Netflix dreams of foodies

 

por Alonso Ruvalcaba

¿Son mis nervios o hasta hace unos quince años los documentales de comida eran relativamente escasos? Siempre han existido, claro (pensemos que La cena del bebé de los hermanos Lumière, 1895, ya es un documental de comida), pero ¿será que las “nuevas” formas de comer –la aceleración del veganismo, el locavorismo, la producción orgánica–, con la venia de la accesibilidad monetaria a la tecnología, han requerido voces y púlpitos para ejercitar su poder de convencimiento? ¿Será que el ego del star chef necesita de ese alimento para no hundirse en la anorexia? Éste no es el espacio para explorar esas cuestiones (tal vez) pero lo cierto es que ahora ningún festival de documentales que se digne de su estirpe puede darse el lujo de no tener al menos un documental sobre comida, además de que por supuesto existen ya varios festivales especialmente dedicados al documental de comida. Y Netflix es el gran reciclador y productor de este material. Váyanse logueando porque hoy vemos docus.

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Hay documentales de comida en modalidad de denuncia, de exploración de personalidades, de creación de restaurantes; hay elogios de ciudades, de países, de formas de cultivo, de profesiones, de mil cosas más. Uno de los más conocidos, y tal vez uno de los culpables del auge reciente del subgénero, es Super Size me (2004), una combinación de denuncia (para ser esquemáticos: “los males de la comida chatarra”), de exploración de una personalidad (la del director y jackass hecho y derecho Morgan Spurlock) y un restaurante (el McDonald’s más cercano).

Si Super Size me no engendró toda la marabunta de docus comestibles sí, cuando menos, es antepasado directo de Fat head (2009) de Tom Naughton, quien decidió documentar un reto definitivamente más problemático que engordar comiendo a diario en McDonald’s: adelgazar con una dieta de lo que los respingados llaman “comida chatarra”. La denuncia de Naughton: los prejuicios que tenemos respecto de lo que significa “comer sano”. Su documental es tan ególatra como Super Size me. Resultado: ambos consiguen su cometido. Diagnóstico: ninguno de los dos es demasiado divertido.Hablando de exploración de personalidades difíciles, A matter of taste (2011) de Sally Rowe resulta varias veces preferible. El personaje es el chef inglés neoyorquizado Paul Liebrandt, un tipo que no se encuentra cómodo en ningún lado. Primero, hacia 2002, sirve una cocina descomunal, de altísimos vuelos, en el restaurante Papillon, un bistrucho de quinta. (Según William Grimes del New York Times.) El cuate se cree todos los elogios con que lo baña la prensa. Craso error. Deja el Papillon (“me está matando las neuronas”) y, emborrachado de su propio talento, se ofrece al mejor postor. El postor es el Palace Hotel, que va a abrir el pomposo Gilt. Liebrandt acepta la chamba; luego empiezan a caer las reseñas, entre ellas la del nuevo crítico del Times, Frank Bruni, que le pone una trapeada fenomenal. No diré más, salvo que la historia de este cocinero, talentoso pero limitado, arrogante pero chambeador, tiene dos finales posibles.

Pero Liebrandt es un niño de brazos, tierno y rechupón, comparado con Kenny Shopsin. Este señor, propietario de Shopsin’s en Greenwich Village de Nueva York, es capaz de correr a sus clientes a mentadas, tiene decenas de reglas absurdas en su local (salvo que no son absurdas para él), como la de no aceptar grupos de cinco personas y vetar “para siempre jamás” a los grupos de cinco que no hayan leído el reglamento. Pero, a diferencia de Liebrandt, Kenny conoce y acepta sus limitaciones. También es un tipo sensible e inteligente, con una filosofía que considera “a medio hornear”. ¿Una rebanada de su sabiduría? “La más importante tarea que tiene el hombre es darse cuenta de que es un pedazo de mierda. Si comprendes eso –si comprendes que podrías sacrificar a miles de personas en otro país para poder, qué se yo, ir a un pinche concierto de Wings–, entonces podrás ser buena persona ocasionalmente.” Su historia y la de su restaurante, que tuvo que mudarse al Lower East Side por las rentas imposibles del Village, está en I like killing flies (2004) de Matt Mahurin.

Kenny Shopsin lleva cuarenta años en su local. La pizzería Di Fara, en el 1424 de la Avenida J de Brooklyn, ya cincuenta. Su chef es el venerable Domenico DeMarco, que personalmente ha troceado con tijeras la arúgula de cada pizza margherita que ha salido de su horno cada día desde 1964. (O eso dice. Asumo que alguna vez ha faltado a la chamba.) El retrato de don Domenico, trazado con un pincel auditivamente impresionista, puede verse en un breve documental: The best thing I ever done (2010) de Emily MacKenzie. Su pizza es de las grandes. Metafóricamente. (Véanlo en vimeo.)

Ya entrados en geriatría culinaria, hace unos años causó relativa sensación Jiro dreams of sushi (2011), que seguía la increíblemente rutinaria vida de Jiro Ono, chef, propietario y maestro de sushi del restaurante tokiota Sukiyabashi Jiro. El documental, untuoso, parte de la petitio principii de que el de Jiro el mejor sushi del mundo, y gracias a su mezcla de food porn y personaje mandado a hacer, generó la al parecer exitosa serie Chef’s table del incansable Netflix. El crítico Gabriel Lara Villergas termina así una nota sobre Jiro dreams of sushi: “Así que Jiro Ono tiene que ser el tipo más aburrido de la historia. Trabajar con él es, probablemente, un pequeño infierno de monotonía y neurosis. Su obra, sin embargo, es lúcida, pulidísima y emocionante: un auténtico “milagro de la vida”. Punto para los aburridos.

Jiro dreams of sushi expresa también una tensión: la del hijo mayor de Jiro, Yoshikazu, un maestro/aprendiz de sushi ya entrado en los 50 años, ante la perspectiva de suceder a su padre al frente del restaurante algún día. Los zapatos de Jiro son casi imposibles de llenar. Esa misma tensión está en la espina dorsal de Entre les Bras (2012) de Paul Lacoste, que narra el proceso de sucesión en el trono (“el paso de estafeta” parece una forma mucho más democrática de decirlo, pero también es menos exacta) del restaurante Bras en Laguiole, Francia, donde Sébastien está listo para tomar el mando pero a su padre, Michel, aún se aferra al cetro. (“Siento que estoy en medio de la colisión de dos mundos”, dice Michel por ahí.) Si por nada más, Entre les Bras valdría por ver el hermoso ritmo con que los cocineros del restaurante emplatan el platillo más famoso de Bras, el gargouillou de jeunes légumes, que tiene varias decenas de vegetales. La precisión de dos cocineros (Sébastien y uno más) dando vueltas y vueltas alrededor de un plato recuerda a uno de esos relojes cucú de los que cada tanto salen unos muñequitos que repiten unos cuantos movimientos impersonales, percusivos.

(Curiosamente, no se alcanza a ver esa maestría grácil en los cocineros de los documentales sobre Ferran Adrià y su equipo: El Bulli: Cooking in progress, 2011, de Gereon Wetzel, y Un día en El Bulli, 2010, de Albert Adrià, que es un pinche anunciote.)

Todos esos documentales –y muchos más, como The raw and the cooked (2012) de Monika Treut sobre las muchas cocinas de Taiwán, o el mentirosillo Mondovino (2004) de Jonathan Nossiter, o el insufriblemente correcto Sushi: The global catch (2011) de Mark Hall– tienen la desventaja de estar fascinados por sus sujetos. Leviatán (2013), de Lucien Castaing-Taylor y Véréna Paravel, está libre de esa atadura. Las cámaras de Leviatán –uno de los documentales más extraños, aventurados y ¿bellos? que se han hecho– observan a un grupo de pescadores en un barco salido de la costa este gringa, pero también a los peces, los pájaros, la maquinaria del barco, el movimiento del mar. Lo que vemos es inestable, cambiante, oscilatorio. Un minuto estamos en cubierta, con peces agonizantes en cascada sobre nosotros, al siguiente ascendemos al aire con una parvada de gaviotas, al siguiente nos hundimos en un mar negro interrumpido por algo que semeja reflejos rojos. Hay voces pero ninguna nos habla a nosotros. Los directores no parecen querer establecer una relación afectiva de ningún tipo. Observan el mundo como lo observaría un dios curioso pero distraído: desde todos los puntos de vista, sin ganas de intervenir.~

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Por supuesto, en HojaSanta nos la hemos pasado hablando de cine, de documentales. Algunos para que sigan viendo: Los herederos, sobre trabajo infantil; El héroe desconocido, sobre un gran sándwich neoyorkino; Permanecer en la Merced, sobre el incendio de ese querido mercado.


Una versión de este texto apareció en Frente.