#EspeciasMenores: Pensar en la cátsup

 

texto e ilustración: Pablo Duarte

para Alonso, que le debo un abrazo

Cometí el despropósito de pensar en mi papá cuando dice el cochino mercado que hay que pensar en él. No queda duda de mi poca entereza mental, sin embargo el dilema tampoco es fácil de resolver: Trate de no pensar en un elefante. Un elefante; no lo piense. Por ningún motivo piense en un elefante. ¿Ahora me entiende? Trate de no pensar en el familiar.

No caeré en la tentación de fardar mi nostalgia: pienso a mi papá tanto como casi todos. Ayer, por ejemplo, no obstante las insistencias ya anotadas, lo pensé mientras lavaba platos y durante la comida en casa de mis suegros y mientras jugaba FIFA 17. Nada extraordinario.

El pensamiento más recurrente era cotidiano e inverso: no recuerdo que mi padre cocinara. No lo recuerdo con mandil salvo una foto en una carne asada y otra en una fiesta de disfraces. No recuerdo que bebiera tragos manufacturados por él mismo –no vale la cuba de reunión familiar–, y tampoco escucho el eco de un orgullo llamándonos a probar sus famosos, qué sé yo, tacos de chilorio. Gastronómicas, tengo nada más una memoria muy concreta: la metódica aplicación de un condimento al más constante de los platillos que le conocí –preparado por mi madre, claro.

 
 
catsup-ilustración-pablo-duarte
 
 

El cremoso acompañamiento de una conserva avinagrada parece cosa previa al concepto de invención. Uno no recuerda esos orígenes: los da por hecho. Como el palillo en otra oportunidad, parece haber estado ahí desde un principio. Pero resulta que en la India hacer pepinos en salmuera era común hace milenios, y en China guardaban entre tantos otros conocimientos las confecciones de pastas preservadas con especias aromáticas y pungentes. Salsitas de compañía, incluían de todo: pescado, jengibre, ajo, clavo, limón, nuez moscada, chiles. Junto con tantas otras prendas y enseres más allá del Pacífico, el siglo XVII fue el siglo de estas salsitas de compañía: las compañías británicas de indias las integraron a su repertorio comercial y léxico: bienvenida la cátsup. (Dicen algunas referencias además de Wikipedia que el trayecto etimológico pasa por un dialecto chino en el que para nombrar ese botecito con salsa de pescado fermentado los locales decían ke-tchiap. Vaya uno a saber.)

Mi papá desenrosca el envase, invariablemente exagera la fuerza necesaria en mi presencia. Casi creo que el chiste lo hacía cuando desayunaba solo. Inclina la boca del bote de cristal que, espeso, niega su tesoro. Imperativo pero modesto, da unos golpes en la base. Nada. Paciente y silencioso, regresa el envase a la mesa en fingida derrota para volver, segundos después, a la carga.

Pida cátsup al viajar a la Malasia del sigo XVII y le entregarán una botella plástica con una especia oscura y astringente. Nada de los carmines tropicales, de las frescuras ecuatoriales que guarda el tomate. Para llegar al rojo vivo conocido faltó la mano de un erudito de Filadelfia. No lo sabía mi padre, ni tendía por qué, contador público y privado de aficiones enfocadas en las variedades del futbol por televisión, pero estaba comiendo la ocurrencia de James Meade. Este compulsivo redactor de correspondencias integró brandy y la redondez del tomate a su menjunje. Instalado el uso, tardó en llegar la perfección: porque el tomate se echa a perder. Era común que el potaje estuviera colonizado por moho y podredumbre antes de acabar el frasco. Luego, animales de extremos, lo saturamos de alquitranes y benzoatos para fingirle frescura. Animales de extremos, seguimos comiendo frescura manufacturada o genuina frescura pero evangelizadora: tres botes de cátsup por alacena anual dicen las cifras.

En mi casa hay una cátsup pero está vencida. La uso poco y no por miedo a que sea mi gringa madalena hacia la infancia: es más bien que nunca le agarré el gusto. Me acuerdo perfecto de las mañanas cuando todo estaba suspendido, entre paréntesis, a la espera de que mi padre terminara el gesto, la ingesta y saliéramos, tres, a activarlo. Las cosas que uno recuerda.

Si no escurre sola, mi papá la ayuda con un cuchillo de untar. Debajo, sobre el plato, espera un huevo revuelto con jamón. El collage va recibiendo los glóbulos imperturbable. Huele al dulce vinagre del tomate entre lo frito de la yema. En mi plato, deposita lo que sobra del cuchillo. Vuelve hacer un falso esfuerzo por tapar la cátsup. Come.~


#EspeciasMenores es la columna de bellas pequeñeces del escritor Pablo Duarte en HojaSanta. Síganla acá.