#UnaOrdenconTodo: Un plato bien servido de ramificaciones

 

por Luis Reséndiz; foto: Andrea Tejeda

A la mente no le gustan las contradicciones. Las contradicciones nos duelen –literalmente, me comentan: al parecer, una contradicción estimula los mismos puntos del cerebro que estimula el dolor–. Esta aversión a las cosas que nos llevan la contraria, ese poco saludable apego a las cosas que nos confirman, se manifiesta en la falta de curiosidad de nuestra especie a nivel masivo, que suele ser bastante notoria: se nota, entre otras cosas, en el diminuto número de buenos críticos que existen por kilómetro cuadrado, tan solo en nuestro país. Podría decirse que México es un país con déficit de buenos críticos.

En parte es comprensible. La creencia popular apunta a que los críticos son poco más –o, chin, poco menos– que señores presuntamente educados que, bajo llave, en su habitación, pergeñan exaltados panfletos, señalando todo lo que no les parece de casi todo lo que les rodea. No es una creencia gratuita, naturalmente: basta con asomarse a las páginas de varios distinguidos periódicos nacionales o locales, en alguno de los cada vez más adelgazados suplementos de cultura o en alguna de las cada vez más infames columnas de opinión, para constatar que muchos que ostentan el título de crítico son, en realidad, poco más –o chin: ¡poco menos!– que unos señores gritándole a la nube.

No obstante, suscribir sin reparos esa creencia presenta un problema: le pasa por encima a otras formas de hacer crítica. Principalmente, el predominio de la crítica que condena o encumbra –la crítica que tiene como único fin decir si algo está de dos estrellas o si más bien se acerca a las tres y media– opaca una posibilidad real que está ahí, al alcance de la mano: aquella de hacer crítica sin obsesionarse con el juicio de valor. Es difícil, pues: el juicio forma parte hasta etimológica de la crítica. Pero las etimologías, ya lo decía Borges, nos enseñan lo que las palabras ya no son: que los pontífices, por ejemplo, ya no son constructores de puentes, que el leopardo no es un mestizo de pantera y de león, que las rúbricas no son rojas como el rubor y, por supuesto, que la crítica no tiene que hacer juicios de valor a huevo, si ni que nos pagaran (mucho) por ello.

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Es decir: mi inclinación no es tanto por un aumento en las tasas de natalidad de los críticos sino por un incremento en su calidad. Con unos poquitos buenos críticos, pero bien administraditos, nos debería de dar con holgura. El problema es que casi no tenemos de esos. No se diga en materia de cine, donde en México abunda la pereza –el crítico promedio es incapaz de redactar dos cuartillas de un argumento bien estructurado–; o en materia de música, donde reina la amnesia –amnésico, no recuerdo cuándo fue la última vez que leí una reseña de un disco que se documente debidamente sobre la genealogía del álbum–; o en materia literaria, la más acabada debido a su preponderancia pero también la más encerrada en su torre de marfil –ya ven cómo les digo que esas ideas extendidas no son gratuitas–. Si en todos esos terrenos la crítica en México anda de capa proverbialmente caída, en materia gastronómica vamos por la calle de la amargura, ese sendero tan bien conocido por todos los que habitamos entre el Bravo y el Suchiate. En cine, en literatura, en música –me voy a limitar a esas materias por mera practicidad, no vayan a creer que porque son las únicas a las que les duelen los críticos–, en todas esas (y aún en otras) disciplinas es posible encontrarse, entre el mar de medianía y cabezas atrapadas en el propio intestino grueso, voces punzantes que se atreven a caminar más allá del mero juicio de valor; gente dispuesta a establecer conexiones entre todas esas materias y la desigualdad económica, por ejemplo, o la opresión que viven las mujeres o las personas de otras razas, o los discursos que surcan el mundo y que lo moldean. Esa crítica, minoritaria pero existente, nos permite imaginar que el bache no será eterno o que, de serlo, será un bache menos agreste.

La crítica gastronómica mexicana no va por ahí todavía: olvidémonos de Anthony Bourdain o Lucky Peach o el podcast The Salt, por usar ejemplos bien conocidos. Como la comida se come y desaparece, podría razonar uno, quizá no haga tanta falta dedicarle muchos sesos a entenderle: nomás hay que probarla, ver si está buena y vámonos a dormir. Según yo, ese es el criterio editorial de buena parte de los críticos gastronómicos mexicanos. Y, en mi nada modesta opinión, no podrían encontrarse más equivocados.

En primer lugar, porque ese criterio de fugacidad bien podría ser aplicado a todas las creaciones humanas, que se van para no volver salvo en la mente, y a las que una vez que uno vuelve, termina dándose cuenta de que uno las recuerda distinto o mal o incompletamente. En segundo lugar, porque encontrar la isla del juicio de valor y estacionarse en ella tiene mucho de pereza. Como yo crecí cristiano, aborrezco la pereza. Pero no es esa la razón principal por la que detesto a la figura del crítico perezoso —esa es tan solo mi muy personal razón moral, intransferible, inevitablemente equívoca, formulada además mientras escribo a contrarreloj porque me equivoqué de fecha de entrega.

No: la pereza en el crítico es condenable porque le impide establecer nuevas conexiones. Un crítico que se acerca a una cosa –la que sea: la última de Yorgos Lanthimos, en el caso de un crítico de cine, o el nuevo jocho callejero de la colonia, en el caso del crítico gastronómico– con una lista única e inamovible de casillas a marcar es, por regla general, un pésimo crítico. Porque las cosas no se juzgan como si fueran una sola, y menos cuando hablamos de creaciones de la mente humana. Más bien al contrario: a las creaciones se les debería acercar uno con una mente al mismo tiempo repleta y vacía de prejuicios. Solo en esa dolorosa contradicción se encuentran las herramientas necesarias para entender un plato en su totalidad.

Y entender un plato en su totalidad, labor imposible pero no por ello menos digna de ser emprendida, implica varios pasitos más allá de la subjetiva evaluación de las también subjetivas reacciones que sus ingredientes realicen en nuestras bocas. No: entender un plato implica, también, entender lo que está alrededor de ese plato, que no está sino dentro de él en una forma no literal: sus ramificaciones, sin ir más lejos. Las cosas que están antes de él –por qué este restaurante o este changarro está en esta zona y a quiénes alimenta, sin ir más lejos– y las cosas que están en medio de él –por qué estoy comiendo esto con este ingrediente y no con este otro, por decir algo– e incluso las cosas que están después de él –a dónde irá este changarro o este restaurante, qué rumbos podría tomar su cocina, por ejemplo.

Integrar todas estas preguntas –y muchas, infinitas otras más, tantas como exija el plato que estamos comiendo– es una forma más rica, más compleja, sobre todo: más conectada con el mundo, de hacer crítica gastronómica. Probablemente sea más dolorosa –a final de cuentas, implica abrazar y reconocer las contradicciones que llegan a nuestros propios platos, uno de los ejercicios de introspección menos bienvenidos que puede realizar una persona–, y probablemente nos lleve a conclusiones menos comodinas –cuesta más trabajo pensar un taco de guisado desde la precariedad que lo engendra que pensarlo nomás por si está “bueno” o no–, pero al menos van a quedar unos textos que se parezcan más al mundo que habitamos y menos a las burbujas en las que tomamos la siesta. No que las siestas tengan algo de malo, por cierto.~


#UnaOrdenconTodo es la columna en que Luis Reséndiz, autor de Insular (2015) y Cinécdoque (2017), explora la comida de las calles –la comida en movimiento– con una mirada afilada. Pueden seguirla aquí.