Chile en juego

 

Esta crónica de ilusiones que se escapan apareció en nuestro octavo volumen; si se lo perdieron, consíganlo aquí.

por Jimena Lechuga; ilustración: Nuria Díaz

La familia entera se despertó temprano. Uno a uno hicieron fila en el único baño de la casa, y salieron peinados y con los zapatos bien boleados, como dictaba la regla del patriarca. «El Pollo», el hermano más grande, se adelantó a la calle para, de un chiflido, llamar a un taxi. Le siguió «el Chiquis». «El Coquis» –mi papá, que no se llama Jorge sino Mariano– agarró las bolsas del mandado, «la Nena» una gran canasta de mimbre, y salieron de la casa flanqueados por mis abuelos. En la esquina de Imperial y Necaxa se subieron al cocodrilo; mi abuelo adelante, mi abuela, los hijos y la canasta atrás. Iban a La Merced. Era sábado y mi abuelo había amanecido con antojo de chiles en nogada.

Mi abuelo siempre fue de antojos incontenibles. Nunca manejó –y nunca le importó– pero cualquier transporte le bastaba para encaminarse hasta donde fuera que vendieran la mejor versión de su antojo. Barbacoa, la del Ruso, en Atizapán; fresas, las de Celaya; y cuando nadie atinaba al punto justo de su capricho, se hacía de los insumos que le permitieran, a él o a mi abuela, cocinar para calmar la inquietud que saliva. Compraba cerdos, guajolotes y gallinas; ollas de cobre y vaporeras; hacían por igual carnitas que huauzontles, arroz con colecitas de bruselas que cochinita pibil para treinta: como cuando nació Mauricio, el sexto hijo –y futuro Mago Yuyito–, y mi abuelo quiso celebrar a lo grande, ese mismo día, recién llegados del hospital.

La casa de mis abuelos siempre estaba llena, y el antojo de mi abuelo daba y repartía con cualquier pretexto para cuanto pariente llegaba, pero él sólo se encargaba de los desayunos en fin de semana. Salía temprano al mercado, compraba lo que se le antojaba y regresaba a la casa para cocinar. El olor despertaba a la familia entera y para cuando bajaban sonámbulos de antojo, mi abuelo ya había subido con su ración en un platito para aposentarse frente a la tele en su sillón, con una mesita auxiliar a lado que no tardaba en coronarse por una cuba y, más seguido que nunca, por dos. Así todos los sábados y todos los domingos, los únicos días en los que cocinaba y compartía de refilón las recetas que entre semana probaba aquí y allá en restaurantes, fondas y cantinas circundantes al Salinas y Rocha de la Alameda, donde trabajaba.

Pero ese sábado a mi papá no se le olvida. Ese sábado, en el que atinadamente se le antojaron los chiles en nogada a mi abuelo, era el primer sábado del mes: 3 de junio de 1962. Y ese día, en Viña del Mar, Chile, jugaba España contra la selección mexicana en un partido que prometía nuestro pase a octavos de final. Cuando la familia llegó de La Merced, con las bolsas y la canasta rebosantes de ingredientes, mi abuelo prendió el radio. El partido empezaba y la voz de Fernando Marcos resonaba en el número 115 de la calle Imperial en la colonia Industrial, donde también empezaba la preparación de los chiles en nogada.

Desde su sillón mi abuelo oía el partido y dirigía la operación. Mi abuela en el fogón y, en el piso del antecomedor –que no era más que un cuarto con el refrigerador y la temblorosa lavadora–, los hermanos, sosteniendo en una mano la nuez de castilla y en la otra el tejolote, rompían las cáscaras y echaban las decenas de cerebritos a un cazo con agua para aflojar su amarga piel. Mientras eso pasaba avanzaba la primera mitad del partido, y los hijos, de vuelta al suelo, continuaban con la siguiente tarea: picaban perón, acitrón, manzana y durazno en cuadritos, y las almendras, por la mitad. Pelaban los ajos; licuaban y colaban el jitomate; lloraban con las cebollas y sufrían con los granos de la redundante granada. El marcador aún en ceros y las nueces en remojo listas para ser peladas. Eterna labor, pero a ocho manos pasó rápido. Sonó el silbato y empezó el medio tiempo. Comerciales. El poder concentrado del Fab en barra quitó la mugre; el nuevo Datsun Blue Bird salió con tanque lleno del DF y llegó a Acapulco, y las burbujitas del sal de uvas curaron a los esposos Muchaplata de su espantosa indigestión. Pausa. De vuelta a la cancha, dio inicio la segunda mitad. Mi abuelo regresó de la cocina a su sillón y, casi al unísono, los cuatro hermanos –con los dedos negros de tanto pelar– terminaron de pasarle las impolutas nueces a mi abuela.

La expectativa crecía. En la esquina de Imperial con Necaxa todo burbujeaba: la carne molida y sus quiénsabecuántos ingredientes, el antojo por un chile en nogada en junio, y la ilusión de pasar a octavos de final. Fernando Marcos narraba: el peligro de Gento –el número nueve de la selección española– amenazaba, centraba, erraba, volvía a tirar y rebasaba el arco contrario. La nogada lista. Mi abuela terminaba de rellenar los chiles y los acomodaba acostaditos en un gran platón. Alguien más colocaba vasos, platos y cubiertos en la mesa de la cocina. Los seis lugares estaban listos –ese día mi abuelo cambió el sillón por la mesa– y los esperados chiles en nogada también. Todos sentados. Cinco minutos en el cronómetro y el marcador presumía una mula güera. Gento centraba y erraba, volvía a tirar y la volaba. México recuperaba el balón, Salvador Reyes tiraba a gol y de ladito dejaba el arco. El primer chile para mi abuelo. Tenedor en mano. Peiró avanzaba a toda velocidad, el balón en el aire y «La Tota» Carbajal, en un salto, abrazado sobre él. Se salvó México, sudaba Marcos, y así más veces.

Primer bocado. Silencio. Un trago de agua. Tenedor en busca de otro bocado; Peiró en busca de otro tiro. Nada. La ovación enardecida; la impaciencia y la ilusión impedían el paso limpio de los bocados. El trabajo se había hecho: estábamos en Viña de Mar; habíamos contenido todos los intentos a gol; las nueces se habían quebrado, remojado y licuado; la granada desgranado; había chiles en nogada en junio, y tres minutos que prometían, por lo menos, un cero a cero.

Cortar, masticar. Correr, tirar. Parar. México se desbordaba en la tribuna y se desbordaba en esa casa. México se desbordaba dentro de un chile poblano y lo mismo hacía la nogada en el plato. Otro intento: Chava Reyes, «Chale» Hernández. Nada. Otro bocado: nuez, granada, chile, carne. Nada. El sabor anhelado no llegaba. El gol de la victoria tampoco.

Un tiro de esquina que remata «El Chololo» Díaz. Un bocado más. El Chiquis hace mueca, la Nena también. El reclamo por el sabor prometido está por escapar de alguna boca. «No me gustó», dice uno. La mano de Del Sol toca el balón, la de la Nena la sal. El juez de línea alza la bandera y el árbitro se hace el occiso. El juego sigue, la comida también. Otra vez Gento. Toma el balón, avanza desbocado y deja atrás a Raúl Cárdenas, burla a Jesús del Muro y tira un centro. El Gallo Jáuregui deja pasar el balón –como mi papá su apetito– y el esférico cae a los pies de Joaquín Peiró. Los cubiertos también caen. Peiró dispara. Las servilletas se arrugan. Minuto 89. Gol. «Ahí está el gol», se oye a Marcos. «Ahí está el gol», se repitió bajito en la mesa, y ahí estaba también el chile en nogada: verde, blanco y rojo, y tan triste como la Tota, que salió de la cancha hecho un mar de lágrimas; tan triste como mi abuelo, que alejó el plato, se paró de la mesa y caminó a su sillón mientras Fernando Marcos inmortalizaba su lamento: «¡Por qué! ¿Por qué siempre a nosotros?»

Había acabado el partido. La ilusión resquebrajada, el pase a los octavos perdido. Se abandonó la cancha. Se abandonó la mesa. La fantasía de Chile quedó sobre la cancha. Y sobre la mesa también.~


Ahora háganse un chile en nogada. Es la tradición.