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Ginza Kagari, el accidente del año

texto y fotos: Claudio Castro

¿Existe ‘el mejor platillo’, existe ‘el mejor restaurante’, ‘la mejor comida’? No lo creo. Existe tal vez el contexto en que sucede el mejor platillo, en que se da la mejor comida. La mejor comida de tu vida puede implicar de varios elementos, ejemplo: estar rodeado de gente querida, en tu lugar o ambientación favorita o que alguien cercano cocine para ti algo fabuloso. Es estar en un determinado momento. La mejor comida es contexto. Y puede o no estar planeada. Sucede. A veces, de manera accidental. Se puede estar del otro lado del mundo, solo y en un país desconocido.

Yo terminé en Kagari por accidente. Ya había escuchado maravillas de ese lugar. Un pequeño restaurante especializado en un solo ramen: graso, cremoso, salado, crujiente, lleno de umami. No todo el ramen tiene estos elementos reunidos; o por lo menos eso creo, tomando en cuenta el sinfín de variedades que existen, y las muchas que he logrado probar: desde elementos como los fideos tipo soba hechos y cortados a la perfección o los fideos sumamente delgados precocidos, instantáneos, hasta los caldos concentrados del tsukemen (mi menos preferido, con el perdón de los maestros) o las bases ligeras como el shôyu o miso.

Este accidente sucedió gracias a mi ingenua esperanza de toparme a un maestro del sushi llamado Jiro (sí, ese mero) afuera de su aclamado restaurante. Sólo por gusto y curiosidad, ya que fue dificilísimo reservar un lugar. Y la cantidad de dinero que podría implicar: entre 4 y 5,000 pesos. (Ir a Japón para probar estas especialidades puede darnos nuevas perspectivas, claro, pero requiere planes de mucha antelación. El país en general es tantito caro, pero irse de mochilazo y desayunar sandos de cerdo empanizado calientito, suave y crujiente, en un 7-Eleven puede salvarles la vida. Son riquísimos.)

Kagari y Jiro se encuentran dentro de la estación de Ginza, uno de los barrios más atareados y comerciales de Tokio. Era mediodía y quería arrancarme la espina de visitar Sukiyabashi Jiro, aunque sea verlo desde afuerita. Al momento de entrar a la estación, justo antes de cruzar los torniquetes, existe una puerta cristalina, de gran altura, separando el flujo de gente que toma el metro. Entras y, tal cual como en el documental, está el restaurante. Una señal decía no fotos o video. Opté por asomarme. Se escuchaban voces y algunos elementos de la cocina: ollas, cuchillos, órdenes. Creo haber visto un atún puesto en una mesa metálica en la parte de atrás. Tal vez fue un espejismo.

Después saqué mi celular. Revisé mi lista en Foursquare, pensé en ramen y mi primera mirada fue hacia el nombre Kagari. La dirección decía treinta metros, dentro de la estación Ginza. ¡Fabuloso! Salí de esa sección y decidí buscarlo.

Allí estaba, en un rincón, alejado del caos que un mediodía en Tokio puede implicar. Era todavía temprano; la fila era de cuatro personas. En un lapso de quince minutos algunas personas salieron del restaurante, pero la fila no avanzaba. Pero en Japón, al menos en mi experiencia, hay un orden envidiable orden y una eficiencia en general. Cinco minutos después, ya con más personas formadas, salió una persona a tomarnos la orden. Así, uno por uno hasta la persona número ocho.

Otros cinco minutos más tarde deciden pasarnos. En el restaurante no quedaban comensales. Justo después de pasar esa mantita de la entrada, pude ver a un sólo cocinero detrás de la barra. Un solo cabrón haciendo todo: el caldo, los fideos, las proteínas y el montaje de los suplementos (huevo, jengibre, nori, daikon, entro otros). Los ocho comensales nos sentamos al mismo tiempo y, en cuanto tocamos las sillas, la mirada de todos se fue directo al cocinero.

Alto, de pelo negro lacio, con uniforme blanco, gorro y guantes del mismo color, el maestro del ramen parecía tener todo controlado. Fideos cocinados al dente, un caldo cremoso hecho a base de pollo y schmaltz (grasa de pollo), pechugas tiernas y blancas de pollo y finalmente, un huevo perfecto, elote baby, rábano blanco y restos de un crujiente ajo frito. Allí estaba el tazón accidental, ocasionado por una ingenua ilusión. Antes de dar mi primer bocado vi a un par de señoras a lado de mí ya comiendo y tratándome de decir: “So good.” Solté una pequeña carcajada y, finalmente, probé.

Fideos, caldo, un pieza de pollo y huevo, con la yema derramándose por un lado, todos en una cuchara, los fideos tomados con palillos y acercados a la cuchara, una técnica aparentemente muy eficaz. Eran bocados completamente uniformes, la cremosidad del caldo se adhería por completo a los fideos y podías sentir la grasa del pollo invadir tu boca. Mientras todos sorbían ruidosamente, como en aquella escena de Tampopo, mi total concentración se fue directo a la sopa. Era grasosa, pero jamás pesada; los fideos eran suaves con esa untuosidad del caldo caliente; el pollo, casi como mantequilla, con ligeros toques de ajo y cebollín.

Fue magnífico, recuerdo que al momento de acabar decidí acercarme al cocinero y darle las gracias, que había sido una comida magnífica (rara vez lo hago, lo juro). Con una pequeña sonrisa, se inclinó y dijo: arigato gozaimasu. Salí por donde entré. En Sukiyabashi, a treinta metros de mí, había acción aunque Jiro no se veía por ningún lado.

En ese viaje me propuse no repetir ningún lugar. Fallé. Kagari me hizo cambiar esa decisión. Regresé al día siguiente. Iba muy confiado y emocionado pero la fila era larguísima. Fue lo de menos. Esperé dos horas para volver a probar ese ramen, probablemente mejor que el día anterior y de lo mejor que comí en Japón. Y en todo 2018.~


Kagari se mudó recientemente. El día que vayan, nomás entren a la estación Ginza y pregunten por él. Acá la dirección: 1 Chome-16-12 Takasago, Urawa-ku, Saitama-shi, Saitama-ken 330-0063, Japón.