La especia inesperada

 

por Luis Reséndiz

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Todo aquel que haya fumado mariguana a cabalidad, al menos una vez en la vida, conoce la sensación: además de propiciar la ralentización del entorno –pareciera como si de pronto el tiempo se desacelerara: como si la realidad se pasara a modo bullet time, o como si uno bajara al siguiente nivel del sueño en Inception–, la mariguana estimula el apetito y exacerba los sabores. Tan es así que comer mientras se está pacheco, monchear pues, es una experiencia humana particular con sus credos y sus cultos.

Justo en esas cosas pensaba mientras fumaba del vaporizador de un cuate. Él es un mejor y más consistente fumador de mota que yo, que apenas si logro desprenderme de la timidez cristiana que durante tanto tiempo me alejó de su consumo, así que le renté sus suplementos durante un fin de semana: un vaporizador que funciona desde una app en tu teléfono –la infraestructura de la pachequez es de una complejidad envidiable– y una buena dotación de hierba, molidita, lista para recargarse. El vaporizador es un aparatito fabuloso que prácticamente elimina el humo punzonamente dulzón de la mariguana –ese que tantos tosidos y carrasperas ocasiona–, habilitando a un montón de gente –tanta como tengan dinero para comprarlo, a decir verdad: cuesta unos seis mil pesos– para fumar en la calle o, los más atrevidos, hasta en los restaurantes, en una especie de atisbo de aquel futuro-casi-presente en el que la mota, ya legalizada, detonará un crecimiento exponencial en los ingresos de los restaurantes weed-friendly. (Ojo aquí, restauranteros chilangos: nunca sean como este iHop.)

Y pensaba en eso porque se acercaba la hora de comer –aunque, ciertamente, cuando estás pacheco todas las horas son horas de comer–. Entre una nube de vapor blanco apenas dulce, casi amable, me puse a preparar la comida: carne de pastor casera –con su respectiva piña, cortada con bastante menos gracia que la de los taqueros, maestros de la hoja que bien podrían haber sido, en otra época, letales samuráis– acompañada de un guacamole con chapulines, a manera de dip. La carne llevaba ya varias horas marinándose. Preparé todo eso, acaso lo más complejo del procedimiento, antes de ponerme a fumar: no me sentía capaz de licuar chiles en un estado que no fuera, cuando menos, el de la semiconsciencia por la que transito por la vida, así que solo fue cuestión de prender la sartén y vaciarle los bisteces. Los aguacates también estaban partidos: nunca me he cortado mientras parto un aguacate, pero uno nunca sabe cuándo la colindancia cultural con los Estados Unidos se manifestará en la inhabilidad para cortarlo.

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Mientras la carne se freía, y el humo de la sartén se mezclaba con el del vaporizador, convirtiendo la cocina en un sauna intoxicante en más de un sentido, empecé a preparar el pan de las tortas de pastor que pensaba comerme. Pensé, mientras untaba la mayonesa, en las múltiples encarnaciones del pan partido a la mitad con algo en medio. El sándwich –el concepto sándwich, pues, la cosa sándwich, no el sándwich a secas que uno compra en el Oxxo cuando la quincena y el hambre y las prisas aprietan y se lo come lastimeramente mientras camina, a veces, las peores, sin siquiera haberlo calentado en el microondas– ha sido, me parece, mal clasificado por mucho tiempo. El sándwich no es un platillo: es una posibilidad; un dispositivo, una herramienta. Las tortas son tan solo una de las manifestaciones de esa posibilidad. Prácticamente todo lo comestible es susceptible de ser puesto en medio de dos piezas de pan con aderezos, transformándolas así en otra cosa. Y esa transformación es harto emocionante: pienso, mientras unto aguacate (esa mantequilla de la naturaleza) en el pan, en las tortas de tamal, maravilla que transforma uno de los más prodigiosos inventos de la cocina mesoamericana en un ingrediente de sándwich. El sagrado tamal, al que podríamos definir como un plato donde la masa abraza o rodea a un centro guisado muchas veces proteínico, se convierte, al aplicarle la herramienta del sándwich, en una torta cuya efectividad es casi innegable.

Ya mareadón –pero sin dejar de darle ocasionales toques al vaporizador, al que me gustaba manipular un poco por esa fascinación cuasi simiesca que provoca estar frente a lo que uno considera es el futuro– terminé de preparar los panes de torta: unos sencillos bolillos partidos a la mitad: la torta de pastor, he descubierto, no se lleva bien con el pan de corteza tipo brioche, acaso porque exija menos refinamiento; mientras la sartén siseaba apremiante. La carne estaba casi lista: la revolví un poco para que se friera más parejo y le bajé la flama mientras me pasaba a preparar el guacamole, cosa de apenas unos minutos. El guacamole resulta, en este estado, particularmente atrayente: los efectos de la mariguana invitan a fijarse en cosas que de otra forma nos habrían pasado desapercibidas –de cierta manera, la yerba hace parecer al mundo un lugar más interesante de lo que de por sí es, le da un lustre que la cotidianidad se ha encargado de quitarle–. Por si fuera poco, el suntuoso relámpago verde del aguacate invita al proverbial clavado en la textura, a la contemplación del vaivén de la carne del aguacate: del verde al amarillo y de regreso sobre una tersa autopista cromática. Los parduscos cadáveres de los chapulines con ajo convertían el plato en una especie de naturaleza muerta: los grillos reposando en el césped esmeralda.

Los panes, la carne y el guacamole estaban ya listos. Me senté a comer y di la primera mordida. El pan estaba en su punto –lo había metido al horno de microondas unos segundos con un vaso de agua a lado, para que se suavizara un poquito–, con una correcta capa de mayonesa y aguacate cremoso, y la carne –con su respectiva piñita, con su cilantrito y su cebollita– me reivindicaba como taquero amateur. Sabía tal y como se supone debe saber el pastor, pero mejor: los bocados se ralentizan no solo para afuera –es decir, como que parece que el mundo va más lento– sino para adentro: la boca tiene más tiempo de procesar la información de la comida y decodificarla de forma que el cerebro la lea con mayor detenimiento, con mayor paciencia y detenimiento en los resquicios del sabor. El achiote resurge entonces, intenso como debe ser pero contenido, cercado por el dulce de la naranja y el pico del guajillo. La piña es ocasional: un juego pirotécnico de dulzor que solo se deja ver esporádicamente, y cuando lo hace ilumina toda la explanada del bocado.

Terminé de comer mientras el efecto comenzaba a diluirse. El mareo y el temporal aturdimiento se replegaban, pero no como un resorte sino como una ola: de ida y vuelta, intermitentes. Se quedaba el amplificado placer de la comida y, después, la reflexión: si no por otra cosa, si no porque reduce la ansiedad, si no porque contribuye a dormir mejor y a reducir cualquier tipo de dolores, piénsese que consumir mota con fines gastronómicos no es, al menos conceptualmente, muy distinto de agregarle cilantro y pápalo a los tacos: la acción de añadirle una yerba a la comida para dotarla de mayor y mejor sabor. Acaso la mota sea la especia definitiva.~