El Mercado de La Rotonda

 

por Paula Rendón; fotografía: Ana Lorenzana

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Era el 2001 y mis papás llegaron a la conclusión de que el Distrito Federal se había convertido en un nido de maleantes y, bajo una noción absolutamente romántica, decidieron mudarnos a la ciudad donde habían vivido el principio de su noviazgo: Xalapa, Veracruz. 

Xalapa era como la dimensión desconocida para mí. Pasé de ir a una escuela enorme en el corazón de la jungla de asfalto, ultra liberal, que seguía un sistema educativo enfocado en las artes, a ir a una escuela chica, de uniforme obligatorio, con un plan de estudios regido por las ciencias exactas, ubicada en la mitad de un majestuoso bosque de niebla donde los mugidos de las vacas del vecino interrumpían a los maestros. 

Me tardé en hacer amigos, como suele suceder en las escuelas de provincia donde llega un alumno nuevo cada año bisiesto. Mis recreos básicamente consistían en sentarme con mi prima y su novio, formando un perfecto mal tercio mientras me comía una torta. Terrible. Un día, en la cola de la tiendita, se me acercó una chica de la generación de arriba y me hizo plática. Al final del día, me ofreció aventón a mi casa. A partir de entonces, ella y sus amigas se convirtieron en mi ronda.

A esa edad, la ronda consistía en fumar como locas durante todo el camino y escuchar música a todo volumen. Este paseo obligatorio cobraba vida sobre todo durante exámenes finales, porque al salir, sin importar a qué hora se liberara la última, todas nos íbamos al mercado a comer garnachas.  

Antes de eso, mi experiencia en los mercados era poca –por no decir nula–. La primera vez que fui a desayunar al Mercado Adolfo Ruíz Cortines, mejor conocido por todos los xalapeños como «La Rotonda», nos sentamos en los bancos altos de la barra del puesto que mis amigas ya conocían, y entonces descubrí la gloriosa –y ahora sé que también adictiva– gastronomía del mercado. 

Recuerdo que se podían lograr un sinfín de combinaciones gustativas al mezclar las salsas con los diferentes platillos. Con cada desayuno surgía la oportunidad de echar a andar tu creatividad para la creación del siguiente plato estrella, o para honrar los éxitos ya comprobados. Probé quesadillas, gorditas, autas, huaraches, dobladas, pellizcadas y las clásicas picadas veracruzanas que se paseaban por nuestros platos con crema, queso, limón, salsa de chile seco, salsa verde o roja, molcajeteadas, en recipientes que nos pasábamos de mano en mano entre los comensales. Los regulares incluían policías de tránsito, taxistas, repartidores, estudiantes de la Universidad Veracruzana y alguna que otra ama de casa que hacía parada ahí después de su mandado. 

Había platos «para cortar» y platos «para no cortar», y regaños de las ayudantas si se te ocurría dañar con la sierra del cuchillo la delicada vajilla de plástico designada para comer con la mano. Es posible que fueran peores que si llegabas borracha a tu casa. Sin embargo, a quien más respeto le teníamos todos los presentes era a la verdadera comandanta detrás de toda esa maquinaria de sabor: la marchanta mayor, la encargada del changarro. 

Ella era chaparra, robusta y, en calidad de jarocha simpática, muy frontal. Decía todo lo que se le daba la gana sin rastro de pudor. 

Opinaba de la vida de todos sus clientes; que si el taxista era un carero, que si los de tránsito eran unos gandallas, que si la señora había escogido mal sus aguacates... No tenía comparación ni filtro. Con nosotras tampoco guardaba ninguna prudencia, y se metía en nuestras pláticas para dar toda clase de consejos; desde gastronómicos, amorosos y familiares, hasta económicos y de modales. A mí una vez me dijo que dejara de ser tan fodonga y boleara mis zapatos.

«Niñas –nos decía– dejen de complicarse; el examen ya pasó, ese muchacho no las buscó en el recreo, aliviánense con una picadita». Y vaya que su cocina alivianaba. Para la segunda ronda ya no te acordabas ni del nombre del maestro, gracias al viaje extrasensorial en el que te llevaban sus salsas. La masa como pintoresco ejemplo de comfort food. No había de otra: comías espectacular, por tres pesos, y se te olvidaban todas tus penas. ¿Qué más le podíamos pedir a la vida?

Han pasado 15 años desde que íbamos juntas a honrar el gusto por la comida de mercado y, aunque me duele, debo confesar que nunca he regresado. Pero la experiencia la atesoré siempre, fue significativa en muchos niveles. Primero, porque aprendí a comer en los puestos, y eso me abrió la puerta a un carnaval de gloriosos sabores y anécdotas. Entendí el valor de la comida que se prepara frente a ti, donde su creador puede verte degustarla, estableciendo una cierta complicidad implícita. Y segundo, porque me ha llevado a conocer a los personajes que sazonan los mercados, que le dan color con sus historias, su humor y sus modos. Y todo empezó con aquella marchanta, que medio nos regañaba y medio nos acogía.

A veces he pensado en ella en mi vida adulta, durante ciertos atorones emocionales. Divago y me pregunto qué clase de sabiduría rebozada en aceite pondría sobre mi plato hoy en día esa mujer. Aunque me he sentado en varios otros puestos desde que tenía 15 años, no puedo negar el lugar en mi corazón que mantienen las picadas en salsa verde con todo del Mercado de La Rotonda y, sobre todo, el recuerdo de la mujer que las preparaba. Esa [casi] completa desconocida, para quien seguramente yo sólo fui una clienta más, me enseñó el poder de la cocina como poderoso vehículo social. Ella no lo sabe, pero aquellas mañanas sentada en su puesto representaron para mí el fin del mundo como lo conocía y el principio de uno con mucho mejor sabor. La dejábamos entrar, y decirnos lo que se le diera la gana, porque ella nos hacía sentir en casa a través de su sazón y el tono maternal (autoritario y cariñoso todo al mismo tiempo) que usaba con cada uno de sus clientes. Quizá si hoy regresara a ese mismo puesto, y pidiera exactamente los mismos platillos que comía en aquel entonces, experimentaría un sabor más parecido al de la nostalgia, porque no hay forma que esas recetas sean las mismas sin nuestra marchanta de cabecera.