#EspeciasMenores: La acidez nunca termina

 

texto e ilustración: Pablo Duarte

La primera acidez se la debo a una bolsa de Cazares adicionados con limón. Eran los primeros años de primaria. Menos de una hora después, antes del timbrazo de la salida, lloré. Seguro habré conocido, cuando infante –bulto de digestión y berrinches–, el reflujo ácido en incontables ocasiones; por fortuna no lo recuerdo. A los Cazares, desde la primaria, les temo. Más tarde, la temprana pubertad me reveló la obnubilación de la migraña acompañada de una incomprensible gárgara de fuego en el diafragma: ese fue el segundo encontronazo. En adelante la chatarra adobada, las salsas y los aguardientes recios acobardan mi membrana estomacal. Aquella primera caricia, sin embargo, la del puñado de Cazares iracundos, dejó ver algo antes de tiempo. No sé cómo habrán aliviado mis padres los quejidos mocosos de un escolar que dice que le arde la boca del estómago. Sé que no pudieron descorrer el velo de adultez, del escozor que más tarde vendrá aparejado a toda angustia. El bolo de limón, chile en polvo y fritura de maíz y su lumbre química, ilumina una sabiduría imprecisa pero innegable y que no sé bien cómo nombrar.

Pero yo qué. La acidez y sus ardorosas epifanías son patrimonio y de la humanidad. ¿Cómo llaman a ese íntimo saber que acompaña el anuncio de la agrura? 

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Cardialgia, decía Galeno, el sabio de Pérgamo. La tenía bien estudiada, esa afección, y para él era un dolor de corazón que atenazaba la zona de la boca del estómago. Otros proponían emplastos que, curioso, no difieren mucho de lo usual. Leche, hierbabuena, calcio. Coral molido, recetó a sus contemporáneos Plinio el grande, para el abuso de ratón en salmuera, el mejillón sazonado o los embutidos de Lucania. Sabían de esos espasmos refulgentes los antiguos, pues, y sabían cómo curar esa afección de adultos desmedidos, de ansiosos inconsolables. Todas las pociones y remedios buscaban causar una reacción elemental: neutralizar el ácido sobrante.

No conozco –pero habrá sin duda– la persona que ignore, por llamarla de algún modo, la floración de la zarza ardiente en la panza. A estas personas les digo: ¿qué tal es comer sin cuestionamientos, sin dudas?

Porque ese es el punto central: el ácido sobrante. La cavidad estomacal, dijeron cirujanos y curiosos, es un fogón de combustibles líquidos. Así no dijeron los cirujanos. Dijeron, más bien, que ahí iniciaba el proceso complejo de la digestión. Otros, no cirujanos, habrán podido decir que el estómago es el inicio de un replanteamiento: ahí uno recompone los motivos del bocado, de la vida misma. ¿Este trago de licor de ciruela para bañar el mordisco de avinagrado kimchi que acompaña el ramen de huevo, por suponer un maridaje, qué esconde de mí? ¿Qué me dice, por suponer una consecuencia, esa presión aguda en el píloro, o ese quiebre de olas de fuego en las paredes de un estómago desconocido? ¿Tan frágil? ¿Tanto dolor, el gozo previo?

James Murray, un médico, un Señor escocés se ganó el favor de la nobleza al aliviar la dispepsia hiriente del Marqués de Anglesey. Comercializó Murray un jarabe antiácido basado en sulfato de magnesia.

Ahora recuerdo: mi madre detuvo el auto horas antes de que tuviera que pasar por mí al colegio. Lloraba yo en el asiento trasero y regresó ella de la farmacia, una botella azul de olor terroso. Leche de magnesia, un abrazo mínimo. Ahora supongo que fantaseo que fue instantáneo el alivio, que estuve listo para la milanesa de las 2:30 y el entrenamiento de futbol 4:15. Pero sé que no fue así. Porque lo sabía Plinio y el Sabio de Pérgamo y Murray y John Henry Phillips que se hizo rico con la fórmula que me alivió de la maldición de los Cazares: la acidez nunca termina.~


#EspeciasMenores es la columna de bellas pequeñeces del escritor Pablo Duarte en HojaSanta. Síganla acá.