Un romance industrial

 

por Luis Reséndiz

 
Walter Vargas: Burger King Sunset, 2011, flickr

Walter Vargas: Burger King Sunset, 2011, flickr

 

Es difícil no ceder al encanto: envueltas en un papel plastificado, con un logo que se repite por todo el papel, como si de un regalo se trataran —y en no pocas veces se sienten así—; entregadas con la presta eficiencia de un empleado sonriente; con un pan que solo conoce la tersura y unos ingredientes idénticos, milímetricamente medidos, las hamburguesas industriales son uno de los pináculos de la comida rápida. Es un tanto desconcertante pararse en una fila, pedir y pagar y, unos cinco minutos después, recibir una hamburguesa completita, caliente, lista para ser devorada. Quizá de esa eficacia provenga al menos un tanto de la fascinación que despiertan.

Cuando fui niño, en un puerto perdido de la periferia mexicana, durante muchos años no hubo ni un mísero puesto de postres de McDonald’s en mi ciudad. no pensaría que eso derivaría en una pujante escena de hamburguesas locales, pero pensaría mal: las hamburguesas en Coatzacoalcos, salvo dos o tres excepciones, son sorprendentemente mediocres, acaso porque se dan en un lugar donde la mediocridad persigue a sus habitantes. 

Y ahí nací yo, que me sentía perdido: un amante de la hamburguesa, un adorador de la carne en medio de dos panes pachoncitos, con su mostaza y su mayonesa y sus pepinillos y su quesito americano derretidito así bien precioso, desbordándose. Durante buena parte de mi infancia peregriné por las calles de ese lugar, buscando una buena hamburguesa. Mis ruegos al dios del sándwich, creía yo, no se habían escuchado.

Un día —quiso dios y quiso el neoliberalismo, que ya se acomodaba a sus anchas a finales de los noventa—, como un proverbial hongo que brota sin avisar después de un chubasco, apareció un McDonald’s en el centro de la ciudad. Previsiblemente, las multitudes se agolpaban en la acera: si mal no recuerdo, además, una de sus primeras y burdas estrategias fue regalar hamburguesas durante todo un día. Yo, naturalmente, moría de ganas por ir: los colores del local, que parecen sacados de una película de Baz Luhrman, aunados a la torre de humo que desprendía el lugar y que seguro contaminaba como pocas cosas pero que también olía a puritita carne asada, y de tan solo recordarlo hace que me duelan los cachetes del antojo: todo en McDonald’s me invitaba a pasar y a ordenar un McTrío.

Sin embargo, durante años no pude hacerlo. Cuando McDonald’s llegó, yo apenas era un niño: sin ingresos propios, sin autonomía, siempre sujeto a la voluntad paterna, que rara vez es misericordiosa. Mi caso no fue excepcional: mis padres, no por motivos de salud sino por torcidas fijaciones, decidieron prohibirnos el McDonald’s, tal y como en algún momento decidieron prohibir los videojuegos, los pokémones, cualquier referencia a Dragon Ball Z y el libro y la película La naranja mecánica. Así, por años me tocó llegar a la primaria, lunes en la mañana, a escuchar a los compañeros que habían ido a comer en McDonald’s el fin de semana, con las orejas haciendóseme agua de escuchar sus descripciones glotonas. Ni modo: así me tocó vivir.

 
Mike Kalasnik, Burger King Myrtle Beach, 2017, flickr

Mike Kalasnik, Burger King Myrtle Beach, 2017, flickr

 

Algunos años más tarde —ya pasada la fiebre del McDonald’s—, un Burger King abrió sus puertas en el centro de la ciudad. Si mi romance con el McDonald’s fue una frustración, un cuento de final tristísimo, lo de Burger King fue otra cosa: un idilio como pocas veces puede verse. El Burger —perdonarán la excesiva confianza, pero así le decimos los cuates— estaba colocado estratégicamente a dos cuadras de la casa de mi mejor amigo, a cinco cuadras de la escuela donde estudié durante cinco años y a una de la tienda donde compraba mis cómics y revistas: casi se sentía como si Burger King hubiera realizado un estudio de mercado con el único objetivo de seducirme. Si lo hicieron, felicidades: el objetivo se logró. Porque yo, adolescente que ganaba quinientos pesos a la semana, no tenía empacho en ir cualquier día y gastarme media nómina en comer la hamburguesa más grande, con las papas y el refresco más grandes.

Y Burger King, a diferencia de McDonald’s, me parece, conoce la generosidad. Las hamburguesas de McDonald’s —deliciosas como son: no pretendo menospreciar de forma alguna los esmerados logros de los ingenieros alimenticios de esa compañía— están tan calculadas, son tan frías, que rara vez se desbordan. Son hamburguesas, sí, perfectas: simétricas, planeadas, incapaces del chorreo. Burger no es así. Existe en sus hamburguesas una cierta dosis de imperfección, de error humano, que hacen que las hamburguesas se abran, se chorreen un poco. Nunca demasiado, eso sí: imposible hacerse un batidillo en la camisa, pero dos o tres salpicaduras de mostaza sí se harán notar un rato después de abandonado el local. Las hamburguesas del Burger —donde comíamos a la salida de la escuela, en días de fiesta, ostentando las coronas de cartón que repartían con cada combo— son industriales, sí, pero conservan la humanidad. Son un cyborg.

Penosa o afortunadamente, un día salí de la ciudad y ya no volví. Y al salir de la ciudad, como es natural en el ser humano, probé otras hamburguesas. Y esa cata solo me enseñó que hay mejores hamburguesas: más ricas, de mejores ingredientes, —sobre todo— más saludables o menos dañinas, según quieran ver ustedes. En términos de relaciones sentimentales, me di el chance, tras varios años con la misma pareja, de conocer a otras personas, de tener un par de citas. Conocí el mito de la res —esa bella leyenda urbana que afirma que la carne de las hamburguesas industriales no es de reses, sino de un ser modificado genéticamente para ser pura carne, una cosa: una res, en latín, lo que, según el mito, permitiría que las cadenas de hamburguesas se salieran con la suya anunciando que vendían carne de res—; no lo creí, pero sin duda tuvo algún efecto en mi cerebro. No vi Super Size Me: me parecía una infidelidad mayor, y me contenté con saber que ya sabía demasiado. Inevitablemente, el romance se vio interrumpido, y así sigue hasta ahora. Amo a las hamburguesas industriales: son deliciosas, son precisas, son rápidas. Las odio, también: sé lo que pagan a sus empleados, sé las condiciones en que mantienen a los animales que les dan carne, sé la cantidad de conservadores y aditivos que le colocan a sus hamburguesas. Preferiría no comer ahí, y quizá preferiría que no existieran, y también creo que son deliciosas.

Pero, de tanto en tanto, cuando creo que mi parte vigilante está adormecida, me escabullo a un Burger King cercano, como el personaje trágico que se escabulle para encontrarse con un antiguo amante, solo unas horas, no strings attached, solo para revivir aquella pasión intermitente, y pido la whopper más grande del menú, y la devoro con júbilo, y salgo del local, camino por las calles, ocultando las manchas de mostaza como el arquetípico esposo infiel que oculta las manchas de lápiz labial, y me marcho, sintiéndome culpable pero con una enorme sonrisa y la pesadez típica de la hamburguesa industrial, ya no prometiéndome que no lo haré de nuevo, sino sugiriéndome nomás no hacerlo tan seguido. A veces, crecer es abrazar nuestras contradicciones y dejar de combatirlas.~