Peter Luger, pégame pero no me dejes

 

A Peter Luger no le interesa tu bienestar. Peter Luger no leyó el Manual de Carreño del restaurantero, y las minucias de la cortesía le parecen, tal vez, una pérdida de tiempo. No es un espacio apapachador o de diseño sorprendente: es funcional y párale de contar. No aceptan tarjetas de crédito, seguramente porque los meseros quieren en este momento su propina por aventarte los platos y las copas (y así te lo harán saber). Aunque hayas hecho reservación y llegues en punto deberás esperar un rato en el bar: alguien más importante que tú ya ocupó tu mesa. 

Así son las cosas aquí pero tú ahorras para pagar en efectivo tu cuentón: quieres ir, quieres sentarte ahí y ser maltratado por uno de esos meseros indolentes. ¿Por qué? Porque cuando funciona, durante esos volátiles minutos que hay entre la primera y la última mordida del porterhouse, Peter Luger es uno de los mejores lugares del mundo. (Lugares, porque decir simplemente ‘restaurantes’ sería limitar su alcance.) 

 
@zaeppa

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El porterhouse es, dicen, un trozo de carne tan distintivamente neoyorquino como la milanesa de Viena o el steak frites parisino. Si esto es cierto, una de sus grandes razones es la existencia de Peter Luger, que ha estado sirviéndolo en su local de Brooklyn, NY, desde cuando menos el principio del siglo pasado. 

Y la vida de un porterhouse en esta casa es larga antes de que llegue a tu mesa, aún grasosa de sartén de fierro. Proviene del espacio entre el prime rib y el sirloin de vacas calificadas como prime por la Secretaría de Agricultura gringa. (Sólo dos de cada cien carcasas de res son prime.) Cuando llegó a Peter Luger la carne descendió al enfriador en el sótano del restaurante: un espacio de 185 metros cuadrados donde trece mil kilos de carne envejecen constantemente alrededor de un mes hasta que el maestro carnicero considera que su putrefacción es la correcta, justo ese punto en que el porterhouse ha adquirido su máxima suavidad, su máximo sabor, su máximo poder aromático: justo ese punto y no más allá. Entonces sube a la cocina, pasa a la sartén de fierro, al plato, se baña en mantequilla, pasa a la salamandra y sale a tu mesa acompañado de espinacas a la crema, papas fritas y tal vez un trozo gordo de tocino. 

Prepárate entonces. El porterhouse, ese trozo que alcanzas a oler antes de verlo, llega hasta ti. El mesero trocea un poco del filete y un poco del sirloin; los moja con el mantequilloso jugo de res. Olores: tizne, nuez, mantequilla ligeramente almendrada, una nota de hongo y queso proveniente del añejamiento; texturas en espectro: crujiente quemado hacia las orillas, tierno suavísimo hacia el hueso; sabores: minerales, mantequilla otra vez, animal. Esta es una pieza de increíble variedad: cada paso revela una capa nueva de sabor/aroma, y la variedad no cesa hasta que das la última mordida. Es una complejidad shakespeareana reducida al espacio que ocupan 800 gramos de carne; una complejidad capaz de borrar las malas caras de los meseros, la cuenta impagable, el espacio hostil.

Peter Luger, todo está perdonado.~