Nueva poesía de la cruda

 

por Alonso Ruvalcaba; fotos: Lauren Volo

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Crudas litorales

Un litoral: una línea que vista desde el avión no es ni mar ni espuma ni arena sino los tres al mismo tiempo: una línea variante siempre, móvil, imposible de fijar. Hay una línea así que separa inestablemente la borrachera de la cruda. Siempre dependerá de a qué hora comenzamos a chupar, pero solemos pisarla a eso de las tres de la mañana. La cabeza empieza a doler, los recuerdos a borrarse, pero la voz deja de arrastrarse, parece que pensamos otra vez con un principio de claridad. La boca sabe a tres de la mañana. ¿Qué queremos comer en esta cruda litoral o limítrofe, en esta cruda que no ha sido bendecida o maldita por el sueño o el reposo? “Sólo una cosa puede uno comprender en esa neblina alcohólica –dicen los editores de la estupenda revista libanesa The Carton, en su número especial sobre shawarma (#12)–: el cuerpo necesita comida y necesita que esa comida sea muy, muy grasosa. Es biológico. Cuando el cuerpo se ve falto de nutrientes, ansiamos los alimentos más densos en energía, o sea, grasas. En Líbano, la mayoría de las veces, eso quiere decir shawarmas.” En la ciudad de México, la mayoría de las veces, eso quiere decir tacos al pastor.

Nocturno taco al pastor, taco migratorio, nieto de la shawarma, hijo del taco árabe poblano, taco heterodoxo, taco despertador y curativo. (Y, gracias a la brutal decisión de ponerle una rebanada de piña, taco entintado de dulzura.) En el extremo final de la noche, cuando la peda empieza a convertirse en cruda y la cruda no es cruda todavía, este taco es nuestro pastor. Y nada nos faltará.

A veces lo sustituimos: con tacos de suadero, con tacos de cabeza. A veces, pocas porque el corazón es un cazador solitario, con tacos de cochinada: una tortilla pequeñita que se calienta con grasa de cerdo y res; se rellena con carne de buen suadero y un poco de chicharrón; se cubre con cilantro, cebolla, limón y un montón de sal, con una salsa que se parece al pico de gallo pero es algo más líquida, algo más ámbar, y con otra salsa, imposible, hecha con restos de cocción de carnes varias, salsa espesa y cárnica, despojos que los cariñosos llaman ‘cochi’, salsa de grasa, salsa de guiso: y la borrachera empieza a diluirse en el final de la noche plutónica.

Volvemos a la casa entonces. A veces acompañados. Si hay suerte y voluntad fumamos mota, bebemos un poco más, de vez en cuando cogemos. Luego nos quedamos dormidos.

Un diurno consuelo

Abrimos los ojos. La cabeza pesa como un yunque o la presionan a los lados unas invisibles manos de fierro. Hay una sed tremenda, viscosa o arenosa según lo que hayamos bebido anoche. Esta es la violenta poesía de la cruda. Yo también la he leído: sus versos sudorosos, sus rimas que exigen la desintoxicación y el perdón, sus sinalefas de manos temblorosas: su frente perlada, reluciente. Y detrás de esos versos he leído: marisquería.

La pasión de las marisquerías es una pasión diurna. Las más ortodoxas no abren de noche, y no es extraño que después de las cinco la materia prima empiece a escasear. Su cocina casi no ofrece espacio para el movimiento de la imaginación: todas tienen lo mismo: unos cuantos cocteles, ciertas tostadas, quequitas fritas y sostenidas por un palillo, filetitos de pescado. Sobre sus mesas hay sólo unas cuantas constantes: galletas saladas Prémium, bolillos, limones, salsa Valentina o Cholula o las dos. Son también (benditas ellas) el reino de la chela. Algunas, como el Fisher’s del centro histórico, se prestan a conectar la cruda matutina con la borrachera del mediodía. (No me vean así. Sé que Fisher’s tiene una reputación dudosa, pero vayan libres de prejuicios: es uno de los grandes restaurantes de México.) Abre a las nueve y media de la mañana y desde esas madrugadas está sirviendo perlas negras –caballito de Jägermeister, ese inclemente licor alemán, metido dentro de un vaso de Boost–, caldo de camarón que llega en termo de acero, chalupas de chicharrón de camarón, tacos de marlin/cochinita pibil, un aguachile de callo de hacha que parece que te come los cachetes desde adentro y un arroz a la tumbada con vodka que es también un caldo litoral: más líquido que un risotto, menos caldoso que un consomé con arroz; picante, o mejor: punzocortante; consolador.

Caldos litorales y caldos caldos

Caldo litoral: un caldo que no es caldo todavía. Ejemplo: el arroz caldoso de un restaurante como Lampuga, un arroz con la nariz dirigida hacia el Mediterráneo. O un caldo que requiere a su lado otro plato, sólido, cárnico, picante. Ejemplo: la mudable barbacoa y su consomé, que en los mejores casos tiene garbanzos y xoconostle. (Lo mejor de la barbacoa, si me preguntan a mí –pero no me pregunten a mí–, es la panza, tan parecida al haggis, platillo simbólico de Escocia y uno de los grandes inventos del ser humano.) Otro ejemplo: la birria, plato clave de Jalisco. No hay dos birrias iguales –como rostros humanos, como orillas de ríos–, pero hay rasgos comunes a casi todas. La birria es un cabrito o un borrego horneado lentísimamente, adobado con jengibre, mejorana, comino, chiles y vinagre. Si hay suerte se sirve en diferentes cortes: lomo, costillas, pelvis acaso, machitos, esas preciosas entrañas “embutidas” bajo la precaria forma de una salchicha enorme. En las mejores birrierías –como la de Chololo en Las Juntas, municipio de Tlaquepaque– la birria pasa a un segundo horno, infernal, donde se tatema. A la mesa llega con varios acompañamientos: frijoles gratinados, cebollas, vegetales, yerbas, tortillas enormes, salsa roja y un caldo denso que, además de potarse, sirve como una salsa muy líquida para el taco. Caldo de cabra, caldo litoral, caldo salsa, caldo que parece hacerse uno con su taco.

Luego están los caldos no litorales: los caldos caldos caldos. Piensen en el consomé de pollo con huevo de La Rambla, en el Centro del DF: un líquido que restituye neuronas, que pone la sangre en circulación, que vuelve a las terminales nerviosas a recibir impulsos, que diluye la taquicardia y el dolor del brazo izquierdo. Piensen en el caldo michi, plato de extrema sencillez que sólo pide la conjunción de algunos elementos en una olla: papas, zanahorias, chayotes, ejotes, chiles jalapeños, ajo, cebolla, jitomate, hojas de laurel, lubina (u otro pescado blanco), aceite de oliva: un alivio que viene del Pacífico. Piensen en el pozole, sobre todo de Guerrero, sobre todo los jueves. Y piensen, por supuesto, en el menudo.

Blanco o rojo, el menudo es un estofado de panza y tripa de res. El caldo suele espesarse con gelatina de pata de res o de puerco y fortificarse con maíz. Pero también es más: es el plato de elección en las mañanas de sábados y domingos, por la simple razón de que su elevado contenido de vitamina B, además de un buen pico de A y C, y sus enzimas apaciguantes del estómago turbulento devuelven a la vida a los estragados de la noche anterior. El menudo rojo, que lleva chiles, es la verdadera sopa de pollo para el alma en pena. Como tenemos todo el tiempo del mundo, a continuación he decidido transcribir, para perpetuarlo, este soneto casi desconocido de un poeta no casi sino completamente desconocido, un tal Francisco L. Bernal, del que nada se sabe más que nació en Sonora. (Cuando México Tenochtitlan haya sucumbido a una erupción volcánica o la haya hundido un terremoto o haya quedado sumergida bajo las negras aguas que nos rodean, tal vez sobreviva este ejemplar de esta revista o solo esta hoja, semirrota, suelta y mugrosa. Lectora del futuro: copié este soneto para ti. Légalo también.) Aquí está:

Oh menudo sabroso, te saludo

en esta alegre y refrescante aurora

en que pido alimentos, pues es hora

en que tú estás cocido y yo estoy crudo.

 

Manjar tan delicioso jamás pudo

colocar en su mesa una señora,

con más razón si es dama de Sonora,

la tierra favorita del menudo.

 

Por eso te distingo y te respeto,

por eso te dedico este soneto

de tu grato sabor en alabanza.

 

Canten mis versos frescos y elocuentes

en honor de tus cinco componentes:

caldo, pata, maíz, tripas y panza.

Pero no todos los caldos caldos con que nos curamos esta cruda impertinente son de origen mexicano. ¿Y a quién en su sano juicio, e incluso en su juicio turbado por el alcohol y la resaca, le importa la denominación de origen, cuando las fronteras son caprichos geopolíticos? Los caldos de eso que llamamos Corea, por ejemplo. El caldo de kimchi y tofu tiene el poder revitalizador de una madriza callejera; el yuke-jaong, servido en tazón de fierro, es un mole de olla –res, chiles, caldo vacuno, fideos– más lépero que el más lépero de los moles; el ramyun, que basa su ferocidad en una combinación de pasta de ajo y pasta de chiles rojos (gochujang), y sobre el que flota un hermoso huevo crudo. (Recomendación: pedir al lado un jeyuk bokkeum, tocino marinado en gochujang, y en franco ultraje contra el sistema digestivo agregárselo al ramyun como topping.) El phở, hijo de la copulación de muchas generaciones francesas y vietnamitas –toda cocina es mestizaje, orgías transgeneracionales, incesto repetido interminablemente desde el principio de los tiempos–, un caldo casi siempre de res aromatizado con anís, albahaca del Oriente, servido con gérmenes y brotes y yerbas sin fin: un caldo que refresca y apacigua.

Y por supuesto el ramen, que está hecho de la materia con que se hacen los sueños, o sea: sal. Dice el chef David Chang, maestro del monchis y la cruda, que el ramen apacigua “porque es alto en sodio, y es lo que tu cuerpo necesita después de una larga noche en las profundidades del alcohol”. (Entre paréntesis, ya por pura curiosidad, el plato favorito del bravucón chef inglés Gordon Ramsey para curársela es el kedgeree, que se hace con pescado ahumado, arroz hervido, huevo y mantequilla; mientras que el trotamundos Tony Bourdain propone “la trilogía de la opulencia: un porro, una cocacola y un pollo kung pao”.) Pollo o puerco o vegetales: el ramen es vocación, explosión, es un cambio profundo en el cuerpo y en la mente.

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Ahora, una pequeña digresión. Hay un ramen que todavía no existe en restaurantes del DF pero que si Dios me da licencia existirá porque es justo y necesario. Por lo pronto hay que hacerlo en casa. Ya sé que la cruda y el trabajo son enemigos casi mortales pero sólo por esta ocasión vale la pena el sacrificio. Ésta es la versión más sencilla de hacer posible, para que trabajen casi nada. Va:

Para 4 personas necesitan 1 litro de caldo de pollo y 1 litro de caldo de vegetales (las latas de Campbells funcionan perfectamente); 2 cucharadas de hondashi (polvo de pescado seco ahumado para hacer dashi: lo encuentran en cualquier súper oriental). Esto es fácil: mezclar todo. Probar y sazonarlo muy bien, tal vez un poco pasado de sal –¡esto es Japón, gente!–. Luego: cuatro paquetes de ramen instantáneo, nomás los fideos, pero por vida suya no tiren los sobrecitos de sazonador, úsenlos en un dip de crema para papitas o para sazonar huevos revueltos o lo que quieran. También: un cuarto de kilo de carnitas, pero no cualesquiera carnitas: no rosas, no tímidas. Carnitas morenas, cabronas, michoacanas, léperas. A mí me gustan las de Richard, que estaciona su camioneta en Tamaulipas y Alfonso Reyes, colonia Condesa de Miravalle, DF. Pídanlas con salsa roja aparte (esto es clave) y su jardín de cilantro, cebollita y rábano también aparte. Lo ideal es pedir papada, por su alucinante mezcla de texturas, pero si no hay pidan achicalada o ya de perdis surtida. Pues bien: hervir el caldo y agregar, en tandas, los fideos; retirarlos y colocarlos en tazones, sazonarlos con salsa de soya y aceite de ajonjolí; ponerles encima 1 montoncito de cilantro/cebollita/rábano con limón y sal, 1 cucharón de salsa roja, 1 montoncito (aprox 60 gramos) de carnitas, cada montón al lado del otro, sin mezclarlos. Luego, rellenar el tazón con el caldo sin sumergir todo. (Les va a sobrar caldo pero es para rellenar el plato en la segunda vuelta.) Servir extremadamente caliente con palillos y cuchara. Lo llamo: ramen carnitas. Les juro *por ésta* que me lo van a agradecer.

Las carnitas, creo, no son un platillo que brinca a la mente en cuanto abrimos los ojos bajo el peso de la cruda –pero su combinación con el sodio, el umami marino, el caldo calientísimo las convierte en un plato nuevo, regenerado y bestialmente regenerador.

Los tacos de carnitas no son los primeros que se nos vienen a la mente cuando amanecemos atados al potro de la cruda. Los tacos de guisado, sí.

Versículos de bienvenida para tacos de guisado

He visto cosas; he visto tempestades cuyos vientos arrancan robles y he visto al ambicioso mar henchirse, enfurecerse, y espumarse, exaltarse con nubes ominosas;

he visto batallas también, he nadado sus olas sanguinarias, y he escuchado el grito hueco de sus moribundos;

he visto naves de ataque en llamas en el Hombro de Orión, el brillo de rayos-C en la oscuridad cerca de la entrada de Tanhäuser.  

Y he gozado la sensación matutina del mole verde, cómo cubre la garganta y el corazón con su alivio, con su redondez que recuerda de lejos las pepitas de la calabaza;

he comido el chicharrón en salsa roja o verde, de preferencia con un unto de frijoles refritos, he notado cómo su picante me libera de toxinas, cómo sudo las espesuras de la noche;

he comido la moronga, sé cuántas horas debe escurrir el intestino que se convertirá en la envoltura de ese embutido negro hecho de sangre y arroz y especias sabrosísimas;

me he perdido en la rutina salvadora del huevo con ejote, en la sabia canción del picadillo, en el ruido circular del bistec en chile pasilla;

he vencido el hambre, ¡oh caníbal!, con un taco de chorizo verde: venía servido con guacamole y frijoles líquidos y queso fresco;

una vez morí y renací bajo la sombra de un gran taco de costilla en salsa de morita.

Y amo el olor del nopal por las mañanas.~