Elogio de la salsa Tabasco

 

por Laura Manzano; Fotos: Laura Manzano/Tabasco

Tabasco_1.jpg

Sólo tiene tres ingredientes. Dentro de esa ubicua botellita de tapa roja sólo hay chiles tabasco, vinagre y sal. Menos es más para Tabasco, pues. La lengua siente primero lo salado, la base que enseguida conduce al ácido del vinagre y cierra con los chiles que no pican mucho ni poco, pican rico.

El banquero Edmund McIlhenny cosechó su primer cultivo de chiles tabasco en 1868 en la Isla Avery de los pantanos al sur de Luisiana. La familia McIlhenny y los habitantes de la isla siguen comprometidos con la tradición. Tanto que el proceso de embotellar chiles, sal y vinagre prácticamente no ha cambiado en 150 años. Son tan celosos con las semillas de sus chiles que las guardan en una caja fuerte.

La Isla Avery es en realidad un domo de sal rodeado de agua de unas 890 hectáreas que está sufriendo las consecuencias del cambio climático. (Por cierto, misma sal que forma un tercio de los ingredientes de esta salsa ultralocal.) El compromiso con la tradición es tan grande que Tabasco lucha contra las fuerzas de la naturaleza para mantenerse fiel a su producción. Después de que el huracán Katrina acabara casi por completo con la isla, la familia decidió invertir en una “cordillera” hecha con discos de tierra cubiertos de pasto que colocaron alrededor de los terrenos. Así evitarían, en caso de una inundación, que el agua llegue hasta los sembradíos, fábrica y almacén. Así que tranquilos, tenemos salsa Tabasco para mucho tiempo.

La Tabasco se ha mantenido durante 150 años porque es versátil como un mediocentro italiano. Lo mismo puede marcar los tiempos del juego que dar un pase cruzado de 45 metros o tirar de una patada a un elusivo delantero rival. Si existe tal cosa como el darwinismo culinario, la Tabasco es uno de sus máximos exponentes. Los peinados cambian y las faldas se acortan, pero la botellita de tapa roja se queda. Está sobre mesas de restaurantes de moda en Manhattan, marisquerías de Veracruz, cantinas en Guadalajara y pizzerías de San Pedro Garza García.

Hay quienes le ponen una cucharada de Tabasco a un litro de helado de vainilla pa que amarre. En casa la sopa de verduras no sabe igual sin unas gotas. Cuando los mezcales de la noche anterior causan estragos, no hay mejor vuelvealavida que un bloody mary bien condimentado con Tabasco. Funciona como una bandera de salida para la Fórmula 1, o la nalgada de los doctores a los recién nacidos. Es la señal que marca el inicio del día.

Aunque parece inofensiva siempre termina siendo irresistible. Cuando hay una botellita sobre la mesa todos los comensales acaban usándola. Esto lo comprobamos en Nueva York, donde festejamos el cumpleaños 150 de la salsa. Visitamos tres restaurantes completamente diferentes y en todos terminamos comiendo con un poco de Tabasco.

La torre de ostiones que comimos en Balthazar clamaba a gritos unas gotas de Tabasco. Todos los ramens que pedimos en Ivan Ramen –de cerdo, cordero y pollo– se convirtieron en portadores de la salsa. Los huevos en cazuela del Freemans, famoso por sus brunches y cenas, agradecieron ir acompañados de un poquito del picor y acidez de la Tabasco.

 

Nos cae bien su simplicidad, compromiso y tradición. También que hagan de todo por salvar una isla para que el mundo siga teniendo Tabasco. Nos gusta porque se la podemos echar a cualquier plato. Nos tranquiliza que la encontramos en todos lados. (Literalmente. La venden en 185 países, para aquellos que sufren del síndrome del jamaicón.) La próxima vez que estén sentados frente a un plato dudando con qué condimentarlo, ya saben cuál es nuestra recomendación.