más que David, pero él era más chaparrito y más redondo. No nos parecíamos mucho pero éramos dos gordos con foto en el mismo periódico. La gente nos confundía. De pronto me preguntaban en la calle si no era yo él. Es una de las personas más inteligentes que he conocido, reporterazo de aquéllos, con una voz audaz como pocas, y uno de los amigos más cercanos de Alix. David se murió de un ataque al corazón a los 50. Yo estoy por cumplir 51. 

Gente como uno no llega a los 60.

A algunos nos pudre la diabetes o nos explota una arteria por la presión alta, pero lo que a mí más me preocupa es un ataque al corazón. A mi doctor le gusta decir que en un tercio de los casos de ataque al corazón el primer síntoma es la muerte. Ahora mismo los exámenes del corazón me salen bien. Pero lo escucho golpeándome las sienes, a 80 latidos por minuto aunque esté en reposo, y sé que lo hago esforzarse demasiado. A veces, en el silencio de la casa, cierro los ojos y lo escucho forzarse. Hago oración para que no se pare como si alguien levantara la aguja de un vinilo. Cada día me pregunto si no será hoy cuando me quiebre en la oficina o en la librería o, dios no lo quiera, al volante del carro. A los 208 kilos es una suerte que haya llegado hasta acá. Es como tener un 20 en la mesa de blackjack y pedir una carta más. O pasa un milagro o me carga la chingada.

Padre nuestro que estás en los cielos, perdona mis ofensas como yo también perdono a quien me ofende. Anhelo hamburguesas dobles con queso, piernas de pollo frito, Ruffles directo de la bolsa. Codicio donas de Krispy Kreme calientes que se me deshagan en la lengua. Me postro en el altar de tazones llenos de M&Ms: primero saboreados uno por uno, después a puños, al final mojándome los dedos con saliva para recoger los pedacitos de polvo de chocolate y cáscara de dulce. Mi cerebro tañe de deseo; mis papilas gustativas gimen de placer. Esto sucede una y otra vez, día con día, y así es como llegué aquí: más cerca del fin que del principio de la vida. Y peso casi un cuarto de tonelada.

Tomlinson de niño

Tomlinson de niño

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La primera dieta que recuerdo era de pastillas. Mi mamá me llevó al dietista cuando tenía 11 o 12 años y ya empezaban a no quedarme las tallas grandes del Sears. No recuerdo que haya dicho nada de comer bien o hacer ejercicio. Lo que sí recuerdo es un botiquín lleno de frasquitos blancos de plástico. Al final de la consulta me dio un puñito de pastillas que brillaban como Skittles. Ahora que lo pienso seguro que al menos algunas eran anfetaminas. No me inhibieron el apetito: de noche seguía yendo al refri por sándwiches de mortadela o budín de plátano. Pero al día siguiente podía correr horas en la cancha de básquet. El trueque me parecía justo.

La siguiente dieta fue de dulces. Unos dulcitos sabor chocolate que venían en caja. Se llamaban Ayds, que al paso de los años resultó ser un nombre lamentable. Se supone que eran supresores del apetito, pero a mí no me lo suprimían lo suficiente: me comía seis en vez de uno.

Recuerdo también la primera vez que los carbohidratos hicieron daño. Eran los setenta. En el Woolworth de mi pueblo –Brunswick, Georgia– empezaron a vender un platillo de dieta: hamburguesa en lechuga con guarnición de queso cottage. Mi mamá y yo mirábamos la foto en la carta como a un ornitorrinco enjaulado en el zoológico. Un tiempo fingimos que nos importaban los carbohidratos. Mi mamá hasta compró una guía chiquita de carbohidratos que cargaba en la agenda. Decía que los bísquets y el pan de elote hacían daño. No duró mucho aquella guía.

He hecho un montón de dietas. Bajas en grasa, bajas en carbohidratos, bajas en calorías, altas en proteínas, en fruta, en fibra. He viajado a la dieta del Mediterráneo y a la de South Beach. Le he dicho no a los alimentos procesados y engullido cantidades de SlimFast que podrían ahogar a un pobre rinoceronte. He comido galletas SnackWell (bajas en grasa, montón de azúcar) y bebido Tab (libre de azúcar, montón de químicos, nota de keroseno en nariz). Me han dicho, en diversos puntos de mi vida, que el huevo, el tocino, el pan tostado, el cereal y la leche hacen daño. Me han dicho, también, que cada una de esas cosas es esencial para comer sano. Ya tengo el cerebro todo empañado cuando despierto. Tampoco me jodan así, no mamen.

He aquí dos cosas que he llegado a creer sobre dietas:

  1. Casi todas las dietas funcionan a corto plazo.

  2. Casi ninguna dieta funciona a largo plazo.

Mi búsqueda en google más deprimente de cuatro palabras –y créanme que se me ocurren un montón de búsquedas deprimentes de cuatro palabras– es: recuperé todo el peso. Bajar de peso no es lo difícil. Lo difícil es vivir con la dieta años, si no es que para siempre. 

Cuando nos ponemos a dieta –en especial a una dieta superintensiva– el cuerpo a su vez se pone en nuestra contra. Hay estudios de nutrición que muestran que las hormonas supresoras del hambre disminuyen cuando estamos en el trance de perder peso. Otras, las que nos avisan que necesitamos comer, aumentan. El cuerpo nos pide que nos atraquemos a las primeras señales de privación. Tiene sentido, si pensamos en la historia de la humanidad. El foodie no existía entre los neandertales. Comían para sobrevivir. Pasaban hambre a cada rato. Su cuerpo emitía alarmas: necesitas comer. Nuestro ADN todavía tiene miedo de morir de hambre, aunque buena parte de los seres humanos tenemos acceso a alimentos más abundantes, más baratos, más adictivos que en cualquier otro punto de la historia. Nuestro cuerpo no se ha puesto al día. Nuestras células piensan que estamos acumulando grasa para el invierno cuando de hecho es nomás hora feliz en el Chili’s.

Peor aun: cuando la gente logra bajar mucho de peso el cuerpo le mete el freno de mano al metabolismo. Hay un estudio del Instituto Nacional de Salud; el New York Times publicó un largo reportaje sobre eso. 

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“Come menos, haz ejercicio.”

Algo así estarán pensando muchos de ustedes. Algo así habrán estado pensando todo este rato. Algo así dicen –a veces no en voz alta pero de que lo dicen lo dicen– cuando ven a un gordo o una gorda comiendo huevos estrellados en el diner o caminando por la playa en un traje de baño que no les queda o en una revista de chismes en un artículo de esos que se preguntan diossantoquélepasóalapobre. 

“Come menos, haz ejercicio.”

Lo que quisiera que me entiendan, más que cualquier otra cosa, es que decirle a un gordo “Come menos, haz ejercicio” es como decirle a un boxeador “No dejes que te peguen.” Lo dicen como si no hubiera contrincante. Perder peso es una madriza. Hay enemigos por todas partes. Hay un diluvio de anuncios diciendo que comamos más y que comamos peor. Hay una cultura completa que ha convertido la comida en el último de los vicios aceptables. Hay parientes y amigos que quieren que compartamos sus placeres. Hay nuestra propia química, que nos arrastra a la mesa por miedo a morir de hambre. 

Hay, también, un hoyo en el alma del tamaño de un camión lleno de tacos.

Mi compulsión por comer viene de todos esos lugares. Físicamente, casi nunca tengo hambre. Pero siempre tengo antojo de un jalón emocional, de esos que le dan a uno cuando coge rico o cuando está en un concierto o cuando ve el sol salir atrás del mar. Y siempre quiero algo que contrarreste los bajones cuando el trabajo me estresa o cuando discuto con mi familia o cuando me deprime algo que no entiendo. 

Existen opciones radicales para gente como uno. Existen campamentos donde podría gastarme una millonada para que un entrenador me baje el peso a latigazos. Existen dietas superintensivas y medicinas de efectos secundarios preocupantes. Existen, claro, cirugías. Conozco varias personas que se han sometido a ellas. Algunos dicen que los salvaron; otros han padecido complicaciones de vida o muerte. Unos más están igual de jodidos que antes. No los juzgo. Cada quien. Pero para mí la cirugía equivale a rendirse. Ya sé que el primer paso de los programas de adictos anónimos es admitir que uno es impotente ante su adicción. 

Y yo todavía no me siento impotente.

Mi plan es perder peso de una manera simple, estable, sustentable. Contaré cuántas calorías ingiero y cuántas quemo. Si acabo del lado correcto de la línea un día cualquiera, pues gané ese día. Seré como un colchón inflable con una fuga pequeñita. Engañaré a mi cuerpo para que piense que no estoy a dieta. Un día, dentro de algunos años, me voy a levantar y me voy a ver al espejo y voy a decir: Ya la hice.  

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Esa canción de Jason Isbell, ‘Live Oak,’ me pega durísimo aún hoy, año 2019. 

There’s a man who walks beside me

He is who I used to be

And I wonder if she sees him

And confuses him with me

El narrador es un asesino que se enamora de una mujer buena y alcanza a ver el atisbo de una vida mejor. Pero se pregunta también qué versión de sí mismo ha atraído a la mujer: la que trata de vivir formado por la derecha o el truhán de su vida anterior. No hay final feliz. 

Nunca ha habido una versión de mí que no sea gorda. ¿Hay algo en mi yo gordo que me hace agradable y creativo y decente? ¿Mis partes mejores están atadas para siempre a las malas? ¿Hay modo de desatarme y de quedarme sólo con lo bueno? Casi todo el tiempo pienso en lo gordo como si fuera una cáscara; algo que me podría quitar para encontrar mi mejor yo. Pero a veces también creo que soy una concha de esas que encuentra uno en la playa: la concha es lo atractivo y el animal que está adentro está apagado e informe.

De esto no hay duda: si escribiera todas las cosas que serían mejores si bajara de peso la lista sería larga como un antiguo testamento. Si escribiera las cosas que serían peores no llenaría ni una ficha bibliográfica. Pero por eso la gente compra seguros: para cubrirse contra posibles pero improbables siniestros. 

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Han pasado cuatro años y no ha habido siniestros. (Todavía.) Es la primera vez en mi vida en que bajar de peso parece sustentable. El colesterol y la presión están en niveles normales. Antes me despertaba y me dolía la cabeza de lo mal que dormía. Eso ya no me pasa casi nunca. Caminar me es más fácil. Cuando rento un auto no tengo que probar tres o cuatro antes de encontrar uno en que me cierre el cinturón de seguridad. 

Obviamente tengo que bajar más, pero ya me estoy preparando para el día que el hombre que camina dentro de mí llegue para quedarse. 

Tengo ropa que quiero que use. En el cajón de hasta abajo hay un tambache de camisetas que no me quedan. Hay una de Willie’s Wee-Nee Wagon, el local de jochos de mi pueblo, que según yo –lo digo y lo sostengo– es el mejor restaurante del mundo. Hay una de St. Paul & the Broken Bones, una de mis bandas favoritas. Hay una de anzuelos Rapala tan viejita que no sé de dónde salió. Es XL, varias tallas más chicas de la que uso ahora. Si un día sucede que pueda usar camisetas XL de nuevo voy a ir a mi bar favorito –Thomas Street Tavern, en Charlotte– y voy a invitar una ronda para todos.

Hay una escalera de mano que quiero que el hombre que camina dentro de mí logre subir. Es la escalera que sube a nuestro ático. Aguanta 110 kilos. Nunca la he subido por miedo a que se venza. Cuando necesitamos algo –esferas de navidad, ropa de invierno, extensiones– Alix tiene que pararse e ir a recogerlo. Me da vergüenza que haya una parte de la casa que no conozco. Quiero subir esa escalera con toda confianza.

Hay una lancha que quiero que el hombre dentro de mí lleve al lago. Es de mi papá y está en el patio de atrás de la casa. Es de aluminio color verde y todavía tiene su placa a un lado. Cuando era niño pescamos mil bagres en esa lancha. Mi papá se murió en 1990, y la lancha no ha estado en el agua desde mucho antes que eso. Siempre he tenido miedo de que la voltee por ser tan gordo. Necesita una mano de gato, pero todavía aguanta a un hombre tamaño normal y tal vez a su bellísima esposa. 

Hay una bicicleta en la que que quiero que ande el hombre que llevo dentro. Nada fancy. Me conformo con una de esas bicis de señor de manubrio recto y asiento acolchonado. En el barrio hay muchos ciclistas. Hay un grupo que sale a andar los martes en la noche. A veces nos sentamos afuera y los saludamos cuando pasan: desfile sobre ruedas. Ya me cansé de ver pasar desfiles. Quiero estar en un desfile.

Hay un juego que quiero que juegue el hombre que llevo dentro. Puta, cómo extraño el básquet. Hace tanto tiempo que no meto una limpia o que no cacho un rebote. No me importa ser el señor de edad que intenta meter un tres desde una esquina. No me importa si me tuerzo el tobillo por enésima ocasión. Qué lindo sería volver a jugar.

Hay un vuelo que quiero que el hombre que llevo dentro tome. No importa a dónde; lo que importa es que vaya en el asiento de en medio. Quiero sentarme ahí sin inundar los descansabrazos. Quiero que el cinturón de seguridad me cierre y que le sobren unos centímetros. Luego, quiero quejarme del asiento de en medio igual que todos los demás. Pero quiero sentarme en el asiento de en medio y sentirme bien. Una vez en la vida.~ 


Translated from The Elephant in the Room: One Fat Man’s Quest to Get Smaller in a Growing America. Copyright © 2019 by Simon & Schuster, Tommy Tomlinson. Published by Simon & Schuster.