Chilaquiles para todos

 

Los chilaquiles son uno de los alimentos unánimes de México. Su antojo es como el sol: sale para todos. O como la muerte: nadie se libra de él. Suele dar en la mañana, a eso de las once y media, una vez que hemos superado los primeros malhumores de la oficina y matado un par de horas en facebook y twitter. Están asociados a la cruda y a la vida oficinista, pero nunca exclusivamente. El antojo del chilaquil se extiende por ciudades enteras: desconoce fronteras delegacionales, fronteras estatales: se extiende como se extiende la mancha urbana, con el mismo caos, con el mismo espíritu irrefrenable. Llega donde llega el tiempo de reponer energías. Llega ahí donde gente trabaja o padece o simplemente vive. (Vivir es un trabajo que padecemos todos.)

¿Se imaginan que la vida no tuviera chilaquiles? O peor: ¿que la vida nos quitara los chilaquiles? La idea es tremenda como un heraldo negro; un golpe tan fuerte como el odio de dios. Pues bien: la escritora Julieta García ha tenido que dejar de comer chilaquiles y esta semana ha venido a hablarnos de esa caída del cristo del alma. Dice Julieta: “No recuerdo la primera vez que comí chilaquiles pero sí recuerdo la última. Sé que hoy en la mañana quise hacerlo de nuevo y recorrí para arriba y para abajo los pros y los contras, hasta que terminé rechazando el plato una vez más, porque le conozco sus mañas. Ahora, que me quedan lejos, que habitan en el territorio de la fantasía, pienso en eso de que uno no sabe lo que tiene hasta que lo ve perdido. ¿Cuántas veces comí chilaquiles? Tampoco lo recuerdo, pero sí tengo la certeza de haberles hecho el feo en más de una ocasión.” ¡Qué terrible historia, como las historias de amor que suceden contra nuestra voluntad! En la historia de Julieta hay también el giro del destino que casi se vuelve moraleja: “Hubo domingos y días festivos en los que los platos de chilaquiles se sirvieron junto a mí para que otros los probaran sin que yo imaginara prohibiciones que no tienen que ver con la voluntad.”

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Entonces: no dejen para mañana el chilaquil que se pueden comer ahora mismo, amigues. Como sucede con otros grandes platos unánimes, existen debates alrededor de los chilaquiles, debates que pueden suscitar revoluciones, alzamientos, quemas. Por ejemplo: ¿verdes o rojos? El chef Enrique Olvera, a quien sin duda conocen, opta por los chilaquiles divorciados: medio plato verde, medio plato rojo. La solución es sin duda sabrosa y probablemente salomónica. Para mayor inclusión, agreguen cebolla blanca y cebolla morada al final. En casa de los mejores chilaquiles todos somos bienvenidos.

He aquí otro debate: ¿totopos crujientes o suaves? Gabriela Cámara, chef y propietaria de Contramar en CDMX y Cala en San Francisco, vota por totopo suave, bien remojado en su salsa, especialmente cuando se trata de la inveterada torta de chilaquil. Gabriela vive cerca de la Esquina del Chilaquil, una de las torterías más populares de la ciudad, donde la torta de chilaquiles se rellena también con milanesa de pollo. (También les ponen cochinita pibil, si uno lo pide así. Así son esas maestras torteras.) La chef Cámara adaptó la receta de torta de chilaquil con milanesa para hacerla en casa. Es una segunda vida, acaso mejor que la primera, para las sobras de chilaquiles.

(Entre paréntesis, si ustedes son vegetarianos o simplemente hoy no quieren pollo o cochinita, pueden hacerse estos chilaquiles con setas. Están bravos, eh. Métanlos en un bolillo. O no: en los chilaquiles todo es opcional.)

¿Quieren otro alimento unánime de la humanidad? Piensen en la combinación de café y leche. “Yo creo que las buenas combinaciones ya fueron inventadas –escribió Borges por ahí– y que nada podrá superar al café con leche.” Tal vez tenía razón, como solía ese querido escritor. “Su inventor debe haber sido un ser excepcional”, escribió también. Lean aquí un elogio de esa combinación. Todo es una remezcla.

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Y hoy, sólo por hoy, propónganse lo irrealizable.~