Una nueva cocina mexicana

 

por Julieta García González; imágenes vía DeMemoria 

El mal gusto no existe, claro. Son los papás. Y en cocina, en algunas capas sociales de México hace unos treinta años, el mal gusto literalmente eran los papás. Alma Guillermoprieto consideró “la deleitosa afición por la cocina del mal gusto” cuando examinó el grupo de recetas que definió una época en un puñado de ciudades mexicanas que aspiraban a ser otra cosa; en especial, aspiraban a la otredad que significaba Estados Unidos, donde todo parecía pulcro y donde era posible palpar el progreso. Ese progreso tuvo repercusiones para el paladar: como había que producir y ser eficientes, la comida rápida se convirtió en una deseable necesidad. En la posguerra norteamericana, los muchachos acudían a que les sirvieran malteadas, hamburguesas, papas fritas, sundaes y cocacolas para consumirlos en el auto, mientras escuchaban la radio. Los refrigeradores y los congeladores terminaron de popularizarse, para beneficio de las amas de casa; también las cenas enteras ya preparadas que tan sólo se destapaban y se horneaban en su recipiente de aluminio. México llegó a eso mucho tiempo después de mirarlo en las pantallas del cine y de las casas. Para entonces, a finales de los setenta y hasta inicios de los años noventa, en ciudades satélites o villas aledañas, nos dábamos aires de un nuevo y tal vez ilusorio cosmopolitismo.

(El buen gusto tampoco existe, obviamente. Pero ése no son los papás.)

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Lo mexicano se asociaba todavía a las pencas, las llanuras pelonas, el pulque de un tirón para no cortar la hebra, poquísimos canales de televisión y recauderías en vez de supermercados. Aunque los tacos de barbacoa y las tripitas de leche en caldo no estaban mal de vez en cuando, había que sofisticarse. La versión del México menos agreste se dio en los platos con comida que incluía salsas de paquete, no de molcajete. Si venía en un frasco, si tenía un empaque y etiquetas con nombres extranjeros, seguro era mejor. El resultado fue una gastronomía variada, cambiante, inesperada, que ponía a prueba las papilas gustativas en una montaña rusa de sabores desconocidos. 

El experimento gastronómico más famoso y duradero de ese tiempo es el delicioso lomo en cocacola. Una receta clásica indicaba a las amas de casa que debían comprar un buen lomo de cerdo, magro, y lanzarlo a la olla exprés junto con un litro entero de cocacola y una taza de agua; sellar la olla, esperar treinta minutos y servir luego una carne suave y aromática, con las orillas doradas y fácil de masticar. El guiso imitaba el sabor de las costillas agridulces; era un muy comprometido porc bourguignon que ponía en tela de juicio las largas horas de cocción, el salteado, el compromiso con la técnica. Era un platillo que apelaba a la infancia de todos los paladares. Lo dulce y lo suave, el umami, el aroma a caramelización hacían menos a unas albóndigas de a pie. 

A la par que ese plato encumbrado nacieron otros que transitaron por el mismo camino: surgían de lo empaquetado, de lo que se había mezclado en fábricas e imaginado en laboratorios, para acertar al gusto de los paladares para entonces aplanados y golosos a la vez. 

Es cierto que cuando Bimbo lanzó su pan de caja, en 1945, ya no hubo marcha atrás, pero las décadas posteriores le dieron usos nuevos a esa novedad. En parte por su forma, en parte por su envoltura y en parte porque podía alternarse con los bolillos, las teleras y los birotes sin echarse a perder, el pan de caja pasó de ser pilar del sándwich a entremés en cocteles de postín, ingrediente fundacional de budines, croqueta disfrazada y base para lasaña, entre otras cosas. Al quitarle las orillas, todo fue posible con ese pan poco sólido y con un sabor camaleónico, que permitió a otros ingredientes participar sin pudores. Se untaba de margarina un molde refractario, se cubría bien por dentro de rebanadas de pan blanco previamente sumergidas en huevo batido y se le impartía una nueva capa de distintas opciones. Podían ser carne molida, jamón y queso, pollo bañado con una lata de sopa Campbell’s o, ya puestos a disfrutar, con manzanas, azúcar y canela. Al final, otra capa de pan en huevo, tal vez queso para derretir, y se adornaba según el caso: con flores hechas con tomates, espirales elaboradas con mayonesa y mostaza amarilla o estrellas compuestas por nueces. La versión más sencilla de este preparado podía ser también canapé; a saber, rebanadas de pan blanco sin costra untadas con la pasta resultante de mezclar paté de cerdo y queso Philadelphia. Cada rebanada, en cuatro. En cada cuarto, una rodaja de aceituna (si negra y de lata, el éxtasis). Como digo, podía volverse esto un platón grande, en el que se sobreponían capas del preparado para que la gente se sirviera a su gusto. 

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Una buena cena podía incluir estos canapés y, por ejemplo, erizos de queso Philadelphia –sobre una bolita de paté de cerdo se moldeaba una esfera de queso crema y esto se forraba con el número necesario de almendras tostadas, ahumadas y saladas (de lata, importadas)–, o un coctel de camarones donde las colas sobresalían de la copas para martini y la carne nadaba en un preparado de cátsup y Orange Crush; luego, una ensalada de pescado cocido, sumergido en mayonesa de frasco, cebolla picada, aceitunas verdes y huevo duro y, para postre, un soufflé de chocolate elaborado a partir del pudín Kremel de caja, cubierto con ralladura de Carlos V estilo francés. [nota 1]

Los adultos fumaban un cigarro tras otro, bebían cinzanos, clericot de vino tinto con agua de limón, Sidral Mundet y manzana en trozos, además de cubalibres, para disfrutar más tarde de estas viandas cuya tradición empezaba a arar su terrenito. 

Maravillas modernas

La comida de paquete, la del mal gusto, llegó también a las reuniones casuales y a todo lo cotidiano. Los días de campo se transformaron. Los huevos duros, las croquetas de la abuela o el pollo frío, que habían sido obligatorios durante los años cincuenta y sesenta, dieron paso a la novedad. De pronto se armaban sándwiches con rebanadas de queso amarillo precortadas y en empaques individuales; las salchichas cocteleras se llevaban como ambigú, ensartadas con palillos de madera o de plástico verde, amarillo y rojo y sumergidas en un caldo de la novísima (aquí) salsa de soya y el imperdible jugo Maggi. Se preparaban termos con Kool-Aid o Tang para sustituir los sabores frutales de las aguas frescas por colores de delirio. Se entregaban gelatinas también de paquete, que aguantaban una tarde entera sin derretirse, a veces en su propio envase y a veces en un Tupperware verde pastel (se usaba la gelatina que cuajaba fuera del refrigerador, porque duraba más).

El día a día también se salpicó de estas maravillas modernas. Lo que se ponía en la mesa se innovaba para darle otra forma de vida a las amas de casa y para que el apego a la comida fuera, a veces, también a las marcas. Así que los niños comían Quesito Mío, un “queso fundido” empapelado en dosis individuales, o Peperami, un embutido intermedio entre la botana y la comida; devoraban Pepepez –pulpa de pescado triturada y empanizada con forma de mojarra, que se servía frita [nota 2]–, al que acompañaban con puré y gelatina de naranja con zanahoria rallada dentro en vez de ensalada, y bebían Mirinda o Delaware Punch. El postre bien podía ser “cajeta” de leche condensada La Lechera o un delicioso y crujiente mazacote de malvaviscos con Rice Krispies. Para el primero había que poner en la olla exprés una lata de leche condensada y dejar que cuajara: la chavita y el chavito, junto con dosis alarmantes de azúcar, ingerían estaño y plomo sin saberlo. Para el segundo se derretía en una olla una barra entera de mantequilla, se le arrojaba un paquete completo de malvaviscos y la caja más grande de cereal hasta lograr una mezcla pegajosa y homogénea, que se vaciaba en un recipiente donde solidificaba; luego se cortaba y se repartía: los niños entonces daban vueltas como trompos chilladores por toda la casa tras un par de cuadritos.

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Una promesa

Cuando la comida de laboratorio se asomó a las casas mexicanas, se dio por sentado que tenía que ver con que nuestro país se desarrollaba de forma correcta. La periferia de las grandes ciudades se poblaba, los jóvenes habitaban departamentos o pequeñas casas de interés social en las que se arropaban todas las esperanzas. 

En buena medida, al comprar rebanadas de queso en empaques individuales, gelatinas que cuajaban fuera del refrigerador y polvos para preparar agua de jamaica, se compraba también tiempo. Quisiera pensar que los adultos de esa época usaban sus horas adicionales para disfrutar esa vida que parecía más libre que la nuestra, en la que cualquier llamada que se hiciera antes de las ocho de la mañana o después de las diez de la noche era, sin duda, una emergencia. Una vida en la que era imposible saber quién marcaba y en la que parecía que la promesa de las décadas previas estaba por cumplirse. Las cenas de sabores insólitos se alegraban con ABBA y Queen, José José, Rocío Jurado y un eventual y nostálgico Elvis Presley. Se celebraba, entre bocado y bocado, con humo de cigarros, brandy Cheverny, blusas traslúcidas, brillo en los labios y olor a Agua Brava.  

Esos años, bastante más de una década, dejarían como herencia la dicha del empaque, la fidelidad a la marca, la audacia de las grasas hidrogenadas, el asco a usar las manos para preparar comida. Bastaron, además, para implantar la creencia de que esos alimentos de fábrica eran más higiénicos y saludables que los de la granja. Y también para propagar una idea rara en las cabezas infantiles que se alimentaron con colores chillones y sabores que abrumaban: la de que la comida hogareña debe tener algo artificial, que las papilas deben sentirse invadidas, que con esos sabores podremos alcanzar, al fin, la promesa intangible en la que creyeron nuestros padres.~

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nota 1. Algunas recetas se quedaron grabadas en la memoria colectiva. Aquí van las que vale la pena retomar pero ya: 

Botanas: 

  • Volovanes de Elizondo rellenos de ensalada de camarón o de queso crema batido con ostiones ahumados y gotas de jugo Maggi. 

  • Gelatina de paté de cerdo: Se mezcla un paquete de queso Philadelphia con un paquete de paté de cerdo Fud; cuando está bien batido se pone al fuego con tres cuartos de litro de caldo de pollo o res y se le añade un sobre de gelatina en polvo, sin sabor. Se vacía en un molde y se espera a que cuaje para servirlo sobre galletas Ritz. 

  • Dátiles o ciruelas pasas envueltos en tocino: Se fríen lonjas finas de tocino de forma que no queden muy crujientes. Se escurren sobre toallas de papel y se envuelve con ellas dátiles o ciruelas pasas deshuesados. Se ensarta el tocino con palillos de madera y se sirve. 

Platillos principales: 

  • Costillas con cátsup: Hay que aprovechar la lección del lomo en coca cola y usar salsa cátsup en vez. Se eligen buenas costillas de cerdo o de res, se arrojan a la olla exprés con casi una taza de cátsup, media taza de soya, miel y vinagre. En veinte minutos queda una carne suculenta, que se desgaja con facilidad y que explota en la boca. 

  • Piña con camarones: Una piña de buen tamaño se parte en dos, se deja la mitad inferior un poco más grande que la superior. A este segmento se le escarba para dejar casi puramente la cáscara. Tanto la piña que se escarbó como la de la parte superior se pican muy fino, se mezclan con camarón de pacotilla bien cocido y picado en rodajas pequeñas, junto con trozos de palmito y de aguacate firme. Todo esto se sumerge en una salsa rosa preparada con cátsup, mayonesa y unas gotas de Tabasco. 

  • Jamón Virginia: Un jamón de pierna de cerdo cocido se marca en forma de rejilla por la parte superior con un cuchillo. Se pone un clavo de olor en cada una de los cruces y se baña con miel de maple Karo, unas tres cucharadas. Se añaden rodajas de piña en almíbar para cubrir una buena parte del jamón, se reservan las rodajas sobrantes de la lata. Se corona cada rodaja con una cereza también en almíbar y se mete al horno hasta que dore la parte superior o la miel haga burbujas. Se sirve muy caliente y se pone a disposición de los comensales piña para acompañar el plato. 

Postres: 

  • Pay de limón y leche condensada: Se ralla un limón y se reserva la ralladura. Se muele en licuadora una lata de leche condensada con el jugo de dos limones y se prueba. Si queda muy dulce, se añade otro limón entero. Se colocan rodajas de galletas María, una por una, en la base de un refractario. Esta capa se cubre con la mezcla de limón y leche condensada; a su vez, se cubre esto con más mezcla de limón y así hasta acabar. Lo ideal es que quede el dulce hasta arriba. Una vez que está preparado, se mete al refrigerador por unas tres o cuatro horas. Antes de servir, se le agrega la ralladura de limón. 

  • Helado de leche condensada y frutas: Se muele una lata de leche condensada y un mamey entero, dos mangos o dos tazas de fresas frescas. Se vacía en un refractario y se congela, de preferencia una noche entera. Antes de servir el helado, el refractario se cubre con crema batida Lyncott. 

nota 2. Para alentar la pesca, en un país que sólo en cuaresma se dignaba a mirar al mar a pesar de sus litorales, se hicieron figuritas de pescado molido, “sin espinas”, cubiertas con pan rallado, y se vendieron por todo México, primero en Conasupo y más tarde en cualquier otra tienda. Llevaban el nombre de Pepepez en honor al presidente que las mandó hacer: José López Portillo. Fue en 1983.