#EspeciasMenores: Para qué saber de triglicéridos

 

texto e ilustración: Pablo Duarte

No fue un acto de responsabilidad, mucho menos de madurez. Fue un acto de miedo. Por primera vez me hice unos estudios al comenzar el año para conocer el estado de salud de mi cuerpo. Por miedo, repito, no como consecuencia del razonamiento convencido de un avejentado sin seguro médico. Lo hice porque a un conocido de mi edad y menor rotundez que la mía, por casualidad, le descubrieron tal carnaval en sus métricas salutíferas que el vaticinio fue sentencia: Estás tan mal que si te agitas corriendo a tu coche ahorita te podría dar un infarto. Bien avituallado de hipocondría, partidario de vivir la vida con el mayor temor posible, tomé la única decisión racional: hacerme unos exámenes. Bienvenido al mundo de la química sanguínea. 

Hace poco más de cien años la interrogante sobre la salud quizá no se habría planteado como un asunto de laboratorio clínico, sino como algo hospitalario, consecuencia de un malestar, una dolencia que por fortuna hasta ahora no padezco. Es decir, para qué enterarse de lo que no se ha hecho presente. La guasada al hablar del serio tema del viaje en el tiempo es mencionar el dato obvio: entre más al pasado se lance uno, más expuesto está a morir por una apéndice reventada, una muela picada, una torcedura de tobillo. El dolor –es decir, el cuerpo– en otros tiempos era personal y ajeno, era individuación y misterio pleno. Ahora, de unos cien años para acá, nos parece que el enigma está más claro, puesto sobre la mesa, medido y bien cuantificado, gracias a la vivisección y al rayo X. Con cada paso en reversa que uno da, sin embargo, la colección de vísceras y humores se transforman en un laberinto sin solución al pie de la página. O con una solución arcana, en código, más bien mágica. La prueba diagnóstica para el hipocondriaco griego, por ejemplo, era darle una probada a la pipí del paciente o echar un chisguete en dirección de hormigas negras para saber si andaba uno diabético o no. Uroscopía llamaban a ese arte que traía el sello de aprobación de Hipócrates. Hasta entrado el siglo XVII era de algún modo asunto de jerarquía social y distinción disponer de un contenedor en vidrio soplado y con adornos varios para transportar la orina al exégeta urinario. Ya después vinieron los experimentos médicos que pusieron fin a la industria del envase fino. Desde el día que entré al laboratorio en ayunas pienso qué habría concluido el médico de entonces con un paciente como yo después de, por qué no, sacrificar un becerro y auscultarle el hígado para divinar si andaba con los humores en equilibrio. 

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Bienvenido al mundo del triglicérido elevado. Pudo haber sido peor. De las decenas de métricas inintelegibles que trae la hoja de resultados, en rojo nada más está el número correspondiente a triglicéridos y colesterol del malo. No apuntan tiempo de vida ni probabilidad que fallezca en un esprint para alcanzar el pesero, pero no hace falta. Bienvenido al mundo de la restricción dietética. 

Para qué saber. Ya se dijo que la ignorancia es gozo: ¿para qué conocer de intimidades? El cuerpo es, para quien lo porta, una caja negra que registra y reacciona. Para qué saber. Porque ahora la cascada de intranquilidades obliga a examinar qué son los triglicéridos (…tres grupos OH… asociados a las lipoproteínas de muy baja densidad…). Y a su vez convertirá todo platillo en una tabla de equivalencias (manzana, manzana, sí, el índice glicémico de la manzana…). Y a su vez convertirá toda comida –perdón, disculpe, ¿el quiche lorraine puede ser con claras de huevo nada más?– en una zambullida en el lodo de la negociación con uno mismo sobre concesiones ahora y más restricciones en el futuro –total, mañana no desayunas y listo–. Para qué saber. Esto es un berrinche y un alegato en favor del pensamiento mágico, tan vilipendiado. De un pensamiento mágico, tampoco vayamos tan lejos. El pensamiento mágico que prefiere no saber. O que sabe pero no se inmuta; el que es una quinta parte conciencia de las consecuencias, dos quintas partes aplomo ante la posibilidad de vivir 40 años, y dos quintas partes regocijo en la dieta irrestricta del que no sabe de equilibrio entre lipoproteínas de alta y baja densidad. 

Porque hubo clubes de rotundos, asociaciones de obesos que se reunían con frecuencia para disfrutar de la saciedad glotona y del abrazo íntimo de la esclerosis arterial. Comían en bola, pantagrueles del babero, y daban discursos y vitoreaban la lonja y la dificultad para respirar. Los hubo, quizá con la misma afluencia, pero con mucho menos ausentismo que los gimnasios actuales. No faltó, por ejemplo, el Club de Obesos Ciclistas oriundos de Bedford-Stuyvesant que pedían un tonelaje superior a las 250 libras para acreditarse como miembro. Más allá de que eran clubes de puros hombres –el equivalente supongo al grupo de whatsapp del que nos queremos alejar a toda costa– y que había que disponer de una billetera igualmente corpulenta, la idea de celebrar el abandono a la ignorancia a plazos me hace querer llorar. Qué mala vida es la vida del conocimiento adulto. Como la salud menguante de cualquiera, los clubes de rechonchos tuvieron que hacer frente al saber médico, y los clubes perdieron.

Uno vive de sustos y temores. Gracias a ellos nos hacemos longevos. Lo que antes era el tigre dientes de sable agazapado en la maleza ahora es la amenaza del resbalón a la pobreza extrema, las vagas amenazas de enemigos desconocidos, el ofuscante jaloneo de las corporaciones o el misterioso terrorismo del triglicérido. La civilización es, en ese sentido, la transformación del esquema: pasamos del terror pagado al contado a este nuevo e innovador producto de la usura: la compra a crédito con intereses. 

¿Me queda el activismo de la restricción: el club de dietéticos, el de renegados de la tripa? ¿Una dieta saludable, es decir, una madurez infeliz pero sensata? ¿Será que todos, al cruzarnos en la calle y mirarnos a los ojos sin decirnos nada, reconocemos en la otra persona el berrinche, la rabia de la vida enterada? Quiero creer, sin embargo, que bajo alguna métrica, digamos, después de revisarle el hígado a una gallina clueca sacrificada ante el altar de las papas adobadas, el diagnóstico es: Todo está bien, señor Duarte; usted siga como va.~


#EspeciasMenores es la columna de bellas pequeñeces del escritor Pablo Duarte en HojaSanta. Síganla acá.