El camotero

 

por Blair Richardson

 
@alexpider, instagram

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Pocos disputarán el hecho de que vivimos en una ciudad ruidosa: fierro viejo que vendan; plátanos, plátanos diez pesos, el plátano a diez; ‘Despacito’ a todo volumen desde la farmacia donde el Doctor Simi baila en una esquina. Y aguantamos. Pero muchos chilangos simplemente no soportan el hiriente silbido del camotero. Éste es mi sonido favorito de la ciudad, y vengo a explicarles por qué.

Aunque he vivido en México sólo unos cuantos años, el silbido del camotero evoca una profunda nostalgia. Imagínense una noche de verano, neblinosa y enfriada por la apocalíptica tormenta de la tarde. Las calaveras de los coches se reflejan en interminables líneas rojas en el pavimento mojado por esas calles anchas y alfombradas de hojas. De pronto, un dulce olor a humo de leña llena el aire húmedo, y la ciudad se siente como apartada de sí misma, acaso como el campo, por un momento fugaz. Respiramos hondo, hacemos una pausa.

El carrito del camotero, hecho a mano, es una lección de eficiencia. El tambor de un barril se sostiene encima de un pequeño espacio donde atizar el fuego. Una larga chimenea metálica se extiende verticalmente desde el barril; en su punta está el silbato. Cuando el camotero libera la presión desde el interior de la cámara de cocción, el aire se ve impulsado por ese tubo, y el silbato lanza su aullido. Todo el aparato va sobre ruedas –un verdadero carro de comida ambulante–, lo que hace al camotero un personaje significativo de la cultura de cocina callejera en la Ciudad de México.

Normalmente me compro un camote para cocinar en la casa. No pido ni canela ni esa pegajosa leche condensada. Desde la cocina escucho el silbido y corro a la calle con un tóper y veinte pesos para alcanzarlo antes de que desaparezca a la vuelta de la esquina. Preparo una cena sencilla: camote ahumado con salsa de tahini y limón, frijoles negros, arroz, cilantro picado. El delicioso sabor que imprimen la parrilla del tambor y el humo de la leña es algo que no puedo recrear en la casa. Todavía no sé si el aire húmedo de la ciudad nocturna aporta algo a ese sabor particular.

Desde una sana distancia de, digamos, quince metros, el sonido del silbato es hermoso. (Cierto: algunos silbatos suenan notablemente mejor que otros, pero aún no logro encontrar la correlación entre la calidad del silbido y la calidad del camote.) Soy una persona extremadamente visual y disfruto muchísimo de la señalización y la gráfica a nivel calle, pero me fascina el hecho de que el camotero no necesite una señal: su silbido funciona a la perfección para alertar a clientes potenciales de su entrada a escena.

El sonido comienza lentamente: un susurro gutural, hueco. Si eres atento peatón, este susurro es una advertencia, y hallarás tiempo bastante para rápido poner distancia y evitar la pérdida definitiva del oído. A veces, caminando y texteando, o platicando con un amigo, el sonido te acecha y te ataca sin que te des cuenta: un remolino de horror y caos que te taladra los oídos y te hace correr y buscar refugio y maldecir al camotero y sus pinches camotes por siempre jamás. A todos nos ha pasado. El sonido se intensifica, sube en un grito estridente, sostenido y con cada vez más fuerza en el cielo nocturno. Alcanza un pico y da la vuelta: cae, cae, suavemente se desvanece y ahora es apenas una pluma de humo gris.

Hace unos cuantos años supe de un concepto japonés llamado wabi sabi. El término tiene siglos, pero su popularidad en Occidente se ha disparado recientemente como un backlash contra revistas perfeccionistas tipo Kinfolk o contra ese lustre de estilo de vida que vemos en Instagram. En líneas generales, wabi sabi celebra las imperfecciones y la belleza intrínseca de un objeto humilde: una taza de té de cerámica que se tambalea, una escoba de paja hecha a mano, una escalera antigua y chueca.

Yendo más a fondo, hallamos que el concepto proviene de enseñanzas budistas sobre el sufrimiento, el vacío, la impermanencia. En su libro de 2004 Richard Powell escribe: “Wabi sabi alimenta todo lo que es auténtico al reconocer tres simples realidades: nada dura, nada está terminado, nada es perfecto.” Queremos creer que cuando terminamos un proyecto o una relación o incluso una vida atamos los cabos sueltos en un flequillo tejido con esmero, como los elegantes bordes de un rebozo. Pero la realidad no es así. La verdad de la vida es que es orgánica, desordenada, llena de errores, llena de una belleza defectuosa y de una tristeza gentil e inevitable que nos acompaña día con día y brota del hecho de que nosotros y la gente y las cosas que queremos estamos aquí sólo un tiempo breve. Todo se acaba.

Los japoneses dicen que en el fondo wabi sabi es no-verbal: debe ser sentido para ser comprendido. Es por esto que el silbido del camotero es el sonido más wabi sabi que se me ocurre. Primero el susurro gutural, su ascenso torcido de nota sostenida a medias, luego el chillido estresante, y el lento desdibujarse en un silencio oscuro. ¿Qué otro sonido podría recordarnos tan bellamente nuestra propia humanidad? Ese silbido melancólico contiene las fases de la luna, el auge y caída de una civilización, las leyes esenciales de la vida y la muerte.~