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Arte marchante: Murales en los mercados

por Margot Castañeda; fotos: Felipe Luna, Ricardo Martínez Roa, Fernando Barroso

¿Los mercados de México pueden ser obras de arte? Algunos. El de La Merced, quizá; una construcción luminosa con techo de cubiertas laminares en forma cóncava, diseñada por el arquitecto Enrique del Moral… O el de Tlatelolco, aunque no está en Tlatelolco sino en el patio principal del Palacio Nacional y es una de las más famosas creaciones de Diego Rivera. ¿No vale? Cierto, no es un mercado, es un mural que imagina cómo pudo ser una jornada del popular tianguis durante la época dorada de Tenochtitlán. Bueno, ¿qué tal la Central de Abasto? Es una pieza de 327 hectáreas que el arquitecto Abraham Zabludovsky construyó sobre cemento y ladrillo en 1982. La obra es intervenida todos los días por huacales, redes, lonas, basureros, cajeros automáticos, letreros (algunos hechos a mano con la vieja técnica del rótulo mexicano), mandiles, balanzas, altares, esculturas de la Virgen de Guadalupe... O no, porque la Central de Abasto es otro monstruo: una ciudad con su propia democracia, su cultura, sus delincuentes y sus gendarmes.

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Olvidemos la idea del mercado como obra de arte.

Algunos mercados son museos. El Abelardo Rodríguez, digamos. Se resiste a morir gracias a los ocho o nueve necios que todavía abren sus puestos, aunque sea por puritita costumbre. No recibe a los miles de marchantes que otros más pop, como el Sonora. Mejor. Así uno puede plantarse frente a sus murales y dialogar con ellos largo rato sin que un diablero llegue a romperle los tendones. Vaya, con las paredes y los techos cubiertos con murales de Pablo O’Higgins, Isamu Noguchi y Ángel Bracho, tiene derecho a la vida con o sin locatarios. Las grietas, el polvo y las telarañas pueden verse de dos formas: como la decadencia o como la historia contenida. O una mezcla machacada de ambas.

Otros son más bien galerías contemporáneas. Vayamos a la Condesa. El que está en la esquinita de Michoacán y Tamaulipas no es tan buen mercado (es caro y no muy variado), sin embargo, sus paredes han acogido a artistas urbanos tan talentosos que no los tiene ni Obama. Saner (México), Fafi (Francia) y Sam Flores (San Francisco) son algunos de los que han intervenido sus muros. El mercado estrena mural de un artista diferente cada seis o doce meses, y por lo general las obras son ventanas a la cultura pop contemporánea. Diez de diez condeseros recuerdan a los stormtroopers que el colectivo Street Art Chilango pintó sobre una de las paredes exteriores del mercado en 2015, cuando Star Wars fue la referencia de moda.

A últimas fechas varios artistas mexicanos han plasmado su visión de la identidad cultural chilanga en los mercados. Christian Pineda pintó un mosaico culinario latinoamericano en el de Medellín. En Xochimilco, Heyliana Flores no pudo pintar las paredes, pero montó su obra (protagonizada por un ajolote rosa) sobre huacales. El Colectivo Chiquitraca contó la historia del Juárez en su fachada. El Colectivo BAD creó un mural que recuerda los vitrales de las iglesias del barrio de San Juan en su mercado principal, y el Jamaica presume un mural de mil cuatrocientos metros cuadrados que hace homenaje a la fertilidad, de la autoría de Colectivo Germen. Y éstos son sólo algunos ejemplos.

El arte urbano (legal) de los mercados se detonó a partir de Proyecto Marchante: trueque con el arte, una iniciativa de la museógrafa mexicana Syrel Jiménez Lobato. En 2013 ella convocó a colectivos y artistas urbanos para rayar las paredes de diez de los más de 300 mercados de la ciudad. Conaculta y el INBA fueron los mecenas y la Unidad Grafiti y de Rescate de Espacios Públicos fue el aliado de los artistas (para que la policía no los confundiera con grafiteros y los multara por daño a propiedad pública).

Rivera pintaba mujeres vendiendo flores (estoy siendo reduccionista para fines prácticos) y los colectivos urbanos del 2017 pintaban stormtroopers. En el fondo, el fin de ambas expresiones es el mismo: resignificar el espacio, fortalecer el tejido social… Atraer a los marchantes con pinturas bonitas, pues. Para eso es el arte, tal vez: para abrir espacios, para crear identidad, para generar comunidad, para manifestarse y para recrearse.

En su carácter urbano y público, los murales (viejos o nuevos) de los mercados mexicanos toman significado en su contexto. No se contemplan como objeto artístico aislado, sino que reinventan su espacio, le dan un nuevo sentido a la experiencia de ir a hacer el mandado. No es lo mismo escoger las manzanas en el súper, bajo la turbadora luz de quirófano, que ir al mercado del barrio y disfrutar un poquito de arte cotidiano, aunque sea de reojo mientras se compra el chicharrón y el aguacate o se taquea una barbacoa en domingo.

Lo bonito del arte en los mercados está en ese contexto. La palabra viene de «texto», que significa tejido. Los murales marchantes (ya los bauticé) se encuentran dentro de un tejido de relaciones con las personas y los objetos que lo rodean en el mercado: doña Carmen la de los tlacoyos, Inés la de la cremería, el cazo de las carnitas, los jitomates, las bolsas de compra, etc. Esas relaciones forman un significado: el sentido de barrio, de colectividad, de ocio y de negocio que sólo está en el señorío gastronómico del mercado, entre el pasillo de las carnes y el de los abarrotes.

Los “jóvenes” y las “güeritas” que vamos a los mercados intervenidos por el arte no somos espectadores: somos parte de la obra. El arte marchante es abierto, es colectivo, es popular. Y la popularización nunca mata al arte, lo alimenta.~