Adiós, comida.

La pérdida lenta de los alimentos que nos encantan.

 

por Simran Sethi; ilustración: Mariana Silva
traducción por Begoña Sieiro

El siguiente texto es acerca de comida, aunque en realidad se trata del amor. Es sobre aquel momento cuando te encuentras a ti mismo saboreando algo de forma tan plena y con tal detenimiento que no quieres dejarlo ir jamás. Yo pensé que este amor, al menos en el sentido culinario, sólo podía encontrarse en lugares superlativos: un supper club secreto en Londres, un bistró escondido en París, o un dhaba a orilla de carretera en Mumbai. Pero ahora sé que el más grande amor se encuentra en los sitios más humildes: en mi café de la mañana, en un pedacito de pan o en una mordida de chocolate. Y que, para ponerles mayor atención a estos placeres ordinarios, no se trata sólo de verlos de manera distinta, sino de experimentarlos en una forma totalmente nueva.

 
 
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Se me había olvidado cómo hacer esto. Se me había olvidado cómo atender lo que estaba justo frente a mí, y estaba sabiendo amar sólo aquello que exigía a gritos mi atención. Hasta que me di cuenta de que podía perderlos. Incrustada en toda conversación sobre alimentar al mundo, preservar recursos naturales y asegurar una dieta saludable, tanto ahora como en el futuro, está la amenaza de perder la biodiversidad de la agricultura; la reducción de la diversidad en todo lo que hace posible la comida y la agricultura, un cambio que es el resultado directo de nuestra relación con el mundo que nos rodea.

Sé que puede sonar ilógico pensar en pérdidas, particularmente con un fondo de enormes supermercados con pasillos llenos de piso a techo. En un Walmart –la cadena número uno de tiendas de autoservicio en América– en Winston-Salem, Carolina del Norte, conté 153 sabores diferentes de helado y ocho marcas distintas de yogurt. Las opciones, primero de sabor y en segundo lugar de marca –la mayoría pertenecientes a la misma compañía–, son superficiales. Además, más de 90% de cada envase de yogurt, leche y helado está hecho a partir de una sola raza de vaca, la Holstein-Friesian, conocida como el mayor productor animal de lácteos en el mundo.

Los plátanos, la fruta más popular en América, tenía una única descripción: «plátano». Aunque la variedad no estaba descrita, yo sé que era el amenazado Cavendish. Existen más de mil variedades de plátanos cultivadas alrededor del mundo, sin embargo, el que termina en los estantes de los supermercados no es el que tiene la mejor textura o el mayor sabor, sino el que se transporta fácilmente y ha logrado, hasta ahora, resistir enfermedades.

Vi seis tipos de manzanas, incluyendo Granny Smith, Gala, Fuji, y la manzana con el nombre más inapropiado: Red Delicious [Roja Deliciosa], que se siembra por su belleza, no por su sabor. Las manzanas fueron de las primeras frutas en ser cultivadas; la original seguramente era pequeña y agria, más cercana a lo que nosotros conocemos como manzana silvestre. Pero, a través de la siembra, hemos transformado lentamente su textura, sabor, color, tamaño y nivel de dulzura. Ahora existen 7,500 variedades de manzana alrededor del mundo, y menos de cien son cultivadas de forma comercial en Estados Unidos. De hecho, casi cualquier variedad histórica de fruta o verdura que alguna vez haya existido en Estados Unidos, ya desapareció para siempre. 

Por milenios, hemos tomado decisiones sobre qué plantar y qué no plantar –y qué comer y qué no comer–. Eso es la agricultura: una serie de decisiones que nosotros –y nuestros ancestros– hemos tomado sobre cómo queremos que sea la apariencia y el sabor de nuestra comida, y del sistema alimentario. Pero nuestra habilidad para tomar estas decisiones –y consentir nuestros placeres– está siendo comprometida de una forma sin precedente. Tomemos el pistache como ejemplo. La transformación de la industria del pistache fue una consecuencia accidental de un conflicto político, parte de un efecto en cadena de las restricciones del comercio que estaban diseñadas para castigar a unos secuestradores. 

No tuvo nada que ver con comida ni con los granjeros: Irán solía ser el centro mundial de la industria del pistache. En realidad, aquellas nuececillas verdes son semillas que los persas cultivaban hasta abrirse, y provienen de la misma familia de plantas (anacardiaceae) que los mangos, las nueces de la India y la hiedra venenosa. Los pistaches son una parte integral de la comida y las celebraciones en Medio Oriente, se originaron en Afganistán y son una de las mayores exportaciones de Irán después del petróleo. En ambos países se ha encontrado evidencia de que estas nueces datan desde el año 6 a.C. 

En 1929, el botánico William E. Whitehouse viajó a Persia –ahora Irán– para recolectar pistaches, con la esperanza de encontrar una variedad que fuese apta para plantarse en América. De las veinte libras (más de nueve kilos) de nueces que recogió, sólo una variedad floreció en el Valle de San Joaquín, en California. Una sola nuez pesa un cuadragésimo de una onza; hay 320 onzas en 20 libras, y de todo lo que recolectó, una sola nuez (semilla) echó raíz. Los alimentos están atados a su lugar de origen. Esa pequeña nuez hembra fue, en ese momento, la única que pudo con el clima y demás condiciones ambientales en Estados Unidos. Whitehouse nombró al pistache Kerman, en honor a una ciudad cerca del lugar de nacimiento de dicha nuez, famosa por sus tapetes. La diminuta pero poderosa Kerman emprendió la industria del pistache americano, que empezó a florecer en los años sesenta y detonó décadas después cuando, en 1980, el presidente Jimmy Carter decretó un embargo comercial en Irán, como resultado de la crisis de rehenes de 444 días. Esto incluía todos los productos de agricultura y la prohibición devastó el mercado de pistache iraní y empoderó a Estados Unidos para hacer crecer su capacidad de cultivo de esta semilla. Hoy, Estados Unidos es uno de los líderes mundiales en su producción: los casi 235 millones de kilogramos de pistaches cultivados nacionalmente en 2014 provienen de aquella Kerman, la variedad que representa casi todo el pistache que se planta en ese país.

La primera vez que supe algo sobre la pérdida de biodiversidad, y las muchas razones por las que ha sucedido, estaba algo escéptica. Me había pasado la vida obsesionada con la comida, ¿y estaba desapareciendo? ¿Por qué no había escuchado nada de esto?, ¿cómo era posible? La respuesta está en que muchos de estos cambios han sucedido lentamente, a lo largo del tiempo. Estas bajas en el alimento están enterradas en la tierra, metidas en los panales de abeja y escondidas en los corrales del ganado. Empiezan con microorganismos invisibles para el ojo humano y hacen eco a través de cada eslabón de nuestra cadena alimenticia –desde la tierra hasta la semilla y el polinizador; desde la planta hasta el pescado y el animal–, comprometiendo justo los ecosistemas que hacen posible mucha de nuestra comida.

 
 
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Mientras en algunos lugares del mundo están experimentando un aumento de la diversidad en determinados aspectos de su dieta, la tendencia general es la misma que vemos en los teléfonos y en la moda: estandarización. Cada lugar se ve y sabe cada vez más parecido, y el país que marca esta tendencia es Estados Unidos. Los carbohidratos refinados, las proteínas animales, las grasas y los azúcares añadidos que componen la mayor parte de nuestra dieta se han convertido también en el patrón de alimentación para el resto del mundo. Este aumento de semejanzas es lo que el conservacionista Colin Khoury y los coautores del estudio más completo hasta la fecha sobre diversidad –y la falta de– de nuestro suministro de alimentos, llaman nuestra «dieta global estándar». Los investigadores analizaron cincuenta años de estadísticas sobre los grandes cultivos consumidos por 98% de la población, y encontraron que las dietas alrededor del mundo se han expandido en términos de cantidad, grasas, proteínas y calorías, cuya mayoría proviene de alimentos con alto contenido energético, como el trigo y las papas. En zonas que enfrentan inseguridad alimenticia, esto es algo muy bueno.

Los investigadores también descubrieron que la agrobiodiversidad, con respecto a nuestra alimentación básica, ha aumentado. Otra cosa buena. En Vietnam, 80% de las calorías de las plantas provenían del arroz; ahora el maíz, azúcar y trigo han ascendido en importancia, y las calorías del arroz han disminuido a 65%. En Colombia no existía el aceite de palma; ahora, casi la mitad de las grasas provenientes de plantas, usadas por los colombianos, se sacan de la palma y es el tercer país productor de este aceite en el mundo.

Pero esta disponibilidad oculta la verdad más desafiante que descubrieron Colin y sus colegas. Globalmente, los alimentos se han vuelto más parecidos y menos diversos. Mientras la cantidad de alimento en el mundo se ha reducido hasta dejar sólo un puñado de cultivos, las siembras locales y regionales han escaseado o desaparecido por completo. Trigo, arroz y maíz, además del aceite de palma y la soya, son lo que ahora comemos todos –el mismo tipo y la misma cantidad.–

Sí, este incremento en carbohidratos, grasas y proteínas ha ayudado a alimentar gente hambrienta, pero en una escala global también ha aumentado nuestras posibilidades de convertirnos en lo que el autor Raj Patel llama «atiborrado y hambreado». El mundo sobreconsume alimentos altos en contenido energético y come menos alimentos ricos en micronutrientes: las pequeñas pero esenciales cantidades de vitaminas y minerales que necesitamos para tener un desarrollo físico, metabólico y de crecimiento saludables. Mientras 795 millones de personas pasan hambre, más de dos mil millonesde personas tienen sobrepeso o son obesas. Y ambos grupos sufren de malnutrición en micronutrientes.

La dieta estándar global está cambiando la biodiversidad de casi todos los ecosistemas, incluyendo los cien mil millones de billones de bacterias que viven en nuestra panza, parte de lo que se conoce como nuestro microbiomedio. Los alimentos y bebidas que consumimos suman a –o cada vez restan más de la diversidad de nuestra flora intestinal, y tienen implicaciones a largo plazo con respecto a qué tan sanos o enfermos estamos.

Los factores que contribuyen a este cambio son complejos y están interconectados, pero la razón principal para este desplazamiento es que hemos reemplazado con monodietas o megacultivos la diversidad de los alimentos que solíamos comer, canalizando nuestros recursos y energía hacia la plantación de megasembradíos de cereales, soya y aceite de palma. Mientras agricultores de todo el mundo siembran cada vez más cultivos genéticamente uniformes y de alto rendimiento, las variedades locales se han reducido o desaparecido por completo. Por esto, ahora nos enfrentamos a uno de los cambios más radicales que jamás hayamos visto con respecto a lo que comemos, cómo lo comemos, y qué podremos comer en el futuro.

Según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), ahora 95% de las calorías mundiales provienen de treinta especies. De 30,000 especies de plantas comestibles, cultivamos alrededor de 150. Y de las más de treinta aves y mamíferos que hemos domesticado para la alimentación, tan sólo 14 tipos de animales proveen 90% de la comida que obtenemos del ganado. La pérdida es impactante: tres cuartas partes de la comida del mundo proviene de tan sólo 12 especies de plantas y cinco de animales.

Aunque estos números son aproximados, hablan de una tendencia alarmante: dependemos de menos especies y variedades para nuestro alimento y bebida –una forma muy inestable de sustentar lo que necesitamos para sobrevivir–. Es peligroso por la misma razón que los expertos en inversión nos dicen que hay que diversificar nuestros holdings financieros: poner todos nuestros huevos en una misma canasta –figurativa o literalmente– incrementa riesgos.

Una reducción en la agrobiodiversidad nos sitúa en una posición cada vez más vulnerable, donde altas temperaturas o una sola plaga o enfermedad podrían comprometer severamente lo que plantamos, cultivamos y comemos. Esto fue, en parte, la causa de la Gran Hambruna Irlandesa en la década de 1840, cuando un tercio de la población dependía de las papas para su alimentación y un octavo –alrededor de un millón de personas– murieron cuando una enfermedad conocida como la plaga de la papa arrasó con los cultivos. También sucedió con la Plaga Sureña de la Hoja de Maíz, que en 1970 eliminó un cuarto del maíz americano. Y hoy se exacerba con la proliferación del herrumbre de trigo, conocido como la «polio de la agricultura», que está amenazando 90% del trigo africano.

Es por esto que los genetistas de plantas están trabajando día y noche para desarrollar un nuevo tipo de plátano que reemplace el Cavendish, una variedad que fue introducida en la década de 1950, cuando el hongo de la tierra Fusarium oxysporum eliminó el Gros Michel, que solía ser el plátano que se encontraba en los estantes de las tiendas. Esos Cavendishes ahora están sucumbiendo ante el Tropical Race 4 (TR4), una cepa del mismo hongo que diezmó el Gros Michel.

 
 
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No importa dónde vivas, seguro tienes el recuerdo de algo que solías comer que ya no es parte de tu dieta, algo que tu abuela preparaba o algo que vendían en una pequeña tienda. Algo que has perdido. Esta extinción es un proceso: sucede con una comida a la vez. Pero por fortuna, muchos de estos cambios han ocurrido en las últimas décadas, lo que significa que podrían volver a cambiar. Claro, siempre y cuando nosotros mantengamos la diversidad salvaje, la de las granjas y las colecciones almacenadas que contienen los atributos que podríamos necesitar ahora o en el futuro: inmunidad contra una enfermedad, mayor adaptación a un clima cambiante, la posibilidad de mayores rendimientos o más valor nutricional –y un sabor delicioso.–

Pero para poder mantener esta diversidad y facilitar el cambio, tenemos que empezar a pensar diferente sobre la comida en nuestros campos y en nuestros platos, y ser más selectivos con respecto a sus fuentes. «¿Cómo transgredimos aunque sea un poco el sistema?», pregunta Colin, «Piensa en el aceite. Definitivamente estamos comiendo más de éste: aceite de soya, luego aceite de palma –mucho más que otros aceites en el mundo–. Aunque de entrada no es evidente que comer aceite de oliva sería algo radical, si ampliamos nuestro panorama, eso es exactamente lo que es. Hoy, comer aceite de oliva es un acto radical. Comer cualquier cosa que no sea arroz, trigo, maíz, soya o aceite de palma es radical».

La revolución empieza aquí, en nuestros platos, al observar los pilares de nuestras propias dietas, y al hacer cambios simples. La manera de regresarnos este poder a nosotros mismos es entender por qué comemos lo que comemos. Y entender todo lo que estamos perdiendo, para así saber qué reclamar.

 
 

 
 

La pieza anterior es un extracto de Pan, vino, chocolate: la pérdida lenta de los alimentos que amamos (Bread, Wine, Chocolate: The Slow Loss of Foods We Love). Copyright ©2015 por Preeti S. Sethi. Reimpresión con el permiso de HarperOne, una división de HarperCollinsPublishers.