Sobre el bacalao

 

texto e ilustración: Pablo Duarte

Habrá sido la contradicción. Por un lado está la temporada, dispuesta más bien hacia lo cursi, hacia la recitación fácil de cordialidades; sus pretendidos gustos más inclinados a lo mullido, al amaderado confort de las reflexiones cándidas y las resoluciones optimistas. Por otro, el pungente aroma casi lúbrico del mar y la sal que nada más abrir la puerta de la cocina sobrecoge y nubla. Las entrañas de la navidad –las cuatro hornillas, el horno a gas, más allá el refrigerador y el fregadero colmado de la utilería agotada por el uso– eran una abrumadora estación de bacalao en crudo. Habrá sido ese choque entre el mundo del ponche y buñuelo acaramelado –todo piloncillo y masa obsecuente–, y esos tabicones blancos, casi medievales flotando en el agua y perfumando a madurez todo el entorno que me predispusieron en su contra.

¿Cómo saber que algo te disgusta por antipatía clara, justa, y no por consecuencia del remilgo?

Jamás lo probé.

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Habrá sido también que en casa no había receta preservada de guerras y exilios, susurrada y celebrada y disputada, repetida cada año para solaz. La receta del bacalao no era el centro de la mesa –alguna tía hacía lasaña y cuando la amabilidad entre parientes se mantenía por varios días, los buñuelos se hacían en colectivo–. El bacalao era un platillo más, aplaudido, sí, centro de mesa, pero ni histriónico ni genealógico. Era el bacalao ese pescado ordinario que fue durante siglos: porque dicen algunas fuentes que por momentos, allá en los siglos de antorchas y conquistas del Nuevo Mundo –por ahí del 1550–, más de la mitad de los pescados masticados en Europa eran bacalaos curados a la vikinga o a la española. De pesca abundante entonces y nado no muy profundo, ese gadiforme era presencia cotidiana –el bacalao lo partía el patrón en plantaciones y fincas para alimentar a la mano de obra colonial; lo aprovechaban en tiras resecas exploradores y soldados; era, pues, proteína de batalla. La senectud de una costumbre y la convicción de lo inagotable de la naturaleza llevaron a esta especie bocona y contundente a estar en riesgo de expirar hacia finales del siglo veinte. Pasó años vedado y protegido –el atlántico no deja de estar etiquetado como vulnerable– y apenas repuntan sus poblaciones.

Y de no ser por la navidad pasada, me habría quedado sin el gusto.

Por contradicción o ausencia de folclor familiar, el bacalao me daba asco –ese sí, histriónico e infantil–. Ahora pienso que mi asco era señal de algo más, de una madurez de la que huyo. En medio de una temporada de facilismos, el bacalao ponía al descubierto la severidad, lo brutal de lo ordinario. No es sólo el gusto desafiante el que recuerdo, sino una toma de conciencia de algo más profundo: que lo aparentemente rancio convive con lo fresco, que lo que astringe y raspa al paladar es disfrutable si se está dispuesto a ello. Y ahora lo estoy, gracias a la navidad pasada. Y pienso también, en estos días en que ya se acerca el fin de este año casi igual a cualquier otro, que el bacalao era, para mí, el aviso de aquello que F. Scott Fitzgerald mucho tiempo atrás definió con todo tino: que la inteligencia es tener en la mente dos ideas contradictorias simultáneamente.~