El símbolo del mojito

 
foto: Angélica Portales/flickr

foto: Angélica Portales/flickr

Con su simpleza y con su vejez, el mojito es uno de esos cocteles cuya paternidad puede ser reclamada por muchos cantineros. Muy poco sabemos: acaso que fue creado durante los años adolescentes del siglo pasado –no es imposible que por el 15 o el 16, bajo el régimen del general García Menocal– y que ha vivido su vida atado ineludiblemente a La Bodeguita del Medio, un bar a media cuadra de la catedral en la Habana Vieja. Los meseros de ese antrito lo popularizaron, durante los treinta y cuarenta, a fuerza de insistencia y name-dropping: pronto lo convirtieron en blasón de Hemingway, que en alguna pared trazó su venerable adagio My mojito in La Bodeguita, my daiquiri in El Floridita, pronto su mezcla sacó a la menta de su pasado decorativo y la colocó para siempre como ingrediente principalísimo en cualquier barra de veras cosmopolita.

No era para menos: se trata de un trago tan elegante, tan refinado, que es casi imposible creer que para mezclarlo se necesite de una suerte de tejolote flaquitito o un microbat de béisbol. Así es un mojito (ojo: el orden de los factores altera el producto hasta el franco desagrado): se pone un poco de azúcar, el jugo de medio limón y unas hojas de menta en un vaso de extrema transparencia; esa mezcla se aplasta con el tejolote o mano de mortero para formar un jarabe a partir del aceite liberado por la menta; si a este sirope le agregan el limón exprimido y le dan un par de golpes más la cáscara sumará un toque amargo que dará al mojito su ponedora quintaesencia. Los últimos detalles: ron (se acepta Havana Club blanco), hielo, soda y un último adorno de menta. Aunque sus pocos detractores digan que el mojito es nomás un ron Collins con menta, la verdad es: éste es un trago sencillo y perfecto.~