Cala

 

por March Castañeda

 

Cuando Gabriela Cámara decidió abrir un restaurante en San Francisco le preocupó, más que otra cosa, el servicio. «No encontrar meseros tan profesionales como en México me ocupaba la mente», dice en su profunda y acelerada voz. Entonces, Cala, el restaurante mexicano de mariscos en la ciudad de Be sure to wear flowers in your hair, empleó a ex convictos de varios reclusorios de California para que sirvieran las gorditas de pescado adobado, el salpicón de bacalao y las tostadas de trucha con salsa negra que han vuelto locos a los locales.

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Quizá a nadie se le había ocurrido que un presidiario regenerado pudiera ser un perfecto camarero, pero las buenas ideas siempre están fuera de la caja. Despachemos poquito a poco las muchas preguntas surgidas apenas leído el título de esta historia: ¿por qué contratar a alguien que tiene antecedentes penales –quien por cierto siempre tiene dificultades para conseguir empleo– si puedes asalariar a alguien que no los tiene? Bueno, en principio hay que reducir el margen entre las dos realidades y expandir los contornos mentales para ver que las oportunidades existen para todos. Según Gabriela Cámara, los ex convictos con los que trabajan en Cala, que están en su etapa de reintegración social, saben trabajar, se comprometen y están dedicados en cuerpo y alma a construirse un presente gratificante. Flip a la perspectiva: ¿por qué no contratar a una ex prisionero con ganas de reconstruirse?

El sistema carcelario en California enfrenta varias complicaciones; hay mucha más gente de la que cabe: en las 33 cárceles del estado –treinta para hombres, tres para mujeres– hay más de 130 mil reos (conteo hasta 2015), pero la capacidad está al 150%. Después de darle cientos de vueltas al problema, se han tomado medidas para reducir dicha población. La que ha resultado más efectiva ha sido dar libertad condicional a los que expían delitos menores no violentos –robos, uso ilegal de drogas– en viviendas controladas dentro de San Francisco –ya que todos los arrestados en los condados cercanos son enviados a la prisión de esta ciudad.

Gabriela asegura que «[los ex reos] han sido de los mejores meseros que han trabajado en la corta vida de Cala, por mucho», aunque no está segura de la razón. Todo está en la situación personal y cultural de cada uno. Según puede apreciar Gabriela, los rehabilitados californianos tienen una ventaja con respecto a un mesero tradicional de San Francisco: saben lo que es el servicio, y reconocen que ser servicial no es lo mismo que ser servil; lo primero es gratificante. Y eso lo sabemos todos los que nos dedicamos, de una forma u otra, al servicio.

Según la experiencia de Gabriela, como comensal y restaurateur, el servicio en general en Estados Unidos es infinitamente más informal, específicamente en San Francisco, a pesar de que la escena restaurantera está en su apogeo. «Hay mucha gente con mucho conocimiento de la industria», dice, «pero no con mucha actitud de servir y complacer, como en México».

Si hay alguien que pueda criticar el servicio es ella. Contramar, su restaurante insignia, durante casi 18 años ha ofrecido el que creo que es uno de los mejores servicios de la ciudad. Pablo, Ramón y Bernal, los meseros que más tiempo han trabajado en el restaurante que le dio vida a las ahora clásicas tostadas de atún con mayonesa de chipotle y poro frito, son la muestra de que Gabriela sabe montar un servicio de extrema calidad. Aquí los meseros, anfitriones y hasta garroteros dominan dónde se encuentra la delgada línea que divide al buen camarero –que sirve a tiempo, con amabilidad y diligencia, incluso anticipándose– del incordio hostigoso que pregunta cada medio minuto «si no se nos ofrece nada más».

En busca de dónde encontrar gente con experiencia en la industria pero «con tan buena actitud ante el servicio como los mexicanos», Gabriela y Emma Rosenbush –su mano derecha y gerente general de Cala– dieron con el programa de reinserción social de ex convictos de crímenes leves, con el que Emma ya estaba familiarizada por su trabajo anterior en la firma jurídica Prision Law Office. El proceso es más fácil de lo que parece: se contrata a una persona que ya haya cumplido su sentencia o a una que esté en arresto domiciliario, se le entrena, se le paga, se acabó.

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Quienes pertenecen a este programa no son homicidas, secuestradores ni narcotraficantes. Está diseñado para infractores menores, casi siempre pandilleros o adictos. La distinción importa para Gabriela, porque un delincuente mayor –asesino, por ejemplo– podría representar un peligro, pues es por lo general emocionalmente más inestable que un infractor menor.

Delancey Street es la organización autofinanciada que lidera los proyectos de reinserción social en el estado que, por cierto, es el que contiene a más presos en la nación. Construye centros de rehabilitación donde ofrece vivienda, comida, educación, tratamiento contra adicciones, terapias de desarrollo personal y entrenamiento laboral sin costo a los inquilinos, que bien pueden ser ex presidiarios en libertad condicional o drogadictos sin antecedentes penales. Gracias a las utilidades que la organización obtiene de sus empresas paralelas –un restaurante, una compañía de mudanza y una de árboles de Navidad, entre otras– puede financiar el adiestramiento de sus internos en las habilidades que ellos eligen, casi siempre mecánicas. Muchos de los cocineros y camareros de Cala trabajaron antes en el restaurante de Delancey, que mantiene vigilancia continua sobre ellos hasta que terminan su programa de dos años, aunque también hay quienes vienen de Adult Probation Department y Young Community Developers.

Los empleados de Cala, que van de los 19 hasta los 56 años –más hombres que mujeres–, están dentro de este sistema, en un espacio intermedio entre la cárcel y la libertad absoluta. Algunos quizá se queden a trabajar en el que, según el crítico más respetado de San Francisco, Michael Bauer, es el mejor restaurante del 2015. Otros se irán, como ya ha ocurrido, porque al terminar el programa –algunos incluso acaban antes por buena conducta– regresarán a sus condados con sus familias, fuera de la ciudad.

«Casi no hemos contratado a cocineros, pues muchos de ellos no se dedicaban a la cocina en Delancey, sino que aprendieron oficios de carpintería, plomería u otros que son más atractivos para ellos. En San Francisco ganas más como handyman que trabajando en la estufa. Entonces algunos quieren terminar su programa en la cocina e irse a trabajar en otra cosa que les guste más o les deje más dinero, o las dos», dice Gabriela, «en cambio, el salón es más atractivo. Yo veo que se sienten más felices sirviendo y haciendo contacto con la gente que cocinando, además de que ganan más».

El entrenamiento dentro de Cala ha sido un gran reto. La clave está en mantener una combinación de meseros profesionales (30%) y los que están reintegrándose a la vida laboral, apenas en proceso de aprender el oficio (70%). Así, los veteranos son los sensei: «Es una pirámide de enseñanza, como en todo: aprendes del que tiene más experiencia y luego, con los años, tú te conviertes en el que sabe más y le enseñas a los nuevos».

Sin embargo, no todo es tan fácil como enseñar a alguien a tomar la orden, acomodar el plaqué y servir los platos siempre del lado derecho. Las drogas todavía son un problema con el que todos lidian a diario. «Claro que muchos tienen problemas de adicción que tienen que controlar, pero no es exclusivo de una persona que ha salido de la cárcel», dice Gabriela, «en realidad es un problema de la industria restaurantera. Tanto allá como acá, en México. Pienso que hay muchos meseros adictos, causa de una combinación entre tener una vida difícil, con problemas de origen –familiares, sociales y culturales–, y el hecho de que los meseros ganan mucho dinero muy rápido. Es un trabajo muy agotador, pero cuando terminas el día tienes efectivo y quieres gastártelo en la cantina, o te vas de putas. Así es, los vicios abundan en esta profesión». Entonces, igual que en sus restaurantes mexicanos, Gabriela busca ayudar a sus empleados no sólo a crecer profesionalmente sino también en el campo personal. «Mientras sientan que su trabajo importa tanto que tienen que cuidarse a sí mismos para poder hacerlo, mientras se sientan parte vital del equipo en el que están, su autoestima crece, se fortalece, y su trabajo es simplemente mejor».

Lo que creo que Gabriela ha hecho muy bien, tanto aquí como en Estados Unidos, es crear el sentido de comunidad en sus restaurantes. «Somos un clan, nos ayudamos, trabajamos juntos, somos una familia. Así que para trabajar acá no necesitas ser perfecto, sólo tienes que tener buena actitud y entender que, una vez que te integras a la familia, tienes que comprometerte y cuidar de los demás, porque todos cuidaremos de ti».

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No podemos afirmar que ser ex convicto tenga relación con ser un buen camarero, ni viceversa. No hay silogismo absoluto aquí. Pero Gabriela cree, después de convivir todos los días con rehabilitados, que ofrecerle empleo a un ex convicto ha sido una gran decisión: «me da gusto que aprenden lo que en su vida se habían imaginado, fortalecen su autoestima y su seguridad, se dan cuenta de que son capaces no sólo de hacer más, sino de desear más». Además de que considera que «la gente sí quiere trabajar y restablecerse, porque hay mucho miedo de estar en la calle, que está llena de homeless, de esquizofrénicos y borderlines», quienes antes eran tratados por las instituciones a las que Ronald Reagan les quitó el apoyo en los ochenta.

En Cala, como en Contramar, a Gabriela le importan sus empleados tanto como sus clientes. «Ellos se ocupan directamente de los comensales, así que claro que yo me voy a ocupar primero de ellos. Si algo he aprendido en mis 18 años de restaurantera es que lo que necesita la gente es atención y alguien que crea en ellos. La mayoría de ellos [ex convictos] nunca tuvieron alguien que creyera que podían lograr algo, ellos mismos no lo creían. Entonces cuando tienen la oportunidad de hacer algo bueno, la aprovechan. Ahora creo que se han dado cuenta de que servir los hace sentirse mejor, la retribución emocional es inmediata».

Sí, es un círculo virtuoso de servicio, del que tanto se ocupa Gabriela. «La clave de esta bella industria es que todos servimos, cada quien en su puesto. Y también todos recibimos». Es un boomerang.