Trump’s Burgers: Un atisbo de humanidad

 

Luis Reséndiz; foto: Joyce N. Boghosian

Debo confesarlo: estoy obsesionado con Donald Trump.

Leo sobre él casi todos los días, y sin duda todas las semanas. He comprado y leído varios libros sobre su presidencia y sus aliados –Devil’s Bargain de Joshua Green, Fear de Bob Woodward y Fire and Fury de Michael Wolff son los más notables–. He leído múltiples investigaciones y reportajes sobre él, sobre su presidencia y sus aliados –‘The Rise and Fall of Steve Bannon’, ‘How Mark Burnett Resurrected Donald Trump as an Icon of American Success’, ‘Stephen Miller: The Believer’, ‘Sarah Huckabee Sanders, Trump’s Battering Ram’ son quizá mis favoritos, someramente–. He seguido a pie juntillas la investigación de la injerencia rusa en su campaña y he leído abundantemente sobre el contexto sociopolítico que lo llevó a ganar la presidencia.

¿Por qué estoy tan pendiente del rumbo de un sujeto que detesta en masa a todos los que ostentan mi propia nacionalidad? Como siempre, la respuesta no es una sino varias. En parte me interesa porque Donald Trump, como muy pocos antes de él, ha torcido y deformado a su favor el mito del self-made man, un mito que, como persona que creció en el protestantismo religioso y la pobreza, me cala hondamente. En parte también porque las similitudes de su ascenso con el del fascismo me ponen alerta respecto a las posibilidades de que algo así suceda aquí, en esta tierra tan propensa al conservadurismo llamada México.

Pero más que nada, más que cualquier otra cosa, estoy fascinado con Donald Trump porque es un villano. Un monstruo. Un tipo de una imbecilidad maligna que con un literal plumazo puede meter a niños en jaulas, prohibir a personas trans servir en el ejército, burlarse de un discapacitado, manifestar empatía con nazis y supremacistas blancos. Trump es el recordatorio perenne de que la mayoría de las veces la maldad no es sino estupidez empoderada. Donald Trump es un Lex Luthor idiota: un villano de caricatura con poder, dinero y la determinación para afectar al mundo entero de acuerdo a sus instintos más reprobables. Estoy obsesionado con él porque es muy sencillo odiarlo, y porque disfruto regodearme en ese odio.

Por eso, también, fue tan difícil ver a Donald Trump como un pobre ser humano igual a cualquiera de nosotros.

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Sucedió hace dos semanas, que en tiempo Trump es algo así como dos meses. Donald Trump, en medio de su problemático cierre forzado del gobierno estadounidense –a costa de mantener de rehén el sueldo de 800,000 trabajadores gringos a cambio de 5.7 billones de dólares para la construcción de un muro en la frontera entre su país y el nuestro–, daba una entrevista afuera de la Casa Blanca. El tipo hablaba de un recibimiento a un equipo de futbol americano, campeón de la liga universitaria. Cada año, los campeones del torneo van a cenar con el presidente. El asunto es rutinario y, normalmente, la anécdota no llega a ser noticia. 

No con Trump, por supuesto. El presidente de los Estados Unidos aseguraba, con su repulsiva piel naranja y sus hipérboles idiotas, que se dirigía a hablar con unos granjeros por la mañana. Por la noche, si el clima no empeoraba, recibiría al equipo de americano. Y entonces: una brevísima muestra de humanidad que rasgó la repelente fachada trumpiana. “Creo que les vamos a servir comida de Wendy’s, Mcdonald’s y Burger Kings [sic], con algo de pizza. Lo digo en serio. Yo creería que esa es su comida favorita”, dijo el aspirante a dictador con un transparente entusiasmo, casi infantil, solo subrayado por su error al nombrar a una de las cadenas de hamburguesas.

Los medios gringos se despeñaron en burlas y críticas ante lo que evidente, incontrovertiblemente era un desplante de marrez por parte de un despreciable sujeto, famoso por ser un codo de campeonato, que posee un hotel a cinco cuadras de la Casa Blanca, por no decir miles de millones de dólares. El video y las fotografías de más tarde, en las que se podía ver a un Trump con una amplia sonrisa agrietándole el rostro, parado frente a un festín de comida chatarra sobre mesas de manteles largos y candelabros iluminando el menú, solo confirmaron la precisión de las burlas y las críticas.

No obstante, al verlo ahí, sonriendo ante la perspectiva de empacarse una Big Mac, uno puede entender su entusiasmo.

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La comida chatarra es uno de los grandes logros de la humanidad. También, como todos los grandes logros de la humanidad, es una de las peores cosas que hemos perpetuado colectivamente. La gente que trabaja en esos lugares a menudo lo hace en malas o pésimas condiciones; la comida es altamente calórica, grasosa y, hasta donde se nos ha dicho, dañina; los granjeros y agricultores que proveen de materia prima a las cadenas de restaurantes tienen que bajar sus precios hasta que el margen de ganancia prácticamente desaparece. La comida chatarra es una más de las aberraciones del capitalismo.

Y sus virtudes son inapelables. La comida es barata, por lo que mucha gente come ahí para minimizar gastos. (Comer bien, seguido se olvida cuando se tiene para hacerlo, suele ser caro.) Los alimentos están listos con presteza, por lo que resulta ideal para las prisas. En algunos sitios, como en Hong Kong, las personas sin hogar se quedan en los McDonald’s de 24 horas, y la empresa ha habilitado una política que permite que se queden ahí sin consumir, un rasgo de empatía que le vendría bien, por ejemplo, al propio Donald Trump. Para los estudiantes, un empleo de medio tiempo en un restaurante de comida rápida es, más seguido de lo que debería, un sustituto de una beca gubernamental que les permite seguir estudiando mientras trabajan. Para quienes se aburren fácil, el menú constantemente renovado y experimental de los restaurantes industriales es una refrescante montaña rusa para las papilas gustativas.

Pero no olvidemos la principal virtud de las cadenas de fast food: la comida es deliciosa. Exagerada, hiperbólica, redundante, burda, lo que se quiera, pero pocas cosas se parecen tanto a la felicidad como darle una mordida a una hamburguesa calientita cuyo queso amarillo se derrite generosamente sobre una porción de carne molida cocida hasta el paroxismo. Casi nada se asemeja a comer una a una un paquetito de papas a la francesa con la cantidad justa de glutamato monosódico, y pocas cosas hacen salivar más que la perspectiva de empacarse una pizza recién salida del horno industrial. El de la comida chatarra es un entrañable abrazo envenenado.

Por eso agradecí, después del mazazo que fue darme cuenta de que entendía el entusiasmo que emanaba del responsable de la muerte de niños latinos en la frontera, que Trump hubiera tenido ese destello mínimo de humanidad en el que vi reflejado mi apetito y el de casi todo el resto de nosotros. Porque su entusiasmo es uno que yo también he sentido, y es un recordatorio necesarísimo de que ese tirano, ese ciempiés humano que se ha encargado de sacudir el de por sí endeble orden mundial, pertenece al mismo grupo de simios parlantes al que pertenecemos todos aquellos a los que odia y repele; porque en él y en su apetito podemos, también, vernos por un momento. Porque, como a él, a nosotros tampoco nos importa la explotación ajena mientras podamos extraerle una orden de McNuggets, y a otros tampoco les importa mucho esta explotación nuestra mientras puedan disfrutar de los dulces frutos que nuestro trabajo les reporte. Porque aquel momento mínimo de humanidad de este monstruo detestable fue también un recordatorio de que, en este mundo ajeno y ancho, hay pocas cosas tan universales como la perfección de una hamburguesa.~