Los festines son de algunos, las migajas de la mayoría

 

Episodios gastronómicos del México postrevolucionario

por Adrián Espinoza S.; ilustración: Marina Silva

El Porfiriato, la Revolución: dos episodios que fundan el México moderno. La comida forma parte de cada hecho histórico. La comida funge como metáfora literaria. La comida es un espacio para la reflexión. Primero: porque la comida delinea la radical diferencia entre las elites porfiristas y los soldados revolucionarios. Segundo: porque la comida es capaz de ilustrar el fracaso de la Revolución en su objetivo por reivindicar la desigualdad. Tercero: la comida se convierte en el vehículo que nos transporta a la realidad histórica del país: los banquetes son sólo de algunos, las migajas de la mayoría. La causalidad histórica entre estos dos momentos es la desigualdad social y económica que predominó en el país desde el virreinato. Y, seamos honestos, hasta el día de hoy.

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La gastronomía extranjera más influyente en México durante el tardío siglo XIX fue la francesa que, según algunos estudios, fue introducida al país por Maximiliano a su llegada en 1864. El Segundo Imperio duró apenas tres años, pero la influencia de la gastronomía francesa en México se sostuvo hasta consolidarse como la gastronomía de norma en las recepciones y comidas oficiales durante la presidencia de Porfirio Díaz (1876-1911). Durante aquel periodo, la comida francesa reemplazo a la española que había sido, tradicionalmente, la protagonista histórica de aquellos banquetes oficiales. Los menús de estos eventos en Palacio Nacional o en el Castillo de Chapultepec solían estar escritos en francés, pero se adornaban siempre con diseños y dibujos prehispánicos mediante los cuales se buscaba darle a la gastronomía francesa un sentido de localización nacional[1]. La mesa de Porfirio Díaz, se decía en aquel entonces, era tan elegante y estaba tan bien servida como la de cualquier corte real europea. El cenit del predominio de la comida francesa, entre la clase política y oligárquica del país en aquel entonces, queda manifiesto de manera más clara en los festejos del centenario de la Independencia de México en 1910. En la veintena de cenas dedicadas a celebrar aquella ocasión, la gastronomía nacional brilló por su ausencia. En aquellos eventos fue un chef francés de nombre Sylvain Daummont quién preparó la mayoría de los menús. Las bebidas fueron igualmente abastecidas en su totalidad por un proveedor francés, el periódico mexicano Daily Record, en su artículo respecto a aquella cena, señalaba el inventario de bebidas para la celebración: 3,300 botellas de vino blanco Pouilly, tintos Mouton Rotschild y 600 botellas de Corton de Borgoña, 5,400 botellas de champaña Mumm Cordón Rouge y cerca de 3,000 botellas de cognac Martell. El menú de la cena baile ofrecida por Díaz el 23 de septiembre en Palacio Nacional fue: «Consommé Riche, Petits Patés á la Russe, Escalopes de Dorades á la Parisienne, Noisettes de Chevreuil Purée de Champignons, Foie Gras de Strasbourg en Croutes, Filets de Drinde en Chaud Froid, Paupiettes de Veau a l’Ambassadrice, Salade Charbonniére, Brioches Mousseline Sauces Groseilles et Abricots, Glace Dame Blanche»[2].

Meses después de aquellos festejos, durante los cuales la mayor parte de los indigentes y campesinos que se encontraban en la ciudad fueron removidos de la capital con el propósito de higienizar el espacio público, estalló la Revolución Mexicana. El país pasaría los siguientes 10 años envuelto en una lucha encarnizada, la cual contrastaría las diferencias radicales entre la evidente mayoría campesina del país y sus prácticas culturales, incluida la gastronómica, con las de la élite porfirista. Gregory Mason, periodista norteamericano enviado a cubrir la Revolución en 1914 por la publicación The Outlook, describía en sus artículos la manera como los ejércitos revolucionarios se movían, sobre los trenes o a caballo, pero siempre acompañados de mujeres que, cuando era preciso, empuñaban los fusiles, pero se desempeñaban también como enfermeras, despachadoras de trenes, espías, telegrafistas o cocineras. En una de sus crónicas, Mason relata los momentos de sociabilidad tras un combate: cómo los hombres y mujeres convivían al lado del fuego a la hora de la cena. La dieta de los soldados villistas durante aquel año estaba basada principalmente en tortillas, carne seca, chile, frijol, caldos y tamales, habas, quelites, verdolagas y flor de calabaza. En coordenadas similares, otras fuentes describen cómo el avanzar de la guerra, el continuo movimiento de las tropas, la escasez de los alimentos y la falta de ingredientes generaron cambios en la alimentación y produjeron la necesaria improvisación de platillos en condiciones adversas.

La contraposición de los registros alimenticios de la oligarquía mexicana de principio de siglo y del campesinado que frente a ésta hizo la Revolución sirven para dibujar una relación de profunda desigualdad. Lo anterior no se trata, en ningún sentido, de perpetuar la percepción de superioridad cultural de una forma sobre la otra, sino de señalar la naturaleza profundamente disímil de la distribución de la riqueza en el país y la profunda inequidad social que de ésta se derivaba. Ese motivo, esa flagrante desigualdad esencial, fue el motor de la Revolución Mexicana, un proceso histórico que, aunque no estuvo falto de virtudes y méritos, fue ultimadamente incapaz de solucionar aquel reclamo primario de igualdad que le dio surgimiento.

Una de las razones de aquella incapacidad, al menos de acuerdo a un sector de la intelectualidad mexicana, fue el enriquecimiento corrupto de muchos de los dirigentes de los ejércitos campesinos revolucionarios y su consecuente reproducción de las prácticas culturales de las clases oligárquicas tradicionales una vez finalizada la guerra. En este sentido es en el que, por ejemplo, Carlos Fuentes articula, en La muerte de Artemio Cruz, un discurso crítico sobre el fracaso de la Revolución en la reivindicación de su reclamo de igualdad. En su novela, al recibir a sus invitados en su mansión en la víspera del año nuevo de 1955, Artemio Cruz, un antiguo soldado de la Revolución Mexicana, le ofrece un festín propio de una corte europea decimonónica a sus invitados. La gran mesa descrita en aquel pasaje esta sobresaturada de manjares: perdices en salsa de tocino; merluzas envueltas en hoja de mostaza tarragonesa; patos silvestres cubiertos por cáscaras de naranja; bullinada catalana espesa con olor de aceituna; coq-au-vin inflamado nadando en maçon; palomas rellenas con puré de alcachofa; brochetas de langosta; estofados de res bañados en Armagnac y puré de castañas[3] son algunos de los platos que adornan la mesa del otrora revolucionario y ahora político y capitán de industria. La cena narrada por Fuentes, una cena afrancesada que bien podría haber sido servida en alguno de los festejos porfiristas del centenario de la independencia nacional de 1910, devela una mimetización de aquel soldado revolucionario con las costumbres y gustos de la clase que combatió activamente durante la Revolución[4].

Dentro del ejercicio crítico emprendido por el autor, el banquete de La muerte de Artemio Cruz funciona como un dispositivo narrativo para crear la diferencia que apunta hacia la estratificación social que caracteriza a la sociedad de México desde el Porfiriato y hasta nuestros días, a la vez que señala la traición de los ideales de la Revolución emprendida por quienes en ella lucharon. A su vez, la posibilidad de denuncia de la comida en la cultura alcanza tintes políticos en la obra de Fuentes al señalar que, en el ecuador del siglo pasado, el triunfo de la Revolución se había estrechado hasta caber sólo en la mesa de la nueva burguesía. El resto de México se encontraba, una vez más, excluido del banquete y en una situación de profunda desigualdad.

En este sentido, el episodio gastronómico en la obra de Fuentes es particularmente efectivo como vehículo de una crítica social que versa sobre una de las inequidades más recurrentes en la historia, y quizás la característica central de desigualdad que permea en la historia de nuestro país hasta la fecha: los festines de algunos pocos y el hambre de la mayoría son una indignación que debería ser de todos.~


[1] Pilcher, Jeffrey. ¡Vivan los tamales! La comida y la construcción de la identidad mexicana. Conaculta. 2001.

[2] Iturriaga, José. Confieso que he comido. De fondas, zaguanes, mercados y banquetas, Conaculta, 2011.

[3] Fuentes, Carlos. La muerte de Artemio Cruz. Alfaguara. 1962.

[4] García-Gutiérrez, Georgina. Carlos Fuentes Desde La Crítica. México, D.F.: Taurus, 2001.