Ciudad de las ciudades infinitas

 

No hay nada en el universo que haya determinado nacer en la ciudad de los temblores. Pude haber nacido en París o en Fez o Teherán o en Cholula o en Austin. Y sin embargo nací aquí. México, Distrito Federal, colonia Centro. Nadie que tenga el infortunio y el fortunio de esa característica puede evitar preguntarse: ¿Por qué nací aquí y no en cualquier otro lugar del mundo? ¿Por qué tengo que vivir con una mochila de emergencia colgada junto a la puerta, con un atillo en que quepa una nueva vida en caso de que me despierte la alerta y todo alrededor se vuelva en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada? ¿Por qué no me largo para siempre de esta ciudad fundada sobre el lodo?

La ciudad es monstruosa, desproporcionada, brutal, indiscriminada, discriminante, asesina. La ciudad es el monstruo, y monstruos son sus habitantes. En una especie de canibalismo a escala, la ciudad deglute a sus habitantes, y sus habitantes se la comen a ella. La ciudad es el monstruo y su comida favorita es monstruos. (‘Mi comida favorita es monstruos’ es una nueva columna en HojaSanta. Ésta es su primera entrega; podrán encontrar las próximas en este link.) La ciudad requiere ser alimentada pero ¿por quién? Por las mujeres y los hombres que son los eslabones de la infinita cadena alimenticia de la ciudad del hambre y de la gula. Los seres humanos que trabajan todos los días, no anónimos pero casi desconocidos, en las tienditas, las fondas, los mercados, los puestos, las decenas de miles de taquerías de las calles de la ciudad. ¿Quién nos alimenta?, se pregunta el fotógrafo e investigador de la ciudad Claudio Castro, y hoy se responde: Teresita, de la taquería que lleva el nombre de su madre, acá en la colonia Industrial. Ella nos alimenta. (‘Quién nos alimenta’ es otra columna que inauguramos hoy. En el futuro, chéquenla en este link.)

Un escritor recuerda que, en los días posteriores al temblor de septiembre de 1985, el Café Trevi, rodeado por el desastre y la muerte de la Alameda, “se convirtió en emblema de la ciudad heroica”. En el Trevi “las sillas de vinil rojo parecieran las mismas de hace cuatro décadas –escribía, en 1992–. Las enormes ventanas están ornadas por un laurel, la planta que nunca deja de reverdecer, del mismo modo en que el café se enorgullece de siempre estar abierto”. Hace poco se ha anunciado que el Trevi y las Tortas Robles, que comparten predio, tendrán que cerrar porque el edificio ha sido vendido a desarrolladores. Habrá departamentos nuevos ahí, área de coworking y otros símbolos del adecentamiento. Está bien que así sea, aunque los cronistas conservadores hayan puesto el grito en el cielo ante la desaparición de sus viejos espacios queridos. Lo cierto es que la ciudad no se detiene a pensar en sus habitantes; la ciudad nunca deja de cambiar, como un cuerpo. (La ciudad es un cuerpo; las calles son las venas; los habitantes: la sangre.)

Pero otros miles de cafés existirán. La ciudad necesita de su impulso, néctar oscuro en los sueños blancos. Tomen por ejemplo los ocho cafés modernitos que Daniela España ha mapeado para HojaSanta. Hay cafés de mercado “gourmet”, cafés de ciclistas, cafés para trabajar, como han hecho en cafés los escritores desde que se abrió el primer café de la ciudad. Ustedes pueden quedarse en el tren de la nostalgia o subirse a este otro tren que viaja hacia el futuro. Existirán también otras mil torterías, pues la torta es ancha y ajena como el mundo. Eduardo H.G. es un tortero con el alma rota. Ha pasado la vida entera buscando una torta perdida para siempre: fría, básica, casera, deliciosa, de queso blanco, apenas embarrada de frijoles bayos y crema, con una hoja de lechuga, jitomate, cebolla y chipotle. Ciertamente, esa torta no volverá, pero la ciudad provee sustitutos constantes a sus desaparecidos. No existe una torta como no existe un hombre o una mujer o un edificio que no puedan ser sustituidos por la fuerza motriz de la ciudad. Para la ciudad todo es intercambiable. Ahora, acompañen a Eduardo en su búsqueda de la torta perdida y recuperada al infinito.

En el temblor incesante de la ciudad de México, el Otro –ese otro que no soy yo– existe. En el temblor la existencia del otro es increíblemente prístina. ¿Se acuerdan de las horas y los días que siguieron al temblor de septiembre de 2017? No podíamos dejar de pensar en los demás. Éramos una especie de vehículo de los otros. ¿Cómo ayudo?, decíamos. (Luego volvimos a ser esto que somos, qué se le va a hacer.) Otro escritor, hablando también del terremoto de 1985, en el que fue voluntario para ayudar en el rescate, recuerda: “Cuando nuestras fuerzas comenzaban a flaquear, una señora se acercó para darnos un plato de sopa. Era la típica sopa de las fondas mexicanas: pepitas de pasta con higaditos de pollo. Nunca un guiso me produjo una emoción tan fuerte: ante la desesperación y la impotencia, no hay mejor remedio que el plato de sopa que te regala un desconocido.” Para este especial de HojaSanta Pablo Duarte ha pensado en el sazón de los demás. Algo se reconcilia gracias al sazón de los demás, algo queda enmendado. El sazón de los demás –como el dolor de los demás– apunta hacia la empatía. El sazón del otro nos permite imaginar al otro: darle viveza y tragedia. (Sigan la columna de Duarte, #EspeciasMenores, en este link.)

La ciudad parece ilimitada. En el papel tiene límites y una constitución; en el papel, la ciudad está constituida y limitada. Pero la realidad no es el papel. En la realidad la ciudad se desparrama horizontalmente. Se come los pueblos y las ciudades que están a su lado, como un cáncer. Ciudad Satélite no es un satélite sino una serie de barrios más de la ciudad, Ciudad Neza no es una ciudad vecina sino una forma más de ser que tiene la ciudad de la espantosa noche, la ciudad que es como nuestra hija –cuídenla, no sean así–, la ciudad de los trescientos días de lluvia. Y luego, zonas que son parte (en el papel) de la ciudad parece que se escapan, que se depositan en otros lados. Xochimilco y sus chinampas no sólo parecen estar en otro lado sino en otro tiempo, un tiempo que, como siempre, fue o será mejor. (La realidad en el DF, la ciudad de las tinieblas, es que cualquier otro tiempo fue o será mejor. Éste es siempre el peor momento de la ciudad del millón de asesinados.) El pueblo de San Pablo Oztotepec en Milpa Alta también es parte de la constitución de la ciudad pero pareciera estar en otro estado. En Morelos, digamos. Margot Castañeda lo visita cada tanto, y ahora nos trajo una crónica desde allá. Hay mole y tamales, pero también exasperación, baile, brincos, alcohol, machismo. Pensándolo bien: exasperación, baile, brincos, alcohol y machismo son cinco rasgos ineludibles de la ciudad. San Pablo Oztotepec es tan chilango como tú y como yo. (Sigan #25deJulio, la columna de Margot, en este link.) 

Ciudad de los temblores: tú me quieres así como soy. Ciudad de los feminicidios: yo te odio así como eres. Y no nos podemos dejar. No. No es cierto: tú me puedes dejar a mí, que hablo de ti todos los días, pero yo no puedo dejarte a ti. No puedo dejar tus ríos entubados, tus edificios corruptos, tus Vips, tus tacos de guisados, tus maquiladoras esclavizantes. ¿Cómo verán esto que tenemos tú y yo los que son de fuera y, sin embargo, nos conocen? Hay que preguntarle a Luis Reséndiz, que nació en Coatzacoalcos pero ha vivido intermitentemente aquí: en la ciudad más fea, más triste, más hermosa, más muerta, más llena de futuros del planeta. A él le tocó aquí, mero aquí, el temblor del 16 de febrero, 2018, y en este ensayo pensativo vuelve a ese día que en teoría iba a ser un tranquilo viernes cualquiera, y a las memorias del 19 de septiembre. (Sigan #UnaOrdenconTodo, la columna de Luis, en este link.)

Y ya. Volveremos a vernos, ciudad de los desastres, antes de que te hundas para siempre en tu hermoso eterno lago de caca. Haremos lo que hacemos para no morir de soledad aquí en tus entrañas sin fin. Comer, pero no para alimentarnos; beber, pero no para saciar la sed; coger, pero no para reproducirnos. (Ahora mismo una pequeña rata asoma la cabeza debajo de un puesto de tacos de suadero. Olfatea, sin miedo, alrededor. Nadie haga nada. Ella, igual que tú y que yo y que todos los demás, está buscando qué comer.) Haremos lo que siempre hacemos para no morirnos de tristeza, ciudad de las inundaciones, y luego ya no.~