Los últimos días del invierno

 

por Luis Reséndiz; fotos: Seed Vault

Un manto de océano se desenrolla bajo el trémulo velero. Sobre la proa, los tres ocupantes contemplan el cielo con sus escudriñadores ojos marrones. No es de día y no es de noche; una densa pantalla grisácea ha opacado el sol desde hace más tiempo del que pueden recordar, impidiéndoles saber con precisión la hora del día. Los pocos rayos de luz que alcanzan a atravesar aquella espesa película lechosa se posan lánguidamente sobre esas aguas antiguamente gélidas, antiguamente conocidas como el Océano Ártico. Mientras la embarcación escinde las olas que la azotan, la escueta tripulación avizora la anhelada costa a la distancia.

Han sobrevivido de milagro, pero eso es casi como decir nada: a estas alturas, todo lo que sobrevive en la tierra lo hace por ventura. Tiempo ha que el planeta se convulsionó en un sísmico mohín de hartazgo y aquéllos –los responsables del desastre– lo abandonaron, largándose en cohetes que se elevaron como luceros vespertinos para nunca volver. Entre las ruinas los olvidaron, los dejaron a su suerte, desechando el planeta como si fuera una botella de plástico de las que ahora componen islas enteras que flotan a la deriva por los mares. Reseca la tierra y desiertos los arroyos, aquellos que se quedaron atrás tuvieron que ensayar nuevas formas de la pervivencia. El largo invierno había comenzado.

Ahora navegan. La travesía ha sido larga; esto es tan sólo el último trecho del viaje de ida. Allá atrás han quedado lo mismo peligros que amigos. La excursión la comenzaron diez de ellos, que partieron entre lágrimas y esperanza hace meses, cuando resultó evidente que los cultivos se habían marchitado para siempre y que en las mazorcas crecían más frustraciones que alimentos. Diez de ellos lo comenzaron: unos cayeron por la borda, desesperados ante la infinita y glacial blancura que se expandía frente a sus ojos; otros fueron alcanzados por los tentáculos de aquellos calamares, hijos de hijos de hijos de legendarios monstruos marinos que, ante la devastación, emergieron a la superficie de los mares para desmentir su condición de leyenda; algún otro simplemente ya no despertó una mañana, muerto quién sabe si de frío o de desolación. Quedan, ahora, tres: es ella, Cornelia, es él, César, y es la vieja, Cecilia. Son tres que un día son desconocidos y al otro son familia; son tres que ahora quedan y esos son los que son.

La costa está cada vez más cerca y parece dotada, milagrosamente, de cierto verdor. Habrían llegado hace lo que hace tiempo podría decirse que serían dos semanas, de no ser por aquella brújula confundida que los hizo dar un rodeo absolutamente innecesario que les costó tiempo y comida y vidas. Fue entonces que el corazón de Mauricio no pudo más. Hubo que envolverlo en cobijas y depositarlo fúnebremente en el océano. Sus pelos rojizos alcanzaban a verse desde el velero. Apenas tocó el mar, los supervivientes contemplaron al agua rebosante de fitoplancton devorar el cuerpo de su amigo hasta que se hizo uno con los océanos. No hubo tiempo para llorar: en el horizonte se alzó una tormenta que sacudió el velero como un trapo y lo arrojó a kilómetros de la costa. Días enteros perdidos y, sin embargo, allá, en la tierra, las semillas los seguían llamando.

Hace mucho tiempo –más de lo que cualquiera de ellos podría recordar, más incluso del que llevan vivos– aquellos que se fueron aún conservaban la esperanza de evitar el desastre. Los más ingenuos cambiaron sus hábitos. Los más radicales pusieron bombas, incendiaron cumbres mundiales, cometieron sangrientos atentados que no por justos dejaban de resultar injustos. Otros, los menos, simplemente se largaron.

Algunos más soñaron otras posibilidades. Inclusive, intentaron llevarlas a la práctica, y otros hasta lograron realizarlas. Eso es lo que están buscando, ése es el verdadero motor que impulsa este velero: un sueño de verdor. Porque ellos saben –aunque ya no recuerdan quién exactamente se lo dijo, aunque no recuerdan cómo fue que la llave llegó a sus manos– que allá, apenas sobresaliendo las tierras donde la nieve ha retrocedido, se esconde una promesa. Aquéllos, los que se fueron, sabían que el destino era funesto y decidieron guardar las semillas en la tierra. Era un saludo al futuro: miles de millones de plantas reducidas a su mínima expresión, contenidas en largos tubos de cristal albergados en contenedores diseñados para soportar los asaltos que ellos mismos, los que se fueron, le infligían al planeta. Para entonces, la única esperanza era que el apocalipsis permitiera volver a cultivar algún día.

La costa está tan cerca que las manos les tiemblan. La playa ha reverdecido. La chispa del alivio comienza a encender sus cuerpos. Cornelia y Cecilia arrían las velas mientras César arroja el ancla. Han llegado ya o están a punto de llegar. El agua se ha vuelto carnívora; los marineros ahora tienen que ponerse gruesos trajes para poder descender y acercarse a tierra. El mar en rededor suyo parece en calma; sólo se aprecian algunos pequeños pedruscos, acaso montículos de la tierra que se hundieron cuando el nivel de los mares ascendió y sepultó las playas. Cornelia respira aliviada ante la vista de tierra firme, por primera vez en meses, y su mano aferra la llave del baúl que lleva colgada al cuello. César suelta un par de lágrimas que apenas si duran un segundo tibias antes de enfriarse en sus mejillas. Cecilia está poniéndose ya el traje, dispuesta a no perder ni un segundo más. Los tres miembros de la tripulación se aprestan para descender y emprender la búsqueda del baúl de semillas. 

Es imposible determinar qué sucede primero: si el pie de Cecilia tocando el agua o el mugido amenazante que se alzó como una maldición detrás suyo. Los montículos emergen del agua para revelar su verdadera naturaleza: no son tierra, sino vida, vida con cornamentas que ha hecho del agua su segundo hogar y está dispuesta a protegerla. En el velero, el rostro de César se descompone en una mueca grotesca de desesperación. Cecilia intenta desesperadamente volver al bote ante una manada de alces que brotan del agua para revelar una hilera de ojos enfurecidos y cornamentas amenazantes. Cornelia contiene un grito y se abalanza hacia el casco del velero, tanteando desesperadamente en busca de un algo que le permita ahuyentar a los alces, cuyos mugidos sincopados parecen anunciar una inminente embestida. 

Armado con un arpón, César se arroja al agua sin pensarlo demasiado. No ha terminado de caer cuando se da cuenta del tremendo error: los alces los superan en número por mucho. Echando estúpida y valientemente el cuerpo entre los alces y Cecilia, César blande el arpón en un gesto que los alces llevan siglos sin conocer, pero que de inmediato descifran como hostil. Es la señal que necesitaban: el más grande de ellos –una mole imponente de dos metros y medio de altura, hijo de hijos de hijos de los alces anfibios que habitan estas tierras desde antes de que el agua las anegara– emprende la carga contra él y contra ella y contra el barco. César se incorpora con la punta del arpón dirigida al manchón de pelo blanco en medio de los ojos de la bestia que ha dejado atrás los mugidos para sustituirlos con un rugido potente que anticipa la tragedia.

Antes de que el alce lo embista con aquella cornamenta mortal, César cierra los ojos por un segundo que se vuelve una añoranza. Piensa en aquellos que se fueron, a quienes conoció solo por imágenes y por relatos, y piensa en aquellos que se quedaron, en aquellos que los esperan a él y a Cornelia y a Cecilia y aún al resto de la tripulación, ignorantes de su muerte, y piensa en el banco de semillas, enterrado apenas a unos kilómetros, ¡quizá apenas a algunos metros!, y piensa en los alces gigantescos, y piensa y piensa hasta que deja de pensar y cae al suelo, presa de una embestida.

Un calor le pasa rozando el rostro por un instante. Abre los ojos para encontrarse en el agua, empapado y aterido de frío, pero vivo. A su lado, como una visión o como un milagro, Cornelia blande una antorcha hechiza ante los alces, que retroceden intimidados. Durante estos siglos han olvidado los peligros que alguna vez los acecharon, pero hay una memoria genética que no se borra: el miedo al fuego. La lumbre es intensa y Cornelia la muestra, enfurecida, manteniéndolos a raya. Cecilia sube trabajosamente al velero, regresando a un lugar seguro. Con una seña, Cornelia le ordena a César pararse detrás suyo. Obediente, César contempla asombrado a los alces, que mugen frustrados mientras comienzan a retroceder. El gigantesco líder del grupo intenta arremeter solo para ser recibido con un lengüetazo de lumbre que le arranca un grito de dolor y lo obliga a darse la vuelta y a sumergir el morro en el agua. El resto de la manada parece haberse cansado ya de estos diminutos invasores y han dado la vuelta para hundirse, de nuevo, en el océano, donde sus cuernos han vuelto a hacerse pasar por montículos de piedra flotantes.

Sin soltar la antorcha encendida, Cornelia comienza a caminar de espaldas hacia su destino: la playa. César la sigue, achicado, mirando al frente y a los lados en caso de que algún alce decida atacar por un flanco inesperado. No sucede. Vayan, vayan, les grita con señas Cecilia desde el velero, vayan. Vayan ustedes. Yo voy a estar bien aquí. 

Mientras avanzan temblorosos por la parte menos honda del mar, los navegantes arriban a una playa verdácea. El deshielo ha permitido que este sitio se pueble de pasto; la vida siempre encuentra una manera, parece decirles la tierra del lugar. Aquí, en esta vieja tierra que antes llevaba el nombre de Svalbard, el invierno parece estar comenzando a terminar.

Un destello los saca de su ensimismamiento. Entre las rocas y la tierra sobresale un monolito metálico que refleja los pálidos rayos del sol que llegan a la costa. César y Cornelia lo saben: es el baúl. Su caminata se convierte en una carrera desesperada, en un trote salpicado de tropezones que han dejado la precaución atrás, con los alces y el mar. La carrera es tan desesperada que ambos olvidan la posición erguida y colocan las manos sobre el suelo, tal y como sus ancestros lo hicieron por decenas de miles de años. El viento frío azota sus rostros, que después de mil años parecen haber comenzado a dejar atrás algo del pelo que vestía a sus antepasados. Entre los gruesos dedos de Cornelia se acuna la llave, que brilla como si no pudiera esperar a abrir la puerta del baúl. Corriendo desesperadamente en cuatro patas, estos hijos de hijos de hijos de chimpancés alcanzan el monolito que se asoma entre la tierra. Con una mano temblorosa, Cornelia introduce la llave en una cerradura que nunca esperó abrirse de nuevo. La puerta chirría pesadamente mientras César la empuja. Detrás suyo se revelan enormes estantes poblados de cajas, negras cajas gigantescas que albergan las semillas que podrían repoblar las tierras ajadas de las que partieron en busca de esperanza. Cornelia introduce la mano dentro de uno de los contenedores y extrae un delgado tubo de ensayo repleto de granos en perfecto estado de conservación. Algo dice la etiqueta: cuatro garabatos que ellos todavía no han aprendido a descifrar, pero que nosotros leeríamos sin problemas: ahí dice “Maíz”.

Cornelia alza su mirada color avellana para contemplar a César. Ambos tienen agua en los ojos, pero ya no es de tristeza.~