El lenguaje de las guayabas

 

por Deniss Villalobos

Todas las memorias que conservo de Imelda, mi abuela paterna, tienen que ver con comida: tortas de plátano y huazontles capeados, los platillos favoritos de mi papá; huevos con jamón, un desayuno elemental que siempre me supo delicioso si lo preparaba ella; la sopa de habas que no quise comer porque de solo olerla me dieron ganas de vomitar. Cuando terminaban las clases, mi hermana y yo caminábamos a casa para recoger nuestras bicicletas e ir hasta donde vivía mi abuela, con quien comíamos algunos días a la semana. Quién sabe de qué hablábamos. La recuerdo contando chistes muy subidos de tono para dos niñas de primaria, siempre sentada a la mesa con nosotras pero sin comer, con un cigarro detrás de la oreja y atenta a lo que necesitáramos: más tortillas, otro plato de sopa, un tenedor para el postre o un poco más de sal. También la recuerdo un caluroso día de verano en que nos recibió con mi agua de sabor favorita: guayaba. Emocionada y con las mejillas rojas por el sol, destapé la jarra sólo para encontrarme con dos abejas que flotaban en la superficie y lucían como si acabara de interrumpir su práctica de natación. Mi abuela, sin decir nada, sacó las abejas con una cuchara, las llevó al jardín trasero y volvió a la mesa para llenar mi vaso. Dicen que comer o beber en compañía de otros es un acto de comunión. Si algo sé yo sobre comunión es esto: el agua de guayaba con abejas sabe mejor. 

La abuela Imelda en Cancún

La abuela Imelda en Cancún

El idioma que mejor hablaba mi abuela Imelda era el de ofrecer comida. Amy Tan lo describe en El club de la buena estrella: “Las madres chinas no expresan el amor que sienten por sus hijos con besos y abrazos, sino ofreciendo dumplings al vapor, mollejas de pato confitadas y cangrejo.” Su vida giraba en torno a la mesa del comedor y los platillos que se servían en ella. Cuatro hijos, un esposo que exigía que todo fuera perfecto, doce nietos. ¿Era la comida su idioma materno o una segunda lengua? ¿Acaso existió otro que nunca pude escuchar?

Mi abuela Imelda murió mientras dormía. No me sorprendería si sus últimas palabras hubieran sido: ¿te preparo algo de cenar? Fui de las primeras en llegar a su casa después de que mi papá me llamara para darnos la noticia. La vi en su cama y no parecía diferente; era ella, con todo y su lunar en la punta de la nariz, el lunar que también llevo yo, exactamente en el mismo lugar. Estaba acostada y se veía como si en cualquier momento se fuera a levantar preguntando si queríamos algo de almorzar. No tengo idea de qué comimos durante el funeral, pero mis primos y yo contamos algunos de sus chistes y, aunque tratamos de evitarlo, en algún momento y ante la mirada de reprobación de las personas que rezaban, nos empezamos a carcajear.

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En una de las escenas finales de Otoño tardío, la película de Ozu, dos mujeres platican mientras comparten la mesa. Akiko, interpretada por Setsuko Hara, recuerda a su fallecido esposo junto a Ayako, su hija, durante su último viaje juntas antes de que la chica se case. Akiko le desea felicidad, y le recuerda que ambas tienen mucha vida por delante, intentando consolarla para que Ayako no sienta culpa por dejar a su madre viuda. Al final, y haciendo a un lado su tazón, Akiko comenta que siempre recordará haber comido anko junto a su hija en aquel lugar. 

Emma, a la derecha, en 1944

Emma, a la derecha, en 1944

Ese momento tan íntimo y simple me hace pensar en Emma, mi abuela materna, la persona con quien he compartido más comida. Por ejemplo, los hotcakes con mermelada de fresa y omelets rellenos de queso en salsa verde los sábados por la mañana, cuando bajaba las escaleras en pijama y con el pelo aún alborotado porque en mi casa no había nada para desayunar. El pozole y los chiles en nogada que ella preparaba cantando en la cocina, moviéndose entre cazuelas y sartenes como si además de cocinar bailara. Los sándwiches con queso manchego que yo preparaba para cenar, tostados en la sartén como a ella le gustan y acompañados de licuado de manzana con chocolate. 

Mi abue no ha muerto, pero en los últimos meses ha ido a ver panteones preguntando por paquetes que incluyen no sé cuántos espacios para enterrar o cremar a toda su familia y, por el precio, imagino que a por lo menos tres o cuatro generaciones más. Supongo que a los 83 años es normal pensar en dónde terminará tu cuerpo. Yo pienso en ello todos los días desde que cumplí quince y, aunque he sostenido a un pájaro moribundo en la palma de la mano, sigo pensando que ella siempre va a estar ahí. 

Además, no me ha enseñado a preparar todas sus recetas. ¿Cómo podría irse sin dejar un diccionario abuela-cocina? ¿Cómo es que que he pasado más de veinte años a su lado y no he aprendido a hablar en albóndigas, arroz poblano, chiles rellenos o caldo de res? Porque, a diferencia de mi abuela paterna, mi abuela Emma es políglota, y si no me ha enseñado el idioma de la comida, sí he aprendido a silbar en gorrión y a regar en planta. 

Emma, la primera a la derecha, cuando trabajaba en Las Chalupas

Emma, la primera a la derecha, cuando trabajaba en Las Chalupas

Mi abuela tuvo que trabajar mucho pero en su casa no había hombres que exigieran comida. Tal vez por eso todo sabía mejor. En la cocina la canasta con huevos, la fruta, las hierbas y los frascos en los que descansan hojas que echan raíces están todos en donde ella decide que deben estar. Vaya, en su cuarto ni los ratones mueven un alfiler sin su permiso.

Creo que si tuviera que quedarme sólo con un momento elegiría alguna de las veces que he compartido con ella una taza de atole de guayaba. Hace unas semanas estuve enferma y, aunque vivo lejos y puedo preparar el atole sola, mi abue me mandó un litro para que me sintiera mejor. Yo la sentí ahí, sentada junto a mí, como cuando vivía en su casa y sin necesidad de hablar tomábamos las tardes compartiendo atole o compartíamos las tardes tomando atole y viendo una película. Y pude escuchar con claridad, en el lenguaje de las guayabas que quizá sólo la familia Myrtaceae y mis abuelas saben hablar, traducido para mí gracias a un poco de masa, canela y azúcar, que todo va a estar bien.~


Ahora háganse el atole de guayaba de la abuela Emma. Viene de una conversación en whatsapp, otro de los lenguajes que las abuelas disfrutan tanto:

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