Una hamburguesa hecha de esperanza

 

Luis Reséndiz

Uno se marcha de una ciudad sin nunca pensar en cómo cambiará esa ciudad mientras uno no esté. Solipsista, nuestra mente elucubra futuros para nosotros, no para los sitios que dejamos. Uno se va con la expectativa de que las cosas van a seguir más o menos igual: que los cuates de las pedas que se queden ahí siempre van a estar ahí; que los lugares de siempre no se van a mover por ningún motivo. Nada de eso es así. A mi ciudad, además, le cayeron dos desgracias: explotó un complejo petroquímico de Pemex y, como en todo Veracruz, el narco decidió chuparle hasta el último mililitro de sangre posible a sus habitantes. La consecuencia fue un cierre masivo de negocios y un éxodo de pobladores que sigue hasta hoy. Visitar la ciudad así, de vez en vez cada ciertos meses, se convirtió en una lenta observación de su decadencia. Cada visita revelaba nuevas heridas, nuevas ausencias, nuevas desapariciones. 

Coatzacoalcos; foto: Linda Lesdesma

Coatzacoalcos; foto: Linda Lesdesma

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Las hamburguesas Maxi fueron uno de mis amores más longevos. Mi niñez estuvo marcada por ellas. El local, pintado de verde, amarillo y rojo como un test de daltonismo, estaba a unas cuatro cuadras de la casa. Cuando todavía vivíamos con mi padre, las hamburguesas Maxi eran un sitio de tregua: ahí íbamos a comer en familia cuando había poco dinero —casi siempre— pero las tensiones en la casa habían alcanzado tal punto que se imponía la necesidad de salir todos a intentar mitigar las fricciones —cosa que también sucedía seguido—. Caminábamos desde la casa en silencio hasta que veíamos alzarse la chimenea de las hamburguesas Maxi. Entonces el ambiente se animaba un poco entre nosotros.

Yo adoraba aquel sitio. En su menú había cuatro tamaños: chica, mediana, grande y maxi, todos a precio francamente amigo: de 25 a 45 pesos. La maxi mediría unos veintinco centímetros de largo. Eran unas hamburguesas muy particulares, considerablemente más largas que anchas. Cada uno de los ingredientes de las Maxi estaba finamente calculado para economizar al máximo pero sin sacrificar la experiencia de comer ahí. Su carne era de “res”, asada al carbón y aplanada hasta alargarse como un óvulo delgadísimo —seña de inteligente y nada discreta economización—; el pan, elaborado ahí mismo en las mañanas, era poroso pero firme, con una superficie mate suave que lo mismo le permitía empaparse de aderezos que aguantar dos cortes sin romperse. (Todas las hamburguesas se partían en cuatro pedazos.) A la carne la acompañaba una sola pieza de queso americano que se derretía hasta fundirse en la tortita. 

Lo mejor de todo era prepararse la hamburguesa. En la barra te pasaban el platito de plástico con la hamburguesa, puro pan y carne y queso, sin ningún aderezo. Uno avanzaba sirviéndose lo que quisiera de unos botes de plástico de colores —igualitos a esos donde a veces llevan los guisados los de las trocas de tacos de guisado—: pepinillos, lechuga, jitomate, mayonesas, chiles, mostazas y un aderezo de chipotle con el que yo bañaba mi hamburguesa. Acto seguido, la misma doña que te había pasado la hamburguesa la partía y te la daba.

Fui a ese lugar por años. Primero, con mi familia; luego, cuando el nudo familiar se deshizo y todos nos desperdigamos por la ciudad, solo o con mis amigos. Las noches en mi ciudad son calurosas —la temperatura de día puede alcanzar los nefastos 45º— pero la brisa marina hace las caminatas más o menos soportables. Tengo contables recuerdos de estar ahí, sentado en las sillitas de plástico de Coca-Cola, viendo partidos de futbol en la televisión de 24 pulgadas que durante años fue el único entretenimiento del local. 

Un buen día, tras muchas hamburguesas, me fui de la ciudad.

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Mientras yo no estaba ahí, mi ciudad comenzó a resquebrajarse. Los extorsionadores comenzaron a enroscársele en el cuello como una maldición o una enredadera. Nunca nos fue ajena la violencia, pero lo que sucedía era ya inédito: levantones a plena luz del día, persecuciones con tiroteos, ejecuciones en pleno centro de la ciudad. La gente, previsiblemente, comenzó a irse. (Hoy en día es posible pasearse por cuadras llenas de letreros de “se vende” o “se renta” en prácticamente cualquier parte de la ciudad.) Los negocios comenzaron a cerrar. (Al taquero y dueño de una notabilísima taquería del centro lo secuestraron y cerraron el negocio por meses. La última vez que fui la gente estaba feliz porque el señor andaba libre de nuevo y la taquería pudo abrir otra vez. Fiu.) Yo volvía a Coatzacoalcos para encontrarla más quebrantada que la vez anterior. En cada visita quedaba de verme con algún amigo e íbamos a cenar a las Maxi.

Uno necesita piedras de toque para poder seguir; uno necesita seguridades que le digan: ni todo está perdido ni todo se va a perder. Es una tablita salvadora. 

Las hamburguesas Maxi eran mi piedra de toque. Volver a Coatzacoalcos me desolaba, pero Maxi me permitía mantener la esperanza de que quizá algún día lejano las cosas podrían volver a ser como eran antes. El local cambió —sus franjas de colores dieron pie a murales que exaltaban lo veracruzano—, pero las hamburguesas seguían siendo las mismas.

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Hace no mucho volví a la ciudad. Como siempre, la visita estuvo marcada por nuevos relatos de jodidez: desaparecidos, muertos, negocios cerrados. Con todo, quedaba la ilusión de las Maxi. Me subí a un taxi y le di la dirección. Conforme avanzábamos —era ya de noche, con las calles mal iluminadas por la sucia luz amarillenta del alumbrado público—, me di cuenta de que algo andaba mal. A dos cuadras del local, la sensación se volvió corpórea: la chimenea de las Maxi no se veía a la distancia. 

Para cuando llegamos a la esquina ya traía yo el corazón hecho cachitos. El local de las Maxi —donde tantas veces había cenado, donde tantas veces había visto al Cruz Azul perder— ya no existía. En su lugar había unos escombros de colores donde se alcanzaban a ver trocitos de pintura de los murales. No había barra, no había caja, no había chimenea. Algo se me estrujó en la boca del estómago. Era hambre, pero también era otra cosa. 

El taxista me urgió a que le pagara. Emergí por un segundo de mi pasmo, nomás para darle un billete y bajarme todo atarantado a contemplar los escombros de las hamburguesas que más he querido en mi vida.~

PS. Mi historia con Maxi no termina ahí. Otra vez me fui de Coatzacoalcos. Le escribí a uno de mis cuates de la prepa en whatsapp: “we cerraron las maxi hamburguesas!!11!” Esperaba un abrazo en la soledad que nos había dejado la partida de las Maxi, ese punto de encuentro. No lo obtuve porque el sujeto me contestó elocuentemente: “jajajaja no cerraron pendejo se movieron por casa del gordo”. Pronto volveré. Nada me impedirá saludar a esa destripada ciudad y considerar que Hamburguesas Maxi, ahora por casa del pinche gordo, son un símbolo de la resistencia que todavía corre por las aguadas venas de Veracruz.


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