Durango: Un fructífero desierto

 

por Jimena Lechuga; fotos: Ana Lorenzana

Hasta ahora, Durango siempre nos había parecido un estado medio misterioso, inexplorado, recatado incluso. Ubicado entre el norte y el centro del país, en la escuela lo mostraban como un desierto extremoso, donde sólo los animales, plantas e insectos más feroces sobrevivían. Gran –y grata– sorpresa nos llevamos al ir hasta allá a darle una mordida y darnos cuenta de que aquella versión que nos contaban es tan sólo una de las facetas de este estado mexicano. Como un secreto bien guardado, Durango es en realidad un cofre listo para abrirse y compartir sus inesperados y jugosos tesoros.

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La zona geográfica que delimita el estado de Durango es, más bien, un collage de microclimas que, prácticamente, conviven entre sí. Al recorrerlo nos pareció como si estuviésemos brincando de un lugar a otro; inmediatamente después del paisaje semidesértico se vislumbraba una estepa de largos pastos y, casi luego luego, aparecían cañadas y un bosque nevado, para después encontrarnos con un peculiar horizonte formado por monolitos de piedra y musgo. Todo esto sin contar las ciudades, pueblos y comunidades menonitas.

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Como es evidente, tanta diversidad natural resulta en una canasta llena de riquezas comestibles: carnes, tubérculos, quesos, nopales y –cómo no– mezcales nacen de esta rica tierra como nunca se habrían imaginado nuestras maestras de primaria, lo que hace a Durango, más que un desierto, un paraíso gastronómico.

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Cuatro días por aquellos lares nos permitieron descubrir, degustar y disfrutar de tan sabrosa oferta para nuestros paladares. Recorrimos sus caminos, gozamos sus paisajes, conocimos a los productores y saboreamos sus tradiciones. Quedamos, la verdad, encantados de haber descubierto la mentira en la que vivíamos de chiquitos con respecto a este estado.

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Día 1

Tomás Bermúdez, chef duranguense, preparaba –con un equipo amigos cocineros de otras partes de México y del mundo– una cena especial para dar a conocer, y a la vez celebrar, los productos locales, sus recetas tradicionales y la cultura culinaria de Durango. Dentro de la cocina, los chefs se apresuraban para terminar la magna cena: carne wagyu, atún, ensalada de hojas con betabeles, gorditas con salsa de chile pasado, chuales, pay de limón y parfait de chocolate con aceite de oliva.

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Afuera, en el patio de una casona colonial del centro, en distintas islitas estratégicamente ubicadas, se exhibían y se probaban los productos que enorgullecen al estado: mezcal, dulces típicos, lechugas y hortalizas, entre otros.

Sobra decir que la velada fue exquisita; en aquel estado como en este país: estómago lleno, corazón contento.

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Día 2

Esa mañana fría la dirección marcada era el rancho De Campo Libre, donde se cría ganado wagyu mexicano que, para los que no lo conocen, equivale a la carne Kobe japonesa.

Ahora sí el paisaje fuera de la ciudad mostraba lo que tanto deseábamos ver: primero, las famosas tierras llanas e infinitas, divididas sólo por la recta carretera que se enfilaba directamente hacia la sierra. Y al entrar en las montañas, cuando el camino se volvió sinuoso, se descubría la vegetación de largos pastos típicos de la estepa duranguense.

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Una vez en el rancho nos encontramos con decenas de vacas que pastaban el alimento sin hormonas ni aditivos cuidadosamente seleccionado para su raza –de forma libre y sin preocupación alguna– entre magueyes y árboles pequeños. El chef Dante Ferrero, quien aparentemente tiene una relación especial con los animales, se acercó a una de las vaquillas y apoyó su mano en ella mientras ésta lo olía y lamía. Más tarde, él mismo fue quien nos deleitó con sus famosos costillares de wagyu a la leña. Los animales de este rancho no conocen el estrés de las vacas comunes y corrientes, lo que resulta en una carne, evidentemente, muy suave.

La nieve nos sorprendió a todos mientras nos atiborrábamos de gorditas duranguenses de deshebrada y de frijol, y empanadas de camote en horno de leña. Al centro de la mesa: quesos artesanales y mezcales para el frío.

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Y para cerrar el día, retrocedió el tiempo y nos depositó en el Viejo Oeste; aquel mítico escenario de las películas de vaqueros, donde todos jugamos un rato a ser John Wayne.

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Día 3

La nieve nos acompañó durante el trayecto hacia una de las reservas naturales del estado. El paisaje esta vez se dibujaba como un bosque de altas y delgadas coníferas, poblados esporádicos y cabañas de madera, todo cubierto de blanco.

Una enorme cañada por la que bajaba una cascada nos dio la bienvenida, mientras caminábamos con cautela por un helado caminito de piedras. Sí, parecía que habíamos cambiado de país. Prueba superada, cruzamos el bosque y quedamos boquiabiertos: un conjunto de altas piedras grises, que asemejaban hongos gigantes, se extendía por kilómetros. Mexiquillo, le llaman. El contraste del blanco brillante de la nieve con el neón del musgo nos deslumbró a todos.

Ya con la quijada abierta, aprovechamos para comer venado asado en una parrilla colocada en un valle de la reserva. Y no podían faltar la clásicas gorditas, a las cuales ya éramos todos adictos.

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Día 4

El último día. Tristemente en el itinerario sólo faltaba una parada: Nuevo Ideal, una de las comunidades menonitas más grandes del país. Molinos de viento, «desponchadoras» –como llaman de forma muy atinada a las vulcanizadoras– y el horizonte árido que empezaba a reverdecer, anunciaban la llegada a territorio menonita.

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Calles desoladas, tiendas de maquinaria y equipo agrónomo, además de algunas casitas aquí y allá, demostraban que habíamos cambiado de límites culturales. Las maravillosas vistas eran lo único que nos recordaba que estábamos en Durango. Pero allí las casas eran de láminas y madera, como prefabricadas, pintadas en sobrios tonos grises y azules. Y los habitantes, altos, rubios y vestidos con sombrero, faldas largas y overoles que parecían de antaño. Uno de ellos, Isaac, nos mostró la antigua fábrica quesera Excélsior y nos dejó probar todos los quesos. Johan y María, por su parte, nos contaron sobre sus costumbres, tradiciones, planes a futuro y las dificultades de vivir en una comunidad así.

De salida nos encontramos un puesto de hamburguesas donde, a través de una ventanita polarizada, fuimos testigos del distanciamiento entre la comunidad y el resto del mundo mientras disfrutábamos la última comida –estrictamente– duranguense.

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El viaje había terminado y todos, con quesos en mano y en silencio, sopesábamos ya con nostalgia la experiencia que acabábamos de vivir. Sin duda volveremos. Por más gorditas. Por más wagyu. Y a ver más paisajes desérticos –y no tan desérticos– cubiertos de una inesperada capa de nieve.~