Elogio de las palomitas

por Pablo Duarte

palomitas-cine-elogio
 

Este elogio palomero apareció en nuestro volumen 6. Si no lo tienen, pueden comprarlo acá. Recomendamos que se suscriban, para que todos estemos más tranquilos.

Más que los metros cuadrados del vinilo aperlado sobre los que se proyecta la película, el cine está contenido en la botana. La experiencia cinematográfica, en mi caso, empieza y termina con el aperitivo. No hace falta ni nombrarlo; así es de evidente, de manifiesto. En bolsa de papel o en cubeta, rebosantes y calientes. Dicho de otro modo, ni el más estremecedor sistema de sonido puede con el machaqueo de unas quijadas que muelen palomitas. En la oscuridad imprescindible de la sala va y viene un olor a comodidad y compulsión.

Como en todo elogio, aquí exagero, incluso puede que mienta. Me contradicen con razón los volúmenes de teoría y crítica fílmica. El cine, su médula, no tiene nada que ver con palomitas. Y si acaso están relacionados, lo están por el lado menos cinematográfico: simplemente son las rosetas de maíz un consumible –el emérito, eso sí– entre otros tantos. Sucede que no me cuento entre los que gustosos pagan butaca y paquete con refresco para disfrutar de los estrenos. Tengo, en todo caso, una aversión bastante pronunciada a esa faceta del recreo colectivo. La sala de cine me da una agorafobia exagerada. Por eso me obligo a ser preciso: el motivo de este elogio, aunque bien podrían serlo todas las variedades de crispetas con sal y mantequilla, es una especie particular: la que viene envuelta en papel primero y celofán después. Larga vida a la palomita de microondas.

De acuerdo a la medicina, estoy en riesgo de contraer bronquiolitis obliterante, cortesía del aroma exquisito de una bolsa de palomitas recién abierta. La condición, aunque rara, es mortal e irreversible: fibromas en las vías respiratorias. No sólo eso. También podría estar incrementando la posibilidad de desarrollar enfermedades en los riñones. Esto se lo debo a uno de los subproductos del teflón que reviste al papel de la bolsa. Ácido perfluorooctanoico. No puedo fingir que no sé de la sabrosísima toxicidad del diacetilo. Aún así, mi consumo y mi encanto con la palomita que explota en el microondas se mantiene si no intacto, por lo menos tenaz.

Es difícil no fascinarse con el grano del que según el Popol Vuh están hechos los hombres duraderos. Grano identitario por un lado. Y por otro, cómo no fascinarse con la tradición de la botana que lentamente conquistó al cine. Charles Cretor puso en las aceras, en 1885, los primeros carritos de crispetas enmantequilladas. Como si se tratara de un patrón migratorio natural, los vendedores y su maíz fueron acercándose a la entrada de los cines. No cruzaban el límite del lobby: los dueños de los cines pensaban en el mugrero que tendrían que limpiar de las alfombras. Con la llegada del sonido en 1927, el cine y las palomitas a unos cuantos centavos la bolsita se volvieron un cosa común. Al diablo las alfombras: al cliente lo que pida. Una vez conquistado el lobby, poco faltó para que la hibridación fuera completa: ahora son indistinguible el multiplex y las explosiones minúsculas de cientos de miles de granos en una olla. Es difícil no fascinarse.

La palomita de microondas, como todo lo portátil, hace innecesaria la convivencia con el mundo; en este caso, la convivencia con los espectadores de alguna película. Es la colación de los reservados; el refrigerio de los introspectivos. Es la botana de los misántropos. Comparte con algunas otras esta distinción: quizá algún garapiñado –aunque lo dulce le quita lo vehemente–; alguna fritura enchilada –aunque le falta tradición en el cinema.

La bolsa que se infla dentro el microondas le quita atractivo a lo monumental. O lo reconfigura, lo normaliza: detrás del horno se esconde una pequeña bomba doméstica. Y esa bomba electromagnética, dos minutos y cinco segundos después de hacerlas girar, ha logrado que revienten casi todos los granos secos de maíz. Pequeñas bombas en sí mismas, los granos del maíz palomero. Como la nieve: no hay un solo grano de maíz cuyo interior almidonado no reviente a su propio estilo, en forma propia.

En 1918 primero, y luego en 1920, la secretaría de agricultura dio al clavo al proponerle a las familias rurales de Estados Unidos dedicar una parte del jardín al maíz palomero. “Si cada casa almacenara raciones de maíz palomero, se gastarían menos centavos en comidas chatarra menos saludables, y se pasarían más tardes amenas en torno el hogar familiar”, publicó en un boletín titulado: “Maíz palomero para el hogar”.

El boletín aquel fue profético. Las crispetas conservan ese poder de reunir en torno al fuego de casa, en torno al verdadero hogar. La estufa, la chimenea, el fonógrafo, la televisión, el blu-ray, el AppleTV.

Mejores personas que yo han logrado subvertir a la industria del microondas. Esquivan los peligros inherentes al saborizante artificial y al teflón con una bolsa de papel, granos de maíz palomero, y punto. Los admiro y los respeto. Habré de llegar ahí, supongo, cuando la carraspera y el dolor en la espalda baja me obliguen a replantear mis adicciones. Mientras tanto, larga vida a la palomita de microondas.

 

 

Sigamos hablando de cine. ¿Ya vieron Next floor? Creemos que les va a gustar.