Orson Welles, ¿Por qué estás tan gordo?

por March Castañeda

 

Orson Welles fue un glotón irredento. Cuando murió pesaba poco más de 160 kilos: colección de sus impulsos voraces por tantos años descarriados. Su apetito, nunca cohibido, se desenvolvió con soltura desde su juventud. En la biografía de Simon Callow se leen escenas del joven actor-director-milusos devorando sin límite aparente ostras, champaña, carnes, vino, postres y brandy inmediatamente antes de ponerse el vestuario. El “genio incomprendido de Hollywood” vivió una historia de voracidad que, según muchos de sus biógrafos y cronistas, lo llevó de su apantallante y precoz éxito en el cine, el teatro y el radio, a su final reputación como “obeso mórbido de la televisión”.

En Orson Welles, Volume 2: Hello Americans (Random House, 2011), Callow escarba con aferrado detalle en siete años de la vida del cineasta (de 1941 a 1947), con la promesa de responder a la pregunta que dejó colgada del volumen I (The Road to Xanadu, 1997): ¿cómo se puso tan gordo?

 
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Quizás el proyecto de Callow es demasiado ambicioso. No ha sido el único biógrafo que se inunda en la vida de Welles tratando de descifrar por qué no fue tan exitoso como sus talentos prometían –o como su público y sus productores esperaban. Guiado por la tesis de que fueron los monstruos de sus apetitos, su proyectitis y su carácter indigesto los que lo llevaron, como a muchos genios, a la autodestrucción, Callow puso especial énfasis en el fracaso de un artista que “odiaba la responsabilidad de sus propios dones” y, por tanto, que vivió en el calor del momento, derramando ideas y explotando en impulsos golosos.  

Pero antes de encontrarnos con la respuesta –si es que la hay–, la búsqueda nos devora. La personalidad de Welles es completamente absorbente, abundante, ancha. Un hombre que se extendió a sí mismo en distintas direcciones, dirigido por su mente-incubadora y su apetito furioso, provoca una curiosidad casi desesperante. Contradictoria al extremo, su vida estuvo llena de subibajas, de elogios y reclamos, de admiración y decepción. A veces parecía no tener centro ni gobierno, pasaba más tiempo fertilizando ideas que completando empresas. Era un apreciador de las cosas, un explorador, un iniciador nunca satisfecho. Maestro del hambre, pecó de gula creativa.

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Orson moldeó sus apetitos a su antojo y con holgura total. Fue actor, guionista, diseñador de sets y vestuario, director y productor en Dublín, Broadway y Hollywood; narrador en la radio, activista político, editor, columnista y mago. Poeta, monero, pianista. Siempre impaciente, su voracidad abarcó muchas formas de expresarse y alimentarse hasta el hartazgo. Comía antes de dormirse (“se iba a la cama todas las noches con una bandeja de comida”, declaró su chofer George Chirello), bebía, sin demasiada sed, dos botellas de alcohol al día (especialmente le gustaba el brandy en horas de filmación), consumía vastas cantidades de anfetaminas, dormía con las mujeres que se le apetecían y realizaba, al mismo tiempo, tantos trabajos como su antojo dictaba. Nunca nada era suficiente. “No creo que nadie intente hacer demasiadas cosas a la vez”, dijo en una entrevista después del fracaso de Soberbia (The magnificent Ambersons de 1942), “eso es lo que la gente dice de mí cuando intentan explicar por qué no soy tan bueno como ellos piensan que debería de ser. Creo que todos podemos expresarnos y nutrirnos tanto como queramos, y en el medio que queramos.”

 
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Su trabajo, que, como deja claro el libro de Callow, siempre fue controversial e irritante tanto para productores como colaboradores y críticos, fue quizás el terreno más fértil para desbordar sus apetitos. Jamás lo consideró como algo ajeno a su vida personal y, aunque sí lo vio como una forma de sustento –sobre todo las actuaciones, cada vez más decadentes hacia el final de su vida– nunca lo consideró un medio para el éxito, que consideraba vulgar.

Quería devorarlo todo. En el trabajo era acaparador, egoísta. “Quien lo contratara como actor obtendría seguramente más de lo que se esperaba… y quizás más de lo que se quería”, dice Callow al describir cómo Welles se involucraba sin preguntar en muchos aspectos de las películas en las que actuaba. Revisaba los guiones, dirigía, se inmiscuía en los castings, opinaba y frecuentemente cambiaba sus diálogos. Bill Alland, compañero de Welles en Mercury Productions, asoció la dificultad del actor para aprenderse sus líneas con su necesidad de dominar: “Aprenderse el guión era como rendirse al personaje, perder su control, algo que no podía permitirse un hombre con el ego tan grande.”

Tenía que controlarlo todo, comerlo todo, absorberlo con voracidad. “Borraba a sus rivales, hacía a un lado a sus colegas y comía sin compartir.” Callow representa a Welles agazapado en una mesa, “rugiendo instrucciones mientras masticaba carnes y magdalenas y absorbía brandy”. Antes de salir a escena se las ingeniaba para engullir lonches: “Generalmente un sándwich de carne de tres pisos regado con bourbon.” James G. Stewart, otro colega de Mercury, describe al director bebiendo obstinadamente una jarra de whisky en las noches de filmación: “No ofrecía a nadie más, todo era para Orson”, dice. Comer, beber y derramar órdenes: era su particularidad profesional. Y a veces le funcionó para entregar un trabajo completo y bien hecho. Otras veces (la mayoría) no.

La voracidad por su oficio se acababa pronto. Explotaba y se marchaba. Después del abrumador éxito de Ciudadano Kane (1941), recordamos a Welles por sus filmes incompletos, arruinados y destrozados por productores hollywoodenses –Soberbia fue la gran obra maestra que casi termina; Carnival, la arruinada por un incontrolable Welles repleto de alcohol y velocidad. ¿Porqué? Quizás porque no le gustaba la responsabilidad, gran impedimento a su gula; o porque su atracción hacia el espectáculo era guiada más por la curiosidad que por el deseo del sobresalir. Tal vez, como afirma Callow en su libro, porque Orson Welles fue un hombre que vivió en guerra con su impulso autodestructivo, ese que vive en el interior de muchos genios.    

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“Está mal que un hombre haga un desastre de sí mismo. Yo estoy gordo, y las personas no deberíamos ser gordas”, solía decir Welles cuando se discutía su gran tamaño en las conversaciones. Para Callow, la gordura de Welles estaba directamente relacionada con su decadencia. Él, que sólo se ocupó de sí mismo pero que nunca encontró la forma de “aprovechar para bien sus talentos”, fue quien se dejó engordar tanto. La gula produjo su destino, “lleno de impulsos exploratorios a los que se entregó incesantemente durante el resto de su vida. En ocasiones algo cercano a la ‘obra maestra’ sucedió”, pero no importa, porque el propósito de Welles en la vida era hacer. Simplemente.

A Orson Welles le gustaba gozar. No era una persona particularmente feliz, pero le gustaba poseer deleites –momentos, sabores, personas. Tanto le complacía una historia como una comida o una mujer. Su pecado mejor entrenado fue la gula, que “no es un vicio privado”, diría en su profundísima voz.

La respuesta prometida por Simon Callow en su libro no es explícita. Parece que no hay nada lo suficientemente palpable para asegurar por qué Orson Welles se puso tan gordo –quizás lo veamos en el tercer volumen de la biografía que Callow prometió publicar este año. Sin embargo, el libro nos heredó algo: el concepto de vivir derramado, haciendo y deshaciendo con voracidad wellesiana.


Películas y comida son una pareja, como dicen, “hecha en el cielo”. Acá, lean a Daniel Krauze contarnos cómo el cine endulzó su vida.