En defensa del buffet. Casi.

 

por Isabel Zapata; fotos: Ana Lorenzana; buffet: Bar Antonio

La libertad de elegir nos gusta tanto que hemos escrito manifiestos y librado guerras en su nombre. Tener opciones es bueno, en teoría: nos permite introducir en nuestra vida cierta variedad que nos aleje del aburrimiento. Como entretenimiento, apuntamos ventajas y desventajas en páginas reales o imaginarias hasta llegar a una decisión informada, sensata, estratégica. Hasta que el mundo nos rebasa. Todo es risas y diversión hasta que nos enfrentamos, en el pasillo de aderezos del supermercado, a quince tipos diferentes de mayonesa: clásica, light, con chipotle, baja en grasa, con sriracha, con tocino. Unos metros más adelante, se nos vienen encima las cajas de cereal, las pastas de dientes, las lechugas. Lo mismo pasa en restaurantes con menús tan largos que requieren ser empastados como libros. (El de Andrés Carne de Res, en Colombia, pesa lo mismo que el chuletón de cerdo.) Derrotados y deseando que alguien decida por nosotros, ponemos la carta a un lado y preguntamos al mesero: ¿Y usted qué recomienda?

 
 

Pensemos en el buffet, el rey de las alternativas. Incluso para las personas de naturaleza más resistente al cambio, hay algo deliciosamente infantil, infantilmente delicioso, en el paisaje que forman sus múltiples mesas: por acá la estación de mariscos frescos y ceviches, junto a ella los guisados mexicanos, las pastas, la barra de ensaladas. Al fondo, junto a los postres, una señora prepara quesadillas al momento. Los buffets, monstruos sin cabeza, nos llevan a tomar las decisiones más absurdas y vergonzosas. ¿Salchichas miniatura (¿por qué siempre hay salchichas miniatura?) con mermelada? Perfecto. ¿Huevos a la mexicana con una rebanada de sandía y un pedazo de muffin de chocolate? Venga. ¿Puntas de filete con granola? ¿Sushi con pasta primavera y un sopecito de papa con chorizo? ¿Chicharrón en salsa verde con ceviche de mango? Me atrevo. ¿No se te antoja otro pedacito de pastel azteca? Para cuando llega el momento del postre ya hemos casi perdido las ganas de vivir. Pero no le hace, todavía queda espacio para el pastel imposible, la gelatina mosaico y los duraznos en almíbar cubiertos por una misteriosa crema. Si se puede un poquito de cada uno, mejor.

Una cosa lleva a la otra y de pronto ya estuvimos en la sobremesa el tiempo suficiente como para hacer un poco de hambre y volver a la estación de guisados por otro plato de mole con pollo, para aprovechar (los buffets se tratan, en gran medida, de aprovechar lo que pagamos o la oportunidad de comer algo que nunca comemos). Como si no fuéramos a comer de nuevo en días, en semanas, en años, aprovechamos.

 
 

~

¿Cuántos crímenes culinarios se habrán cometido en nombre de la variedad? Pienso de pronto, con una nostalgia que me sorprende, en la fonda frente a mi universidad en la que había un guisado al día. Uno: lo que estaba fresco en el mercado, lo que se le había antojado preparar a la señora o lo que lograra cocinar con los restos de días anteriores. Me gustaba la simpleza de esos días de sentarse a comer con una confianza absoluta en el juicio de otra persona: un platillo al cual entregarme sin reparos. No quise nunca tener otra opción, prefería seguir platicando con amigos o pensando en el examen del día siguiente, en la canción de moda.

Los placeres sencillos que el desbordamiento de la variedad no permite: en un buffet sólo se puede pensar en el buffet.

 
 

~

Mi familia acostumbró durante años vacacionar en un hotel de Puerto Vallarta en donde, al amparo de una palapa gigante, estaba La Rarotonga: un buffet donde desayunábamos, comíamos y cenábamos. Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos: nos pasábamos el día comiendo y guardábamos mangos y bollitos rellenos de queso en nuestras bolsas de playa, para después. Si cierro los ojos, alcanzo todavía a sentir la mirada flamígera del mesero sobre nuestras manos llenas de migajas. Pero no nos importaba, teníamos que aprovechar.

Me he vuelto reservada con el tiempo, pero sigo perdiendo el miedo al ridículo frente a un buffet: no te conozco, lector al otro lado de la pantalla, pero apuesto lo que sea a que puedo armar una ensalada más alta que tú, un sándwich con más pisos, un omelet más decadente. Frente a opciones ilimitadas, el hambre también pierde sentido de la proporción.

 
 

~

El buffet es el punto más bajo de la gastronomía, pero también el más suculento. Es una aberración, una hermosa tempestad de sabores y texturas. No sé si los amo o los odio. Sé que nunca los sugiero como lugar de encuentro y que cuando paso frente a uno, lo evito a toda costa. Pero cuando no tengo de otra, me entrego a ellos como los niños que visitaron la fábrica de chocolate de Willy Wonka: estira la mano y come lo que encuentres. No se me olvida que todos esos niños se murieron ese mismo día, indigestados. Pero felices.~


Un agradecimiento especial al excelente Bar Antonio, que nos permitió fotografiar el barullo de su buffet. Visítenlo, está en la del Valle–